Por Héctor Aguer.
Los Salmos bíblicos del Libro del Salterio abrigan la conciencia de la brevedad de la vida y una reflexión sobre ella mediante comparaciones con lo que hay de frágil y provisorio en la naturaleza.
El Salmo 89 (90) expresa un término en la duración ante la eternidad de Dios: “Nuestra vida dura apenas 70 años, y 80 si tenemos más vigor” mientras se dice al Creador: “Mil años son ante tus ojos como el día de ayer, que ya pasó”, como una de las vigilias en que se computaba la noche.
No falta en este poema el juicio sobre la condición de la medida humana: nuestros años (70 u 80) “en su mayor parte son fatiga y miseria, porque pasan pronto y nosotros nos vamos”.
También es muy elocuente el Salmo 101 (102), enumerado por la Tradición como uno de los “salmos penitenciales”; es lamento y súplica a la vez.
La comparación apela a varias imágenes: “Mis días son como una sombra que se alarga”; el orante se va secando como la hierba. Otras figuras con las que se identifica en su penuria: “una lechuza del desierto, un búho entre las ruinas, un pájaro solitario en el tejado”, días que son “como una sombra fugaz, como el humo que se disipa”. No se advierte en esta constatación un nihilismo incrédulo, según se afirma, porque Dios piensa en el ser humano y lo cuida (Salmo 143) (144). Se pide al Señor su compasión, la alegría que compense la aflicción; Él nos sacia con su amor, es nuestro refugio “a lo largo de las generaciones”, aunque nuestra existencia es como nada ante Él. En el Salmo 39, 5 se expresa la búsqueda de la sabiduría: “Señor, dame a conocer mi fin y cuál es la medida de mis días, para que comprenda lo frágil que soy”.
Es sobre todo en los Libros Sapienciales de la Escritura en los que se desarrolla una verdadera antropología realista, que resulta a mitad de camino, pero por elevación, tanto del nihilismo como del idealismo orgulloso que despistan a la filosofía moderna.
EL ANTIGUO LIMITE.
Es oportunísimo reflexionar sobre la revelación contenida en estos Salmos, cuando el rodar imparable de la vida me ha traído al antiguo límite de los 80 años. Desde esta cima puedo arriesgar una mirada sobre los pasos transcurridos. Digo bien arriesgar, porque la vida es libertad de elección, verdad y error, amor y riesgo.
Cornelio Fabro es, en mi opinión, el máximo filósofo católico del siglo XX, intérprete eximio de Tomás de Aquino, y a la vez traductor y estudioso seguidor de Kierkegaard. En su Libro de la existencia y de la libertad vagabunda, que es una colección de aforismos, leo el aforismo 477: “Los años del cuerpo pasan, pero los años del espíritu se inscriben en la conciencia de la libertad, en las creaciones y en las elecciones obradas”.
A la luz de este principio quiero exponer algunas de esas creaciones y elecciones de mi vida. Solo algunas –no podría ser de otra manera-, pero que estimo me dan a conocer, porque en ellas se refleja y cumple mi yo, finitud que ha optado por el Infinito.
Apunto un diálogo con Benedicto XVI, siendo él ya emérito. “Santidad –dije yo- me he pasado la vida estudiando teología, y tengo la impresión de que cada vez entiendo menos”. Con una sonrisa, me respondió: “Siempre es así”. Quedo bastante tranquilo, porque de esa poquedad conseguida he procurado compartir a través de mi predicación y enseñanza, y he recibido plácemes agradecidos, críticas y repudios que no han podido empañar mi conciencia de haber buscado la verdad.
Nuestro saber –el que nos da, por ejemplo, la teología- es una pizca de la Sabiduría del Maestro. No soy doctor, apenas licenciado. Habiendo obtenido ese grado con gran esfuerzo, mientras ejercía el ministerio pastoral como simple vicario parroquial, recibí una invitación –una posible beca- para estudiar en la Universidad suiza de Friburgo, que cuenta con una Facultad de Teología a cargo de los dominicos. Me comuniqué entonces con el Decano, que era el excelente teólogo Jean-Hervé Nicolas, sugiriéndole un proyecto de investigación sobre las Quaestiones Disputatae “De Veritate”, de Santo Tomás. Me respondió afirmativamente.
Restaba entonces la autorización de mi obispo. “Mis sacerdotes solo estudiarán en Roma; consíguete una beca en Roma”, esa fue su respuesta. Me quedé en casa. Pero a los pocos meses se abrió una impensada y providencial oportunidad. Fue creada, en 1978, la diócesis de San Miguel, sufragánea de Buenos Aires, y el flamante pastor designado me pidió que lo acompañara para ayudarlo. Mi propio obispo me permitió el traslado, aunque lamentando mi partida, según me dijo.
Es así como pasé 14 años en esa diócesis, del Gran Buenos Aires, donde se me encomendó organizar el Seminario, del cual fui rector durante una década. De allí me sacó el arzobispo de Buenos Aires, Cardenal Antonio Quarracino, para hacerme Obispo Auxiliar. ¿Qué puedo decir más que “Dios es grande”, como afirman en su alabanza los musulmanes?
Las peripecias ya recordadas hicieron que mi atención y mis trabajos se dirigieran a la formación sacerdotal. En diversas oportunidades comenté detenidamente el Decreto Presbyterorum Ordinis, el documento del Concilio Vaticano II sobre el segundo grado del sacerdocio. Esa inquietud, además, se amplió en mi estudio y difusión de la doctrina filosófica y teológica de Santo Tomás de Aquino, que me interesó siendo muy joven, antes de entrar al Seminario. Me puso en contacto con ellas el Padre Julio Meinvielle, a quien debo mucho de mi formación.
EN LA PLATA
Siendo Arzobispo de La Plata, durante 20 años acudía todos los sábados al Seminario Mayor San José: daba una conferencia y celebraba la Santa Misa. De paso, puedo decir que cuidé la solemnidad, exactitud y belleza de la praxis litúrgica, y solía cantar en latín la Plegaria Eucarística.
Mis vacaciones las tomaba junto a los seminaristas en la Casa de Campo, cerca de la ciudad de Tandil. En ese período ordené para la arquidiócesis a 49 sacerdotes. Cada caso ha sido una experiencia espiritual conmovedora.
Soy arzobispo emérito de La Plata, después de 20 años de ejercicio de la función como arzobispo metropolitano (incluyendo el año y medio en que fui coadjutor de mi ilustre predecesor). De acuerdo con la prescripción canónica firmé mi renuncia el 8 de mayo de 2018, Solemnidad de Nuestra Señora de Luján. Cumplí 75 años el 24 de ese mes, memoria de María, Auxilio de los Cristianos; dos días hábiles después de mi renuncia fue aceptada, y debí abandonar el palacio arzobispal.
Quise residir en el Seminario, pero mi sucesor no lo vio bien; evidentemente pensaba, o traía el encargo de cambiar la orientación formativa de la institución. Después de un tiempo de residencia en una parroquia de la periferia de La Plata, decidí venir al Hogar Sacerdotal de Buenos Aires, donde transcurren las últimas jornadas de mi vida, pero con una atención alerta a la marcha de la Iglesia.
LA ALTERACION DE LA MISION.
En estas elecciones de los “años del espíritu” que dice el aforismo de Fabro, se ha ido formando una conciencia de la misión de la Iglesia Católica y de su sentido. Advierto el influjo en esa conciencia de mi estudio de las Cartas de San Ignacio de Antioquía, y de la obra de San Agustín, en especial su concepción del Christus Totus. Uno de los problemas principales que afronta actualmente la Katholiké es la alteración de la misión esencial de acuerdo con la instrucción de Jesús y su mandato a los apóstoles: “Vayan por todo el mundo y hagan que todas las naciones –panta ta ethnē- sean discípulos míos.
No se debe, no se puede, rebajar esta misión a procurar que la gente –quienes creen en Cristo y las multitudes del mundo que aún no están evangelizadas- mejore su suerte intramundana. Ya hay otras instituciones y misiones que se ocupan de esto, apartando incluso al género humano de la orientación hacia el Señor de la historia y por tanto de la salvación, que no es cosa de este mundo.
UNA ESPIRITUALIDAD.
La forma concreta del vivir cristianamente, como discípulo, se configura como una espiritualidad. La cual no es unívocamente una, y ha revestido, y reviste, rostros diversos según los tiempos y lugares. No es esta la oportunidad de formular un juicio sobre las espiritualidades con vigencia actual. Me limito a una de las formas que ostenta la Gran Tradición Eclesial de Oriente y de Occidente. La llamaré espiritualidad del abandono en Dios, del reposo en su voluntad omnipotente y misericordiosa, amiga de los hombres.
Sus formas antiguas han sido expuestas antaño por Ascetas y Místicos, Padres de la Iglesia. Una expresión a la vez clásica y moderna es la que ofreció el Cardenal Pierre de Bérulle en el siglo XVII, el gran siècle francés, y que se extendió en la obra de Olier y la tradición sulpiciana. Recorre los siglos y recibe una realización cercana a nosotros en la experiencia de San Carlos de Foucauld. Hunde sus raíces en la antigüedad, en la fórmula mínima y a la vez plenaria: “¡Señor, ten misericordia de mí!”. Es un Kyrie eleison en el que se recoge la súplica del Buen Ladrón: “Jesús, acuérdate de mí cuando vengas en tu Reino”. Podemos decir que esta plegaria nos introduce en el Reino (cf. Lc 23, 41-43), en la basiléia, y nos hace vivir con Jesús hoy – sēmeron – en el Paraíso. Encuentro que esta es una espiritualidad plenamente evangélica y válida para todas las edades.
Desde esta perspectiva que me otorga el 80° aniversario, puedo advertir cómo se ha cumplido en mi vida la vocación propiamente humana de la felicidad. Aristóteles descubrió esta vocación como el fundamento de la ética. No se puede excluir totalmente en la existencia una cuota de frustración y de desdicha.
Cornelio Fabro ha observado con singular perspicacia el derrotero de la “libertad vagabunda”. En su aforismo 484 escribió: “Si la libertad se realizase en la intensidad, en la totalidad de su requerimiento, nosotros estaríamos en posesión de la felicidad”.
La infancia comporta, en la medianía de su conciencia, alternativas de gozo y de desdicha. No es posible juzgar desde la altura de la vejez si uno ha sido realmente feliz; basta reconocer que no ha sido desdichado.
Héctor Aguer.
Académico de Número de la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas.
Publicado en Diario LA PRENSA.
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