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...." el pueblo recoge todas las botellas que se tiran al agua con mensajes de naufragio. El pueblo es una gran memoria colectiva que recuerda todo lo que parece muerto en el olvido. Hay que buscar esas botellas y refrescar esa memoria". Leopoldo Marechal.

LA ARGENTINA DEL BICENTENARIO DE LA PATRIA.

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“Amar a la Argentina de hoy, si se habla de amor verdadero, no puede rendir más que sacrificios, porque es amar a una enferma". Padre Leonardo Castellani.

“
"La historia es la Patria. Nos han falsificado la historia porque quieren escamotearnos la Patria" - Hugo Wast (Gustavo Martínez Zuviría).

“Una única cosa es necesario tener presente: mantenerse en pie ante un mundo en ruinas”. Julius Evola, seudónimo de Giulio Cesare Andrea Evola. Italiano.

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lunes, julio 25, 2022

La entrevista de Guayaquil: doscientos años de polémica sobre lo sucedido.

 

La Conferencia de Guayaquil significó el encuentro de los dos extremos de Sudamérica, desde los cuales se condujo la emancipación de América del Sur: Buenos Aires y Caracas.

POR ROSENDO FRAGA.

Entre el 26 y 27 de julio de 1822 tiene lugar en Guayaquil, ciudad de la actual república de Ecuador, la famosa entrevista entre José de San Martín y Simón Bolívar. Fue realmente histórica y señaló el principio del fin del dominio español en América.

San Martín, por razones tanto políticas como militares, no se encontraba en fuerza para terminar con el dominio realista en el interior del Bajo y el Alto Perú. La batalla de Ayacucho librada el 24 de diciembre de 1824, que produjo el final de la gesta emancipadora, tuvo lugar dos años y medio después.

En la historiografía argentina predominó la interpretación de que San Martín tuvo un renunciamiento histórico frente a la negativa de Bolívar a realizar esfuerzos conjuntos, o incluso a aceptar a San Martín como su lugarteniente.

En cambio, para los historiadores bolivarianos, y en particular los venezolanos, esta interpretación es diferente. San Martín llega con la intención de anunciarle a Bolívar su retiro, le explica las dificultades que enfrentaba en el Perú y le adelanta su intención de retirarse y trasladarse a Mendoza, lo que finalmente hace semanas después.

Sobre estas dos interpretaciones tuvieron lugar grandes polémicas históricas. Quizás la más relevante es la que se planteó en torno a la documentación adquirida en Perú en 1941 por el entonces embajador argentino en Lima, Eduardo Colombres Mármol. Dicha documentación aportaba pruebas a favor de la interpretación argentina: el renunciamiento de San Martín. Tras varios años de polémicas y peritajes, la veracidad de la documentación -en su mayoría cartas- no logró acreditarse.

La primera mención sobre el renunciamiento proviene paradójicamente del colombiano García del Río, que en 1823 -el año siguiente de la entrevista- publica un breve estudio biográfico sobre el libertador argentino -que puede ser considerada su proto-biografía- en la que ya plantea la actitud sanmartiniana como una suerte de sacrificio en pos de la unidad en la lucha continental por la independencia.

Plantea así la tesis que desarrolla Bartolomé Mitre en su “Historia de San Martín y la Independencia Sudamericana”.

Más recientemente, ya en el siglo XXI, un historiador colombiano, Armando Martínez, encontró en el Archivo Nacional de Ecuador, en Quito, una carta escrita por el general José Gabriel Pérez, quien fuera secretario de Bolívar en la época del encuentro. Recibió la orden del libertador venezolano de escribir una carta al general Antonio José de Sucre para informarlo del contenido de la entrevista. Según este texto, que había quedado traspapelado en el Archivo, el encuentro fue cordial. No se discutió si Guayaquil debía ser independiente o anexarse a Colombia, ya que la situación había sido resuelta de hecho.

De acuerdo con el texto, discutieron sobre la forma de gobierno, inclinándose Bolívar por la republicana para los nuevos países y San Martín por la monárquica. Este último también ponderó la idea de crear una “Federación de los Estados Americanos”. Dijo que Chile no tendría reparos en apoyar dicho proyecto, pero que sería resistido en Buenos Aires. Se ofreció a negociar un arreglo de límites entre Colombia y Perú y acordar la mutua ayuda frente a las tropas españolas entre los dos países. San Martín habría dejado en claro que la reunión no había tenido carácter oficial. Mencionó su intención de renunciar, retirarse y trasladarse a Mendoza, argumentando que no tenía en Perú el apoyo suficiente.

Es una buena síntesis de la interpretación bolivariana del encuentro.

Jorge Luis Borges, cuyo bisabuelo, el Coronel Suárez, combatió siendo oficial de granaderos en el Perú bajo órdenes de San Martín, escribió un breve cuento denominado “Guayaquil”, en el cual intenta, a partir de lo conjetural, profundizar la personalidad psicológica de San Martín en aquel momento. Para ello toma un término de Mitre, el de “el vencedor, vencido”, al referirse a la entrevista de Guayaquil. Contextualiza su cuento en 1939 -dos años antes de la compra de los documentos por parte de Colombres Mármol- cuando un historiador checo emigrado a Venezuela es enviado a Buenos Aires a verificar la autenticidad de cartas sobre el contenido de las conversaciones entre San Martín y Bolívar.

Más allá de las polémicas y las conjeturas, a doscientos años del hecho, es claro que la conferencia de Guayaquil significó el encuentro de los dos extremos de Sudamérica, desde los cuales se condujo la emancipación de América del Sur: Buenos Aires y Caracas. El resultado del encuentro permitió evitar un choque entre estas dos corrientes, que seguramente hubiera prolongado la guerra que se libraba contra los realistas.

En última instancia, Guayaquil fue, al mismo tiempo, culminación y final. San Martín decide renunciar para abrir paso a la etapa final de su proyecto continental.

PUBLICADO EN DIARIO LOS ANDES DE MENDOZA.

https://www.losandes.com.ar/opinion/la-entrevista-de-guayaquil-doscientos-anos-de-polemica-sobre-lo-sucedido/

miércoles, mayo 25, 2022

25 de Mayo de 1862 : Fallece Juana Azurduy de Padilla en la ciudad de La Plata (actual Sucre), Departamento de Chuquisaca, Bolivia.

25 de Mayo de 1862 - Fallece Juana Azurduy de Padilla en la ciudad de La Plata (actual Sucre), Departamento de Chuquisaca, Bolivia.

 


Juana Azurduy (Sucre, Departamento de Chuquisaca, Virreinato del Río de la Plata, actual Bolivia, 12 de julio de 1780-Sucre, Bolivia, 25 de mayo de 1862) fue una patriota del Alto Perú que luchó en las guerras de independencia hispanoamericanas por la emancipación del Virreinato del Río de la Plata.

Fue una patriota y heroína del Alto Perú  acompaño a su esposo Ascencio Padilla, en las luchas por la emancipación del Virreinato del Rio de la Plata, contra el reino de España.

Fruto de ese matrimonio nacieron cinco hijos, todos participaron en las batallas y los primeros cuatro fallecieron muy jóvenes a causa de la malaria.

Perteneció a una familia altoperuana de buena posición económica, su padre era propietario de varias fincas de la región, su madre era de Chuquisaca.

Combatió bajo las órdenes del General Belgrano en 1812. Atacó y tomo el Cerro Potosí en 1816, por lo cual recibió el rango de Teniente Coronel, pero ese año fue herida en la Batalla de La laguna, su marido acudió a rescatarla y fue herido de muerte.

A la muerte de su esposo asumió la comandancia de las guerrillas que conformaban la luego denominada Republiqueta de Las Lagunas.

Combatió a las órdenes del General Martín Miguel de Güemes. 

En 1825, fue visitada por el Libertador General Simón Bolívar luego de visitarla y ver la condición miserable en que vivía, avergonzado la ascendió al grado de coronel y le otorgó una pensión. Luego de la visita le comentó al mariscal Antonio José de Sucre: “Este país no debería llamarse Bolivia en mi homenaje, sino Padilla o Azurduy, porque son ellos los que lo hicieron libre”.

Posteriormente el general Sucre le aumentó su pensión, que apenas le alcanzaba para comer, pero dejó de percibirla en 1830 debido a los vaivenes políticos bolivianos.

Murió indigente cuando estaba por cumplir ochenta y dos años y fue enterrada en una fosa común.

Silenciada. Debió pasar casi un siglo para que su trayectoria fuese reconocida.

lunes, marzo 07, 2022

Entretenedores oficiales por Carlos SCHULMAISTER.


A
l grito de «¡La ética ha muerto, viva la estética!» los intelectuales oficialistas, llenos de fervor y fatuidad, se han lanzado a producir contenidos simbólicos diversos en escenarios académicos y mediáticos en los que, cual habilidosos esteticistas, reinterpretan y reescriben cien veces si es preciso los discursos y las acciones del gobierno en línea con sus conveniencias, ocultando sus imperfecciones, reduciendo sus impurezas con sofisticados afeites y drenajes manieristas del lenguaje, en base a culteranismos fashionables, que luego se replicarán en todo el sistema educativo y cultural hegemónico. Algo similar a lo que realizan los asesores de imagen con las formas de la apariencia de sus contratantes en tiempos de campañas electorales. Pero si éstos pueden disimular los achaques de la carne o las neurosis de sus majestades sólo hasta cierto punto, ya que como simples ilusionistas que son no pueden hacer milagros, los intelectuales oficialistas, en cambio, le hacen increíbles fotoshop a la realidad, garantizando satisfacciones virtuales masivas al mejorar su apariencia, crear climas estimulantes de euforia y entusiasmo y avalar ad literam la panoplia de improvisaciones, reacciones y berrinches de aquellas basadas en limitaciones intelectuales, infantilismo y narcisismo, emergentes habituales de la egolatría.

Pero si las limitaciones intelectuales de los gobernantes son superables con ciencia -que pondrán los técnicos y especialistas siempre que se esté dispuesto a escucharlos- el infantilismo y el narcisismo (léase autismo) que a menudo poseen en grado superlativo no tienen remedio cuando no existe allí la conciencia, por lo que las consecuencias inmediatas las pagará siempre la sociedad, hasta que llegue el momento adverso de que ésta les pase la factura. Ese momento siempre llega.

Más grave aún es que las justificaciones mercenarias no puedan corregir ni mucho menos disimular o desviar la atención de la sociedad respecto de todo lo negativo y perjudicial para la vida social y de la nación toda cuando ello es deliberadamente decidido y ejecutado por los gobernantes con la cabeza fría y con jactancia.

Esto significa que debemos incluir en el análisis la variable de las intenciones aparentes y ocultas de éstos como determinantes de sus acciones, lo cual nos pone frente a la contradicción flagrante entre las necesidades, los anhelos, los derechos y la voluntad mayoritaria de la ciudadanía, constantemente subrogados por las necesidades, conveniencias y anhelos particulares de los gobernantes y sus funcionarios de mayor nivel.

Si la Constitución real de nuestros sistemas republicanos instala de hecho el hiperpresidencialismo y el populismo, el resultado fatal ha de ser el padecimiento crónico de la democracia y la República.

Sin embargo, el soberano, el pueblo, desplazado, manipulado, engañado y estafado, preferirá la continuidad de hecho y de derecho del mal gobernante, por temor a abrir la puerta a las hoy antiguas e inservibles aventuras golpistas de inspiración fascista o comunista bajo la advocación de símbolos y valores revolucionarios como la libertad, la igualdad y la solidaridad, y digo «revolucionarios» porque siguen siendo utopías.

Los políticos opositores harán lo mismo por temor a ser tildados de fascistas aun cuando sean liberales o conservadores. Sus fervores liberales de otros tiempos los llevaron a pensar, al retorno de la vida democrática, en novedosos institutos jurídico-políticos de acción popular para abrir la política a la participación real y a la posibilidad de corregir rumbos rápidamente. No obstante, veinticinco años después, si algún político opositor planteara su implementación sería escarnecido universalmente por propios y extraños.

Eso revela que también existe un miedo terrible a utilizar la Constitución hasta las últimas consecuencias, pues ello afectaría otra mítica variable política: la gobernabilidad, cuya laxitud permite y justifica entonces el estiramiento de las leyes para salvar los fines del sistema jurídico (¡?!).

Nuestra pobre cultura política se revela en varios puntos específicos: entre otros, en el desconocimiento teórico práctico del republicanismo y la soberanía popular y, por consiguiente, de la Constitución nacional, y por eso mismo se desconoce que cualquier gobernante puede ser dictador y fascista sin un coup d´etat basado en la fuerza a cargo de militares, gendarmes, policías, comandos civiles y milicias populares; simplemente basta reformar la Constitución para cumplirla y hacerla cumplir en lo que a aquél le conviene e incumplirla en lo que no.

Definiciones conceptuales, jurídicas y políticas tan complejas, necesarias y urgentes como terrorismo, genocidio y crímenes de lesa humanidad flotan en el limbo de la opinión y el relativismo ético que todo lo invade en procura de diluir los debates fundamentales y penetrar en todas las mentes planteando combates de retaguardia para consumo y entretenimiento del cholulismo nacional.

Así es posible hallar a muchos intelectuales percibidos vulgarmente como «progresistas» ejerciendo, por ejemplo, una omnipresente crítica lapidaria -por cierto totalmente procedente- y de perfiles humanistas a los desvíos históricos de la Iglesia Católica como el desgraciado concepto de guerra justa, entre otros, que habilitaba al eje cortesano-eclesiástico a realizar crímenes horripilantes, aggiornado luego por la filosofía política en los tiempos recientes del Estado-Nación. Y, sin embargo, esos mismos intelectuales, antiimperialistas y etc. (sic) no aplican un equivalente dictamen de la razón y la ética a las acciones de cuño similar cuando son llevadas a cabo por gobiernos que se titulan revolucionarios, socialistas o comunistas. Proceden, pues, del mismo modo que los políticos, que tienen como guía práctica que no hay mejor defensa que un buen ataque? a los argumentos contrarios e igual que los estrategas militares, que realizan maniobras diversionistas para confundir al enemigo? la sociedad o desviar su atención y que la Iglesia preconciliar, que sostenía la tesis de la guerra justa e injusta y, en consecuencia, violencia justa e injusta.

Cuando pienso que esta labilidad de la moral política de ciertos intelectuales obedece a motivaciones innobles, tan poco elevadas como el mantenimiento de ciertos privilegios, no puedo menos que pensar con admiración en Juan Bautista Alberdi, especialmente en Alberdi el Viejo, cuya pasión intelectual y cuya honestidad son conmovedoras. Deberían leer -dudo que lo hayan hecho- «El crimen de la guerra» para aprender que un verdadero intelectual camina hacia adelante y no mira atrás para andar borrando sus propias huellas a intervalos regulares, como hacen ellos.

«Nada es tan peligroso como dejar permanecer largo tiempo a un mismo ciudadano en el poder. El pueblo se acostumbra a obedecerle y él se acostumbra a mandarlo; de donde se originan la usurpación y la tiranía. Un justo celo es la garantía de la libertad republicana, y nuestros ciudadanos deben temer con sobrada justicia que el mismo magistrado que los ha mandado mucho tiempo, los mande perpetuamente». Simón Bolívar (Discurso ante el Congreso de Angostura, 15 de febrero de 1819).

Autor: CARLOS SCHULMAISTER.

Publicado en Diario "Río Negro", 8 de diciembre del 2008. 

https://www.rionegro.com.ar/entretenedores-oficiales-JGHRN1228703398109/

Imagen: Web.

viernes, octubre 08, 2021

"Zambo", el olvidado de la Libertad.


"Zambo", el olvidado de la Libertad.

POR EDI ZUNINO.

Sus enemigos, que no eran pocos, lo llamaban “Zambo”. El desprecio al mestizaje forma parte, también -y por qué no decirlo-, del ADN de la Patria. Que para él era una sola y abarcaba toda la América del Sur. Por eso, no vayan a creer que Bernardo de Monteagudo era un tipo de dejarse llevar o acobardarse por el qué dirán. Ni siquiera lo animaban los elogios a su valentía -bastante temerario y violento era, según dicen- ni lo deprimió que Bernardino Rivadavia lo dejara sin la dirección de La Gaceta de Buenos Ayres por ciertos textos provocadores y libertinos sobre los encantos de las mujeres porteñas. Se fue y abrió su propio periódico, “Mártir o libre”, que lo colocaba a sí mismo ante la muerte como primera opción.

Hoy se cumplen 200 de la creación de la Marina de Guerra del Perú. Claro que el feriado de este viernes 8 de octubre no es por eso, nada que ver. Pero coincide con aquella decisión histórica tomada por José de San Martín e instrumentada por el incondicional Monteagudo, que era su mano derecha en el gobierno y canciller y, encima, virtual ministro de defensa.

Tampoco vayan a creer que San Martín y Monteagudo pensaban igual. El “Mulato”, antes que anti-español, era anti-napoleónico y admiraba al General por haber combatido a Bonaparte . El Libertador lo sentó a su lado antes de armar el Ejército de los Andes por su currículum combativo y libertario desde que estudiaba en Chuquisaca y redactó ahí la primera proclama revolucionaria de 1808, que lo llevó a la cárcel y, una vez fugado, a enrolarse en el Ejército del Norte de Juan José Castelli.

El carácter monárquico-libertario de Monteagudo quedó plasmado en una obra de teatro de su autoría titulada “Diálogo entre Atahualpa y Fernando VII”, donde iguala a tan distintos reyes por la desgracia de la invasión extranjera y la usurpación. También redactó el Acta de la Independencia de Chile, por encargo de San Martín y su tocayo O’Higgins. El poder porteño lo despreciaba, no sólo Rivadavia, también el supremo Juan Martín de Pueyrredón. ¿Cuánto habrá influído esa discordia en que para encontrar una calle Monteagudo en Buenos Aires haya que caerse casi al Riachuelo, por la zona de Villa Zabaleta?

PUBLICADO EN PERFIL.

https://radio.perfil.com/noticias/podcasts/zambo-el-olvidado-de-la-libertad.phtml?_ga=2.230864607.1337831790.1633740961-1521747334.1633740961

jueves, septiembre 12, 2019

Frases. Superar el complejo español y la hispanofobia.

Fuente:

Superar el complejo español y la hispanofobia.

"El jornalero de la época virreinal de 1792 podía comprar 23 medidas de 100 kilos de harina al año, en 1891, sólo podía comprar 9,71 y en 1908, ya nada más 5,35", "Nuestro jornalero de la época colonial podía comprar tanto trigo como el francés de hoy; pero nuestro jornalero de 1908 apenas podía comprar algo más que el francés de los luctuosos tiempos de Carlos IX (S. XVI). Hemos desandado así el camino del progreso."

Esquivel Oregón, "Influencia de España y los Estados Unidos sobre México", 1918.
“Sí. Estoy arrepentido en buena parte por haberme levantado contra España y, es por eso, que cuando se celebraron los funerales en Manila del Rey Alfonso de España, yo me presenté en la catedral para sorpresa de los españoles. Y me preguntaron por qué había venido a los funerales del Rey de España en contra del cual me alcé en rebelión… Y, les dije que sigue siendo mi Rey porque bajo España siempre fuimos súbditos, o ciudadanos, españoles pero que ahora, bajo los Estados Unidos, somos tan solo un Mercado de consumidores de sus exportaciones, cuando no parias, porque nunca nos han hecho ciudadanos de ningún estado de Estados Unidos… Y los españoles me abrieron paso y me trataron como su hermano en aquel día tan significativo…”
Emilio Aguinaldo, libertador de Filipinas, entrevista de ABC, 1958.

"A la verdad, cuando uno considera que tanta sangre y sacrificios no han sido empleados sino para perpetuar el desorden y la anarquía, se llena el alma del más cruel desconsuelo."
Carta de José San Martín a Bernardo de O´Higgins, 1841.

"La América es ingobernable. Los que han servido a la revolución han arado en el mar. La única cosa que se puede hacer en América es emigrar. Estos países caerán infaliblemente en manos de la multitud desenfrenada, para después pasar a las de tiranuelos, casi imperceptibles, de todos colores y razas, devorados por todos los crímenes y extinguidos por la ferocidad. Los europeos, tal vez, no se dignarán a conquistarlos. Si fuera posible que una parte del mundo volviera al caos primitivo, éste sería el último período de la América."
Simón Bolívar, carta al general Juan José Flores, 1830.

martes, enero 29, 2019

Simón Bolívar: El Caudillo, el populismo y la democracia.

Simón Bolívar: El Caudillo, el populismo y la democracia.

Por Álvaro Vargas Llosa
The New Republic -
Este trabajo fue originalmente publicado en inglés por la revista The New Republic bajo el titulo de THE FLIP SIDE OF POPULISM--Democracy's Caudillo, en su edición del 19 de junio de 2006.
Hace diez años, escribí un libro titulado “Manual del perfecto idiota latinoamericano” con el escritor colombiano Plinio A. Mendoza y el escritor cubano Carlos A. Montaner. A menudo nos han preguntado cómo logramos ponernos de acuerdo en cada frase. Lo cierto es que no lo hicimos. Tuvimos importantes desavenencias. Como colombiano, Plinio era un gran admirador de Simón Bolívar, el héroe venezolano que liberó a su nación de España a comienzos del siglo diecinueve. Como persona oriunda del Perú, yo sentía recelos ante el hombre que había asumido el título de dictador del país donde nací. En un momento dado, la discusión sobre Bolívar se tornó tan severa que parecía que tendríamos que desistir del capítulo sobre el nacionalismo, en el cual Bolívar--un hombre menudo que bebía poco, bailaba como un dios, jamás fumó, tenía predilección por la hamaca, era un erotómano incurable y apenas empleaba el benigno "carajo" como palabrota--era una figura central. Pero sin ese capítulo, no había libro. Al final, ambos hicimos concesiones para salvarlo.
Este es el tipo de pasiones que Bolívar, el libertador de cinco países sudamericanos (seis si se toma en cuenta a Panamá, que formaba parte de Colombia) sigue despertando. Ni siquiera dos sudamericanos de ideas afines son capaces de coincidir respecto de si fue un gran padre fundador que se adelantó a su época o una de las razones por las cuales América del Sur, dos siglos después de la independencia, vive todavía una infancia política y económica. Mi propia opinión de él se ha vuelto ligeramente más benigna, aunque insisto en que el Libertador fue, además de una fuerza de la naturaleza en términos militares, un déspota peligroso que no comprendía que la mejor manera de evitar aquello que temía--el faccionalismo y la sublevación étnica y clasista contra la elite criolla--era el Estado de Derecho y no un caudillismo ilustrado y autoritario.
La nueva biografía de Bolívar de John Lynch es comprensiva con su personaje--más comprensiva, creo yo, de lo que se justifica por la evidencia que ella misma presenta; pero está impecablemente investigada, es excepcionalmente honesta y genuinamente equilibrada, y está muy bien escrita. La conclusión general a la que nos lleva Lynch es que los fracasos de Bolivar se debieron a factores ajenos a su control, que la gesta del líder de la independencia fue víctima de los tiempos que le tocaron vivir. No estoy tan seguro de esto. Aún cuando superaba a sus pares en muchos aspectos y fue el indiscutible arquitecto del fin de la era colonial, Bolívar personifica el pecado original de las repúblicas latinoamericanas: elitismo, autoritarismo y una pasión sin parangón por lo que denominamos ingeniería social. Bolívar, quien comenzó a luchar por la independencia en 1810 y murió en 1830 solitario, repudiado por las naciones a las que había liberado y desgobernado, fue un mejor imitador de Napoleón que de las instituciones británicas a las que tanto admiraba, un líder en quien el instinto militar ansioso de gloria y orden y el instinto civil favorable a las instituciones de largo plazo convivían en desigual proporción, de modo que el primero doblegó al segundo.
Bolívar fue ciertamente mucho “mejor” caudillo que los demás: más estratégico, visionario, instruido. Pero ocupa un sitial en los anales del caudillismo de América Latina, y el caudillismo es todavía el corazón del problema latinoamericano. Bolívar habría merecido más consideración si hubiese fracasado intentando establecer repúblicas liberales, promoviendo la movilidad social y propiciando la integración desde abajo, en lugar de concentrar el poder en nombre del orden social y dedicar su tiempo a grandiosos -y verticales- proyectos de integración supranacional entre precarios estados sudamericanos forjados sobre sociedades altamente estratificadas.
No hay duda de que Bolívar fue un genio militar, pese a su escasa preparación. Viajó unos 120.000 kilómetros (más que Colón o Vasco da Gama) a través de picos y valles, aprendiendo de sus derrotas, siempre contraatacando, reclutando soldados y reuniendo recursos como fuera posible, explotando las debilidades de sus enemigos y empleando la velocidad para doblegar a fuerzas superiores. Tras dos tentativas fallidas --en 1810 y 1813-- de establecer una república venezolana independiente, regresó de su exilio en Haití en diciembre de 1816 para intentarlo de nuevo. Hacia finales de 1819, Bolívar había liberado a Venezuela y Colombia (por entonces llamada Nueva Granada) y creado una república que comprendía a esos dos países más Ecuador, que todavía se encontraba en manos españolas. En 1822, liberó a Ecuador, eclipsando a José de San Martín, que había liberado a Argentina y Chile, declarado independiente a Perú y puesto los ojos en Guayaquil. En 1824, Bolívar siguió adelante para completar la liberación de Perú antes de sellar la independencia de Bolivia el siguiente año.
La audacia estratégica de Bolívar, combinada con un talento para escoger buenos generales --como Francisco de Paula Santander y especialmente Antonio José de Sucre-- hicieron de él un dirigente irresistible. Como líder militar, tenía fuego en el estómago: él mismo habló del “demonio de la guerra” que lo consumía y de su determinación por ganar de cualquier forma. Pero, por desgracia, el genio militar fue un utópico político y, por ende, un fracaso. Sus grandes designios terminaron en lágrimas. Hacia 1830, Colombia, Perú y Ecuador se habían separado; su intento por crear una confederación andina terminó en una guerra entre varias naciones; y el congreso de Panamá que concibió como el primer paso hacia una federación que abarcase a todo el hemisferio y coordinase la política exterior y resolviese disputas regionales colapsó casi tan pronto como fue inaugurado en 1826.
Pero el “fracaso” de Bolívar no es el problema. Los defensores de Bolívar celebran, más bien, el hecho de que fracasara tratando de unir a América del Sur porque esa derrota hace de él un mártir y convierte a sus enemigos en una versión precoz de la conspiración reaccionaria del siglo veinte contra la revolución progresista. El verdadero problema de Bolívar reside en algunas de sus grandes metas y en su comportamiento político.
Lynch admite que el sueño bolivariano de unir a los distintos países era "ilusorio", pues subestimaba el poder del faccionalismo; pero justifica el esfuerzo de Bolívar por ser un líder supranacional basándose en las necesidades políticas de la hora. "Entendió que la liberación de Venezuela y Nueva Granada no podría ser alcanzada por separado, teniendo en cuenta la capacidad de España para explotar la línea divisoria ...," escribe Lynch. "Un frente unificado tenía entonces que ser protegido contra la contrarrevolución española desde el sur y por lo tanto Ecuador tenía que ser conquistado e incorporado a la unión". Es una interpretación benevolente. Bolívar era un hombre en busca de gloria (dijo que odiaba gobernar tanto como amaba la gloria) con pasión por los asuntos militares que aborrecía la administración y que por tanto desatendió los asuntos de Estado, dejándoselos a sus vicepresidentes para poder continuar con sus aventuras militares. Después de convertirse en presidente de la república de Colombia (conformada por Venezuela, Nueva Granada y buena parte de Ecuador), dejó a cargo a su vicepresidente y no regresó durante cinco años. En ese tiempo, exasperó al gobierno colombiano con constantes solicitudes de dinero del que éste ya no disponía para financiar sus campañas. En medio de esas campañas, se las arregló para enviar cartas dando su opinión sobre toda clase de cuestiones políticas y administrativas de las que se encontraba muy lejos.
En su "Manifiesto de Cartagena", en 1812, Bolívar había hablado de "repúblicas etéreas " en las que las instituciones son edificadas, tal como nos lo recuerda Lynch, sobre "principios abstractos y racionalistas muy alejados de la realidad concreta y de las necesidades de tiempo y lugar". Murió en diciembre de 1830, quebrado y desterrado de su país de origen, refugiado, irónicamente, en la casa de un adinerado español en el norte de Colombia, después de que una serie de rivales políticos explotaran su intento fallido de hacer que la nueva constitución reflejase sus propios intereses políticos y de su efímera asunción de poderes dictatoriales. Para entonces, el legado institucional de Bolívar era precisamente eso: etéreo, alejado de la realidad, una hoja de parra que encubría la autoridad del dictador. "Bolívar no era por naturaleza un dictador", sostiene Lynch, "y no buscaba el poder absoluto como estado permanente". Esto también suena excesivamente benévolo respecto de un hombre que asumió poderes dictatoriales en Caracas en 1813, en Angostura en 1817, en Lima en 1824 y, finalmente, en Bogotá en 1828 después de que fracasara su intento por reformar la constitución de Colombia adoptada en 1821. (Puede discutirse, en cambio, si asumió o no facultades autoritarias en Bolivia durante un muy breve periodo en 1825).
Lynch sugiere que "criticar a Bolívar ... por no ser un demócrata liberal en vez de un conservador absolutista implica dejar las condiciones fuera del argumento". Agrega que de Bolívar "no podía esperarse que consiguiese generar un orden completamente nuevo en la sociedad y la economía dado que éstas estaban fundadas en base a condiciones de largo plazo enraizadas en la historia, el contexto y el pueblo, y no podían ser desafiadas fácilmente por la mera legislación". Una cuestión significativa parece haber quedado de lado aquí: Bolívar no intentó realmente establecer un Estado de Derecho. Sus acciones contribuyeron a ese "caos" general del cual Lynch considera que fue víctima.
Consulté la opinión del historiador Elías Pino Iturrieta, una de las autoridades más respetadas de Venezuela con respecto a Bolívar. Bolívar fue “un aristrócrata bien informado de las tendencias liberales”, me dijo, “pero distanciado del pueblo en términos abismales”. En su carta de Jamaica, en 1815 -explica el historiador-, Bolívar habló de "un nuevo género humano" destinado a ser libre, pero incluía solamente a los aristócratas. Mantuvo esta postura hasta su discurso ante el congreso de Angostura en 1819, cuando confesó su republicanismo y habló de ciudadanía. Mas luego insistió en que los candidatos a la ciudadanía eran ineptos debido a la cultura española. A eso se debe que desease un senado hereditario y un "poder moral" (una cuarta rama gubernativa) cuyo objetivo fuese hacer que los criollos blancos enseñasen virtudes sociales al resto. Aunque sus ideas no eran compartidas por las elites liberales, intentó una reforma institucional que lo hubiese convertido en el "padre de familia" en torno a quien habría girado el destino de la sociedad.
Cuando Bolívar regresó a Colombia tras su largo periplo por Ecuador, Perú, y Bolivia, intentó cambiar la constitución e introducir elementos autoritarios como la presidencia vitalicia y la senaduría hereditaria. Coqueteó también con la idea de coronarse rey. Al final no lo hizo y merece admiración por haber contenido las ínfulas de sus simpatizantes. Pero hay prueba escrita--y Lynch hace referencia a ella— que indica que no era del todo reacio a la idea monárquica (en este aspecto, como en muchos otros, no debe ser comparado con George Washington) y que permitió a los monárquicos considerarla durante demasiado tiempo, fomentando por consiguiente pasiones enardecidas.
José García Hamilton, un estudioso argentino de Bolívar, considera que el Libertador fue consistentemente dictatorial: “En su carta desde Jamaica (1815) y en la Convención Constituyente de Angostura (1819), Bolívar postula un sistema político con presidente vitalicio, una cámara de senadores hereditarios integrada por los generales de la independencia…La Convención de Angostura no aprueba este sistema para Venezuela ni tampoco la aprueba para Nueva Granada la siguiente convención de Cúcuta, pero luego Bolívar, en la flamante Bolivia, redacta personalmente una constitución con esas características, que luego es aprobada para el Perú. Luego pretende que ese sistema se extienda a la Gran Colombia, pero Santander rechaza que esa sanción se haga mediante atas populares, por no ser un procedimiento legal. “No será legal”, contesta Bolívar, “pero es popular y por lo tanto propio de una república eminentemente democrática”.
Hay algo de cierto en la afirmación de García Hamilton de que Bolívar "fue el creador del populismo militar en América Latina, al cual Santander en Bogotá y Bernardino Rivadavia [el presidente de Argentina] en Buenos Aires se oponían". Agregaría que Bolívar menospreciaba a los caudillos y caciques locales que se interponían en su camino solamente cuando éstos no satisfacían sus propósitos. De lo contrario, estaba feliz de ser su aliado. El propio Lynch señala que en 1821 Bolívar "emitió un decreto que en efecto institucionalizaba el caudillismo" mediante el establecimiento de dos regiones político-militares, una al este y la otra al oeste, controladas por dos caudillos que más tarde lo atormentaron a él y al país. Ambos usurparon grandes extensiones de tierra y crearon virtuales dictaduras en sus respectivos feudos.
Bolívar entendía bien las realidades políticas de su época. Arremeter contra todos los caudillos y caciques locales no era una opción. Pero muy a menudo les hizo concesiones que iban más allá de lo que la necesidad política exigía. Hacia el final de su vida, Bolívar se alió con José Antonio Páez, uno de los caudillos a los que había legitimado en 1821, contra los esfuerzos de Santander por institucionalizar la república de Colombia. Santander tenía muchos defectos, pero estaba apuntando en la dirección correcta; Páez era un típico caudillo.
Otros historiadores tienden a coincidir con el tipo de argumento que brinda Lynch en apoyo de los esfuerzos políticos de Bolívar. La historiadora venezolana Inés Quintero me dijo que “su fracaso político se debe a la complejidad de las contradicciones que desató el proceso de independencia. No creo que la dimensión y envergadura de los conflictos que se originaron con la independencia podían ser atendidos ni resueltos de inmediato. Bolívar era un ilustrado con todo lo bueno y lo malo de la Ilustración”.
Pienso que Bolívar agravó en vez de contener esas fuerzas anárquicas y violentas desencadenadas por la lucha independentista. Estaba obsesionado con evitar la pardocracia --una revolución de los mestizos, pardos y negros contra las elites blancas que siguieron gobernando tras la independencia. Siempre había sido consciente de esta división social y de la desventaja numérica de su raza y su clase en una sociedad en la que los negros, mestizos e indios constituían tres cuartas partes de la población. La rebelión de José Tomás Boves y sus sanguinarios llaneros en las llanuras de Venezuela en 1814 —causa del colapso de la segunda república independiente— dejó una marca profunda en Bolívar.
Vivía también obsedido por la revolución haitiana. Dessalines, el ex esclavo, había decapitado a todos los blancos que se interpusieron en su camino antes de ser asesinado en 1806; una guerra civil había producido luego un régimen despótico en el norte y uno más moderado en el sur. Bolívar hablaba en distintas ocasiones acerca de su temor a que una guerra de colores pudiese destruir la república. La obsesión con la prevención de la pardocracia en Venezuela se volvió la fuerza impulsora de todo lo que Bolívar hizo militar y políticamente, incluyendo la decisión de combatir en otros países después de la independencia del suyo, la ejecución de ex lugartenientes como Manuel Piar, su alianza con caudillos locales como Páez y, fundamentalmente, la concentración de excesivas facultades en sus propias manos.
La biografía de Lynch trata muy bien este tema a la vez que justifica el temor de Bolívar a la pardocracia. Un punto importante que no se enfatiza lo suficiente es que el gran logro de Bolívar a comienzos de la lucha independentista fue poner a los pardos, que al comienzo se habían opuesto violentamente a las elites criollas, en contra de España. Juan Bosch, el desaparecido escritor y político dominicano, dedicó un libro entero a esta cuestión, titulado “Bolívar y la Guerra Social”. Hay elementos marxistas en su argumento, pero sugiere de manera convincente que Bolivar desvió la energía de las masas de color de su objetivo inicial--las elites—hacia el enemigo común, el régimen colonial español. Estimaba que mantenerlas en un estado de guerra constante era la mejor forma de gastar esa energía y de alejarla de los líderes de la nueva república. Bosch atribuye a este temor la extralimitación militar de Bolivar. Yo agregaría que su incapacidad para soltar las riendas del poder y establecer instituciones sólidas derivaba parcialmente de esta fijación.
Antes de la independencia, la monarquía española había estado durante años del lado de las clases más bajas y promovido alguna movilidad social, lo que incomodaba mucho a los criollos blancos. Bosch sostiene que "la Guerra a Muerte", una campaña de terror anunciada por Bolívar en 1813 en la que declaraba que incluso los españoles neutrales serían ejecutados, fue un intento por parte del joven general de convertir “la guerra social”—la anarquía, como la él llamaba—en “una guerra de independencia”. A pesar de que la segunda república que resultó de ese esfuerzo fue efímera, la estrategia de Bolívar dio resultado más adelante. Su genio consistió en reencauzar hacia el enemigo la hostilidad popular que se había desatado contra las elites.
Pero al final este encono se volvería contra Bolívar, en parte debido a que boicoteó los esfuerzos liberales por establecer instituciones durables que pudiesen controlar a estas fuerzas, y en parte porque su estructura de poder dictatorial reforzaba, a menudo sin quererlo, la estratificación social de las que esas masas se resentían. El temor a una revuelta racial y clasista llevó al Libertador a adoptar medidas absurdas, como la abolición de las comunidades indígenas en Perú. Pensaba que la abolición de esta forma de posesión comunal de la tierra y la distribución de pequeñas parcelas individuales fortalecería a los indios. Provocó exactamente lo opuesto: el rompimiento de esas estructuras abrió las puertas a través de las cuales las elites locales lograron usurpar las propiedades y concentrar la tierra en muy pocas manos.
En su libro “El Culto a Bolívar”, el académico venezolano Germán Carrera Damas sostiene que de 1812 a 1814 la guerra fue librada por los ricos, de 1814 a 1817 por los pardos y los esclavos, y de 1819 en adelante nuevamente por los ricos, los terratenientes y los monopolistas comerciales. Los caudillos se encontraban bajo su control. En algunos casos, adquirieron tantas propiedades que ellos mismos se volvieron parte de la elite rica. El desatino de Bolivar consistió en contener, en vez de abrir, las puertas de la movilidad social. No reconocía bien la separación existente entre las constituciones teóricas que él y sus hombres sancionaron y la clase de sociedad estratificada que las subyacía. En su visión elitista de la economía, los tenderos y los pequeños comerciantes eran "gente vulgar".
La riqueza estaba atada a la tierra. Como Lynch afirma acertadamente, "en Venezuela, donde la aristocracia colonial se encontraba reducida tanto en número como en importancia, las grandes fincas pasaron a manos de una nueva oligarquía criolla y mestiza, los exitosos jefes militares de la independencia". Así que las caras pueden haber cambiado, pero el sistema permaneció casi intacto, a pesar de alguna movilidad entre los pardos en los campos de la educación y el gobierno. Tras la independencia, unos diez mil blancos de ascendencia española eran los dueños de Venezuela. Medio millón de pardos y mestizos fueron excluidos, muchos de ellos hacinados por la nueva elite en las haciendas y ranchos por una paga mínima.
Algunas de las medidas tomadas por Bolívar fueron justas, como la abolición del tributo indio y de las prestaciones laborales no rentadas, pero para muchos indios esto simplemente significó tener que pagar más impuestos como ciudadanos normales. El verdadero problema residía en que en la práctica ellos no eran iguales ante la ley, eran dueños de muy pocas propiedades y no podían participar de actividades productivas y comerciales propias debido a que los derechos de propiedad dependían esencialmente de la elite gobernante. Bolívar, distraído por las cuestiones militares y obsesionado con contener a la pardocracia, nunca trató de modificar este estado de cosas. Cuando intentó alguna reforma, como en Colombia al restituir a los indios las tierras de las reservaciones, no la hizo cumplir, dejando que los legisladores y administradores lidiaran con los detalles mientras él conquistaba más tierras. Lo que ocurrió en la práctica, tal como Lynch lo demuestra cabalmente, es que la tierra fue enajenada y terminó en manos de los grandes terratenientes. Se perdió una gran oportunidad de crear una sociedad de propietarios. Sin ella, no había esperanza alguna de forjar una república liberal bajo el Estado de Derecho. Los Whigs británicos y los Padres Fundadores de los Estados Unidos, a quienes Bolivar admiraba mucho, comprendían los fundamentos de una sociedad libre de un modo que a él lo eludía.
Lynch atribuye estos defectos a la circunstancia. Pero filosófica y políticamente, las prioridades de Bolívar deberían haber sido distintas. La fijación de límites a la acción del Estado y la descentralización del poder fueron los grandes logros de los Padres Fundadores. El ominoso legado de las luchas por la independencia de América Latina fueron la concentración y la centralización del poder. Cualesquiera hayan sido los otros logros de Bolívar, y tuvo muchos, éste fue un defecto fundamental de su visión y liderazgo.
A diferencia de otros admiradores de Bolívar, John Lynch es justo con respecto de las cuatro sombras que oscurecieron su reputación entre los observadores menos fervientes: su traición a Francisco de Miranda, el precursor de la independencia de América del Sur; la ejecución de cientos de prisioneros en la prisión de La Guaira; la "Guerra a Muerte" en el inicio de la campaña que lo llevó a establecer la segunda república; y la ejecución de Manuel Piar, uno de sus propios hombres, por insubordinación.
Al colapsar la primera república, Miranda fue capturado por Bolívar justo cuando se aprestaba a abandonar Venezuela y entregado a los realistas (moriría pocos años después en una prisión española). La justificación de Bolívar fue que Miranda había capitulado demasiado pronto y que su partida hubiese permitido a los realistas dar marcha atrás en los términos de la capitulación. Lynch no lo justifica y está en lo correcto. El historiador británico es más comprensivo respecto del decreto de la Guerra a Muerte, cuando, habiendo aprendido la lección del colapso de la primera república, Bolívar decidió librar una despiadada campaña a efectos de infundir temor en el enemigo. El decreto finalmente se volvió una autorización general para la represión indiscriminada. Bolívar alentó o toleró la ejecución y la persecución de los españoles y americanos que habían cometido el pecado de permanecer neutrales o no haber sido lo suficientemente serviciales.
La guerra nunca es amable. Pero las tácticas de Bolívar eran particularmente despiadadas: liberó a los esclavos solamente cuando prestaban servicios en el ejército de liberación, saqueó el tesoro y se apoderó de las fincas de otros para financiar sus campañas, decretó la ley marcial para cubrir sus filas con aquellos que no tenían apetito alguno por la guerra y ejecutó a mucha gente. Cuando se enfrentaba a la revuelta de los llaneros que llevaron finalmente al colapso de la segunda república, ordenó la ejecución de unos ochocientos prisioneros en La Guaira. Lynch le dedica poca atención a este episodio y adopta un tono neutral, explicando que fue una acción tomada a la luz de las atrocidades cometidas por el bando contrario.
Más justificada, aunque igualmente ilustrativa acerca de la falta de compasión por parte de Bolivar, fue la ejecución de su aliado Piar, un mulato que había combatido a los españoles en el este. Piar gozaba de su propia base de poder y no deseaba obedecer al liderazgo de Bolívar. El Libertador lo hizo ejecutar, lo que justificó años más tarde con el argumento de que la muerte de Piar era una “necesidad política” porque de lo contrario el ejecutado hubiese iniciado una guerra de “pardos contra blancos". Nuevamente, el temor de Bolívar a un conflicto racial lo llevó a actuar contra Piar de un modo que no empleó contra Santander años después, cuando el revolucionario criollo de raza blanca permitió un intento de asesinato en contra de Bolívar siguiera adelante en Colombia.
Estas acciones fueron parte de una guerra librada por las buenas razones, pero fueron también las características de un líder para quien los fines a menudo justificaban los medios y cuyas metas se confundían con consideraciones atinentes a la construcción de bases de poder en lugar de instituciones. Bolívar veía a Santander, su vicepresidente, como "el hombre de las leyes" y a sí mismo como "el hombre de las dificultades". Es una distinción contundente.
El culto de Bolívar es un fenómeno fascinante—y aterrador—en América del Sur. Ha sido ahora capturado por Hugo Chávez por razones de conveniencia política. (Mientras tanto, Chávez se dedica a socavar la Comunidad Andina de Naciones debido a que este bloque regional no es funcional a su objetivo de abandonar los tratados de libre comercio que algunos de los países andinos han suscripto con los Estados Unidos. Bolívar, que era pro-estadounidense y pro-integración, se estremecería). Durante gran parte del siglo veinte, el culto de Bolívar era de derechas; pero ya no lo es, como lo demuestra la campaña de Chávez en torno al mito de Bolívar. Quintero, que ha escrito acerca de la utilización de las ideas de Bolívar por parte de la derecha y la izquierda, considera que “en los dos casos el procedimiento es exactamente el mismo: la utilización interesada y descontextualizada de las ideas de Bolívar para ponerlo al servicio: unos de la derecha Cesarista; otros de la izquierda revolucionaria”.
Como lo ha demostrado Pino Iturrieta, autor de importantes trabajos sobre la "deificación" de Bolívar, el culto a Bolívar se inició en 1842, cuando sus restos fueron llevados a Caracas. Entonces se convirtió en un profeta que había prefigurado el surgimiento del dictador Antonio Guzmán Blanco en el siglo diecinueve, la tiranía de Juan Vicente Gómez entre 1908 y 1935, la dictadura de Pérez Jiménez entre 1952 y 1958, los gobiernos democráticos que lo sucedieron y, ahora, el chavismo. El vínculo entre el "cesarismo" y el "bolivarianismo" -piensa Iturrieta- comenzó durante el régimen de Gómez en Venezuela, como resultado de un libro de Laureano Vallenilla intitulado “Cesarismo Democrático”, aparecido en 1919 y traducido al italiano durante la era fascista, y aplaudido por Mussolini. Fue también admirado por los publicistas de la Falange en España, entre ellos Giménez Caballero, quien sostuvo que Bolívar fue un precursor de Franco. Por lo tanto, Chávez simplemente ha retomado el culto y transformado a Bolívar en el precursor de su propia revolución. Y ha ligado este artilugio a la liturgia popular que rodea a Bolívar desde el siglo diecinueve. Si Bolívar viviese hoy día, observa Iturrieta, se sorprendería de ver a un zambo, un individuo de origen negro y amerindio, habitando el palacio presidencial y hablando en su nombre.
Uno podría agregar, en contra del culto de la izquierda a Bolívar, que el Libertador no fue un antiimperialista. Constantemente solicitó la protección británica, llegó a ofrecerle a Londres el control de Nicaragua y Panamá a cambio de ayuda contra España, y aplaudió la doctrina Monroe como una forma de mantener a raya las ambiciones francesas y españolas. En un gran ensayo llamado "Marx y Bolívar," el escritor venezolano Ibsen Martínez cita una carta de Marx a Engels en la cual sostiene que Bolívar "era el verdadero Soulouque". (Soulouque fue el revolucionario haitiano que se coronó emperador y estableció un reino de terror en su país). En otros escritos, Marx acusa a Bolívar de ser incapaz de "cualquier esfuerzo de largo plazo".
Martínez documenta el entusiasmo por Bolívar entre los simpatizantes de la dictadura en otros países, y concluye: “Era sólo cuestión de tiempo para que en el país de la teología bolivariana…un teniente coronel demagogo y populista, apoyado por la izquierda militarista…educado en una Academia militar...terminase por cambiarle el nombre a la República de Venezuela”. Se refiriere a la circunstancia de que Chávez ha cambiado el nombre de su país por el de República Bolivariana de Venezuela. El Libertador, un hombre de la elite que creía en las instituciones oligárquicas y que pasó gran parte de su vida procurando evitar la revolución social, es en la actualidad el icono del populismo de izquierda. Debe estar retorciéndose en la tumba.
Traducido por Gabriel Gasave.
Álvaro Vargas Llosa es Académico Asociado Senior del Centro Para la Prosperidad Global en The Independent Institute y editor de Lessons from the Poor.

jueves, octubre 12, 2017

Hispanoamérica ante un nuevo 12 de Octubre. Por José Luis Muñoz Azpiri (h).

Hispanoamérica ante un nuevo 12 de Octubre.  
Por José Luis Muñoz Azpiri (h).
“Hay tres clases de seres humanos: los vivos, los muertos y los que se hacen a la mar”
ANACARSIS (s.VI a.C)
       Apenas fue descubierta América, comenzó la recreación hispánica en el Nuevo Mundo: Ninguna potencia estaba tan capacitada como España para esa empresa civilizadora pues había alcanzado la mayor estatura política de la modernidad, con la unidad nacional, la expulsión de los moros invasores y el desarrollo del proceso cultural que impulsaban sus científicos, comerciantes y navegantes.. España llegaba, pues, en su apogeo nacional y con la ocupación del territorio americano, y se proyectaba en una dimensión evangelizadora, cultural, política y económica.
 En el Nuevo Mundo encontró civilizaciones y culturas que, no obstante su valor relativo en ciencias, artes y organización social, eran incapaces de afrontar la superioridad de España. La falta de una conciencia de su condición histórica y geográfica, el fanatismo religiosos que inferiorizaba la condición humana y el primitivismo cultural que reducía la capacidad expresiva y de comunicación, impidieron la trascendencia del mundo precolombino.
 Pero su realidad étnica y social se fundió con la civilización hispánica para producir un “nuevo género humano” – como dirá Bolívar – en ese mestizaje que definirá su originalidad con la recreación, en términos americanos, de la religión católica, la lengua castellana y la organización institucional hispánica.
Durante más de tres siglos se desarrolló en el Nuevo Mundo una civilización que prolongaba los valores clásicos y cristianos, protagonizados por España con una personalidad propia y que se ensanchaban en América con características tan originales y fecundas como las hispánicas.
 Desde el Océano Pacífico y las costas de la América del Norte hasta las heladas lejanías del Sur, desde el Mar Caribe hasta la Cordillera de los Andes, crecieron pueblos y culturas que, no obstante su heterogeneidad, llevaban un sello de unidad racial y cultural capaz de integrar las notas más diversas de su humanidad.
 Esa civilización se debe ponderar en varios planos. En primer lugar, los ahora denominados “originarios” ( que no lo eran de América sino de las estepas siberianas) se beneficiaron de la igualdad con que España asimiló, durante siglos, a judíos moros y cristianos en un mestizaje racial que es nuestro origen común y que si fusionó, primero, a los aborígenes y los españoles, sumó luego los pueblos más diversos: negros, judíos, árabes, japoneses, italianos, franceses, alemanes y anglosajones y a los que ahora se suman  los provenientes de Lejano Oriente. Toda Iberoamérica comparte esa mezcla, cuyos componentes varían según las regiones y los momentos históricos, sin que se altere la convivencia étnica, hazaña social y cultural que nos singulariza y que se proyecta hoy como una virtualidad ejemplar.
Los pueblos americanos fueron evangelizados por una religión cuyo ecumenismo superó prejuicios e impregnó desde las formas elementales de la vida cotidiana hasta la organización cultural. La sabiduría de la Iglesia contribuyó, además, a preservar los rasgos más valiosos del mundo aborigen pues bautizó símbolos y costumbres, integrándolas en la variedad de la liturgia católica. Sin duda fueron arrasados ritos sangrientos y prácticas viciosas pero gracias a que se evangelizó en las lenguas de los infieles, las crónicas, gramáticas  vocabularios permitieron el rescate de una tradición oral que, de otro modo, se hubiera perdido para siempre, a diferencia del legado de signos, piedras y monumentos que se conservó, incorporado a la civilización hispánica, con valores estéticos que con orgullo podemos considerar propios.
La otra singularidad que une a nuestros pueblos, es la lengua castellana, que llegó a América cuando comenzaba su florecimiento expresivo y artístico y que se impuso por su universalidad frente a los rudimentarios sistemas idiomáticos precolombinos, confinados a la oralidad por la carencia de una escritura alfabética, limitados por el primitivismo de sus contenidos intelectuales y por la ignorancia en que unas culturas se encontraban respecto de las otras, sin más relación que las guerras y el dominio tiránico.
Mediante la lengua castellana, nos liberamos de aquella ignorancia y por encima de cualquier diversidad nos en lazamos en el cono cimiento y la expresión, fundamos nuestra existencia cultural y alcanzamos la verdadera unidad americana: El castellano en América también comportó un mestizaje, por cuanto sin alterar la estructura esencial de la lengua, integramos términos, sonidos y matices autóctonos que enriquecieron nuestra vinculación con España, cuya tradición de pensamiento y belleza, de valores supremos en a épica, la mística y la lírica, asumimos como propia. Gracias a la lengua castellana que nos cristianizaba e hispanizaba, proyectamos la personalidad americana a una dimensión universal, sin mengua de la propiedad de nuestra voz.
Por último, nos singularizó la organización política e institucional, que engarzaba la fundación de la sociedad iberoamericana en el orden jurídico del Estado de derecho más avanzado del mundo moderno. Hacia América se extendió un tejido de leyes que aseguraban los derechos de los súbditos del Imperio, acogidos al monumento jurídico que fueron las Leyes de Indias. con cuya guía se ordenó la nueva sociedad. Heredamos esa tradición y la continuamos, sin que la organización de los nuevos tiempos históricos significara la renuncia de aquel pasado que está en la base de nuestra personalidad institucional.
El mestizaje racial, la religión católica, la lengua castellana y la tradición política, constituyen, pues, los factores de unidad de Iberoamérica: pero tienen una condición: son esenciales, es decir, que no pueden desaparecer con los tiempos, pues están intrínsecamente unidos a los que es la personalidad de nuestros pueblos. El carácter mestizo de la constitución étnica persiste, al igual que la fe religiosa; seguimos hablando en castellano – o en la lengua hermana de Portugal – y la tradición política y jurídica, todavía se conserva, aún con los cambios y modificaciones más extremas.
Hay otros factores que separan a nuestros pueblos, como son las diferencias geográficas, los intereses económicos, algunos rasgos de la psicología socias y, sobre todo, los diversos grados del desarrollo cultural e institucional. Pero son sólo factores accidentales, porque están en permanente cambio y sus caracteres actuales posiblemente serán diferentes en el futuro. Las inmigraciones pueden alterar los matices de las fusiones étnicas, los desarrollos del urbanismo y los cambios económicos y tecnológicos, lo mismo que el progreso político perfeccionarán la índole de muchos países iberoamericanos. Pero estas modificaciones, por más importantes que fueran, son accidentales y no anulan aquellos rasgos que denominamos sustanciales. Podemos ignorarlos, renegar de ellos y hasta repudiarlos, descalificando sus valores, pero jamás podremos anular su realidad, ya que se refieren a la esencia de nuestras sociedades.
Esas características definen rotundamente la identidad iberoamericana, esa fisonomía que viene desde nuestros orígenes históricos  y que no plantea dudas ni interrogantes angustiosos, porque la hemos reconocido siempre a través de “estos cuatro siglos que en ella hemos servido”, como dijo para siempre nuestro Leopoldo Lugones.
Cabe, sin embargo, preguntarse por el futuro de esta personalidad iberoamericana, que con el dinamismo propio de toda sociedad humana, afronta un proceso de desarrollo y cambio. Más aún, valorada nuestra singularidad desde su perspectiva histórica, es urgente inquirir sobre cuál será su destino previsible en un mundo donde no basta la singularidad o la diferencia, es en ese marco de universalidad donde Iberoamérica tendrá que significarse por una contribución que, además de singular y original, deberá ostentar valores superiores.
En primer lugar, quiero llamar la atención sobre un tema que visto desde Buenos Aires – donde cuesta reconocer esa Hispanoamérica que, como decía Enrique Zuleta Álvarez citando a Pedro Henríquez Ureña, comienza en Córdoba… -, no es considerado en toda la importancia que tiene: el mestizaje, étnico y cultural. Como todo lo ocurrido en un largo período histórico, la composición racial de Iberoamérica presenta aspectos conflictivos. La asimilación de los naturales de la tierra a través de la evangelización, la hispanización y la instrucción, que son requisitos ineludibles del progreso está incompleta y hay millones de indígenas marginados. Aún hoy, en la Argentina, se discute el desalojo de las tierras donde habitan por no citar otras zonas como la Amazonia donde han sido sometidos a verdaderas expediciones punitivas. Pero este grave problema no implica que el mestizaje haya caducado, por el contrario sigue siendo el camino de los marginados a la civilización criolla y la posibilidad de renovación biológica de nuestras sociedades, porque la fusión étnica y cultural sigue siendo la clave de un crecimiento pacífico, sin los conflictos raciales de casi todas las regiones del mundo.
En América, el ciclo histórico de los Estados indígenas concluyó con la conquista, pero no su ciclo cultural. Dice Carlos Fuentes que “El repertorio de nuestras insuficiencias urbanas, occidentales, nos aguarda calladamente en el mundo indígena, reserva de todo lo que hemos olvidado y despreciado: la intensidad ritual, la sabiduría atávica, la imaginación mítica, el cuidado de la naturaleza, la capacidad de autogobierno, la relación con la muerte.”
En la actualidad asistimos a cambios sociales profundos. El derrumbe del bloque soviético ha rediseñado políticamente el mapa mundial, con problemas raciales, religiosos y culturales que, aparentemente, habían desaparecido frente a la hegemonía de los grandes países industriales. No han sido así y las viejas civilizaciones son incapaces de renunciar a la “pureza étnica” y a las guerras culturales y religiosas de las cuales la ex-Yugoslavia es su demostración más reciente. En esas circunstancias, Iberoamérica exhibe la solución étnica del mestizaje como un ejemplo de eficacia probada.
Es difícil conjeturar si se puede producir un movimiento de emigración hacia Iberoamérica, como el que hubo en el pasado y que tanto influyó en los países del Cono Sur. Al iniciarse la década de los años 80, en el siglo XIX, la realidad social, cultural, económica y política de la Argentina tendría una profunda transformación estructural a causa de una importante masa de inmigrantes que, a partir de esa década y hasta 1910, tuvo un ritmo vertiginoso. El historiador José Luis Romero caracterizó a este período como “la era aluvional”.
El impacto de la inmigración masiva – analiza el sociólogo Raúl Puigbó – “fue de tal magnitud como para generar una crisis en la identidad nacional, de características diferentes, pero de similar efecto, que la producida en los inicios de la colonización española, por el proceso de mestización, aculturación, asimilación e integración de los componentes étnicos originales – españoles, indígenas y negros – amén de los subproductos derivados de la miscegenación (mezcla de tres troncos raciales – en el caso americano -, mongoloide, caucasoide y negroide) ,hasta conformar un biotipo estabilizado y perfectamente adaptado al escenario físico. Este biotipo original poseía los rasgos caracterológicos y la autoconciencia de su identidad nacional. Este proceso se realizó – coetánea y simétricamente a la homogeneización y a la estratificación de la sociedad rioplatense. El proceso de asimilación se desenvolvió sin conflictos y de un modo progresivo; hasta se puede decir que fue relativamente armónico. El blanco español se constituyó en el núcleo fundamental, que logró imponer rasgos morfológicos al biotipo, así como los valores culturales, la religión, las formas de sociabilidad, las instituciones y la estructura jurídico-política.”
En cuanto al catolicismo hispanoamericano, conserva todas las virtualidades de una religiosidad auténtica, últimamente vigorizada de una forma espectacular e inédita por el magisterio del Papa Francisco, porque desde el Descubrimiento, la Iglesia interpretó el alma primitiva de los aborígenes, los rescató del paganismo y les mostró el camino de la esperanza y la salvación. El catolicismo ha sufrido la erosión de la cultura moderna, sobre todo en los núcleos urbanos más conflictivos, pero superado el extravío de algunos sectores intelectuales por la desaparición del dogmatismo marxista, mantiene sus valores específicos robustecidos desde que hace unos pocos años el argentino Jorge Mario Bergoglio se convirtió en Francisco, Papa universal elegido por el Cónclave en la Capilla Sixtina. Su revolución evangélica, su adhesión radical al Evangelio que ha hecho crecer en forma extraordinaria la cercanía de la Iglesia con la gente en la frontera de la misericordia, con un leguaje a veces fuerte en el combate contra la exclusión social, la desigualdad, la marginalidad en todos los niveles, el descarte de los débiles, pobres y sufrientes, componen un   mensaje incómodo que fastidia y mueve al rencor a muchos sectores conservadores.
En cuanto a la lengua castellana, es un factor central de la unidad hispanoamericana. Superados los temores de anarquía lingüística, las comunicaciones y la cultura han consolidado el nivel de normalidad idiomática, y la lenguas castellana se establece como el instrumento principal para la educación de los pueblos, el desarrollo de sus posibilidades creativas y el ingreso a una dimensión universal de la cultura.
Nuestros pueblos hablan y leen el mismo idioma, y a la hispanización por medio de la lengua ha sido el pórtico a través del cual ingresamos, con títulos análogos a los peninsulares, a la cultura hispánica y a sus valores ideológicos y artísticos que ahora son tan nuestros como los españoles.
Gracias al castellano que poseemos en América, son nuestros Cervantes, Fray Luis de León, Quevedo, Galdós, Azorín, Maeztu y los Machado, y los hispanoamericanos podemos enorgullecernos tanto de los humanistas del Barroco mexicano como de la prosa Romántica de Sarmiento y Martí. Las dos transformaciones principales de la lírica hispánica en el siglo XX se debieron al nicaragüense  Rubén Darío y al chileno Pablo Neruda; el humanismo literario hispánico cuenta con una personalidad mayor como la del mexicano Alfonso Reyes y bastarían los nombre de Leopoldo Lugones, Jorge Luis Borges y Leopoldo Marechal para caracterizar la contribución argentina a un panorama literario que hoy resplandece en la narrativa del colombiano Gabriel García Márquez y de los mexicanos Carlos Fuentes y Octavio Paz, como algunos de los ejemplos de la originalidad y el valor de la siembra de la lengua castellana en América.
Es probable que uno de los aspectos más criticados de la realidad hispanoamericana sea el de la organización social y política. Enrique Zuleta Álvarez lo atribuye al espíritu mimético de nuestra clase dirigente que no logró un sistema que pusiera de acuerdo las teorías con los reclamos de paz, justicia, progreso y libertad que comparten todos los pueblos. Hemos padecido una inestabilidad crónica, jalonada por revoluciones y tiranías que arrojan, al cabo del medio milenio del Descubrimiento, un balance de equilibrio muy difícil.
Quizás no supimos continuar la tradición de realismo político que España infundió en América y que solo declinó cuando hacia fines del siglo XVIII, la propia Metrópoli cedió en su temple imperial. “La capacidad y el saber de la clase política – continúa Zuleta Álvarez – no ha sabido recoger en fórmulas estables algunos datos esenciales que vienen desde nuestro fondo histórico: el igualitarismo republicano que debe coexistir con el reconocimiento de la excelencia de las élites, el personalismo, que exige la unión de la eficacia con la ética, el orgullo nacional que repugna la sumisión y la inferioridad, en fin, esas bases reales de la sociedad iberoamericana que debieran recogerse en sistemas políticos animados por la voluntad de vivir con honra, de acuerdo con el derecho y la razón, sin estar sometidos a la humillación de la fuerza y la violencia”.
Los iberoamericanos conservamos casi intacta nuestra capacidad de idealismo y no hemos renunciado a proyectos políticos que satisfagan las exigencias sociales auténticas. En una escala universal no somos inferiores a ningún pueblo y no hemos cedido a la tentación de abusar del poder en aventuras exteriores, ni justificamos las tiranías ni los odios, de modo que nuestras debilidades y desaciertos no son peores que los de muchos que se exhiben como faros de la libertad y el progreso.
Es imperativo respetar los dictados de la índole propia y a no inclinarnos frente a las modas ideológicas, siempre fugaces y cambiantes. Por ello nunca insistiremos bastante en la urgencia de aprovechar nuestra experiencia del pasado para extraer de allí las lecciones que puedan iluminarnos.
Desde la conmemoración del Quinto Centenario, Iberoamérica puede y debe culminar un juicio sobre su lugar en la historia, una rendición de cuentas donde el saldo de los fracasos no impida valorar y ponderar las contribuciones positivas. Lejos estoy de establecer un juicio o tan siquiera una ponderación de ese proceso, de modo que las reflexiones que expongo solo apuntan a algunos hechos que en los últimos tiempos han cobrado una curiosa e inusitada trascendencia.
Parto de dos ejes centrales: el primero es el reconocimiento de la obra de España en América pues, como dije, es nuestro pasado ineludible. Negar la presencia de España en América es negar mi presencia y la de muchos que para esta fecha se anotan en el coro  lacrimógeno de la ópera del “genocidio”. Y el segundo es la ponderación de lo que Iberoamérica ha desarrollado a partir de aquella tradición.
Este punto de vista responde a la constante diatriba y esmerilado de de la obra de España en América, que ya no responde a una vetusta y arcaica “Leyenda Negra” ya desacreditada por la moderna crítica historiográfica, sino también a la actitud de algunos poderosos sectores oficiales de la propia España, que han renunciado a la gloria posible de la hispanización de América y concluye con un retorno imposible a un estado edénico, utópico a las civilizaciones precolombinas; bastante lejanas, por cierto, de un inexistente Paraíso perdido.
Esta campaña, cuyo origen y características no alcanzamos a comprender, y que algún día habrá que estudiar en una sociología de la cultura, con un análisis semántico de sus principales argumentos, no tiene un propósito científico. Ninguna historia presentó jamás la que se ha llamado “la Leyenda Negra”, estamos ante un panfleto propagandístico, un libelo, una crítica que desprecia la verdad histórica, con una sentencia ideológica dictada antes de toda consideración imparcial.
Nos enorgullecemos de nuestra “Romanitas” y no por ello manifestamos acuerdo con los sangrientos juegos de circo. Recordamos al Imperio romano por su obra jurídica y política y no por sus guerras de conquista. Nadie ha juzgado con ese criterio la historia de la humanidad, jalonada por una violencia inherente a la especie humana. Nunca se negó que la conquista de América implicó muertes, abusos y violencias de toda índole. En una América sembrada de conflictos interétnicos, que solo conocía la fuerza, la imposición del nuevo orden hispánico sin duda acarreó injusticias y crueldades, pero España nunca las justificó y, por el contrario, ha sido la única nación en la historia, que enjuició sus derechos y acciones y las sometió a los tribunales de la religión, la filosofía y el derecho, para vigilar y corregir su empresa política.
Reducir la acción ibérica a la codicia y el fanatismo no solo es una injusticia sino un desatino y una absoluta imbecilidad, que no les interesa rechazar a los sectores ya aludidos de la España actual, cuya falta de solidaridad son su propia tradición no queremos calificar, pero que nos interesa a nosotros los hispanoamericanos de hoy, porque venimos directamente de aquellos años fundacionales y tenemos el derecho de juzgar sobre las luces y sombras de nuestra propia historia.
España volcó sobre América todo lo que tenía de más valioso en cultura y sociedad y junto con la religión y la lengua, sembró el Nuevo mundo de ciudades, universidades, catedrales, leyes, instituciones, ciencias y artes. Aborígenes y españoles pagamos por todo ello un precio de sangre y violencia, pero quedó un legado que transformó nuestra condición humana y desde esa perspectiva debemos juzgar esta nueva conmemoración.
Las acusaciones absurdas de genocidios, podrían extenderse a toda la historia humana, comenzando  en Occidente con el Viejo Testamento y aún antes sin otro resultado que una incomprensión absoluta de la realidad. Nadie ha negado jamás las inevitables luchas entre españoles e indígenas que dirimían la modificación del mundo, pero sería insensato pretender que en esa época se hubiera hecho de otro modo, sobre todo cuando el ejemplo de la ferocidad, el sectarismo cruel y la intolerancia de los otros países europeos en sus guerras religiosas y de conquista, enaltecen, por contraste la España que conquistó América.
Pero cuando callaron las armas, comenzó la creación del mundo criollo, donde mestizamos sangres y culturas en esa realidad nueva que nos define. Por eso no somos indios ni tampoco españoles, somos lo que Vasconcelos bautizó como “Raza Cósmica” compuesta a través de España, por un torrente ibérico, mediterráneo, griego y romano, cristiano, pero también árabe y judío y por los ” Centinelas del silencio” que habitaban  las selvas, llanuras, montañas y pampas del aquel Mundo Perdido, profetizado por el latino Séneca. De esa mezcla estaban hechos esos antepasados lejanos que hoy se pretende que neguemos.
La mayor injusticia que podríamos cometer con nuestros pueblos sería proponerles volver al pasado. Los retornos no existen en la historia, pero aún si fuera posible ¿Renunciaríamos al lugar que hemos ganado, a través de España, en el concierto universal ¿Renegaríamos del mensaje evangélico que predica con renovados bríos un Papa surgido en el confín austral del Nuevo Mundo y que manifiesta a un Occidente adormecido y embriagado en los espejismos del consumismo, para retornar a cultos bárbaros, con dioses crueles y fatídicos, cuya desaparición permitió la esperanza y salvación de los esclavos? ¿Abandonaríamos a nuestra eufónica y melodiosa lengua castellana para volver a desaparecidos dialectos sin escritura ni memoria, donde sólo podría recogerse una sabiduría silvestre, confinada a los rincones de un mundo que ha desaparecido para siempre? ¿Vaciaríamos nuestra idiosincrasia cultural criolla cultural criolla de todo lo que tiene de hispánico, desde nuestros nombres y apellidos hasta las formas del pensamiento y el arte, como la jota y el flamenco, con su océano de refranes, coplas y romances que recorre Iberoamérica, desde el corrido mexicano hasta el joropo venezolano, la guabina colombiana, la marinera peruana, la cueca chilena, la zamba, la chacarera y al milonga argentinas? La sola mención de estas alternativas, terribles si no fueran pueriles, basta para comprender el absurdo de un indigenismo tan regresivo como felizmente imposible.
La construcción de esta Iberoamérica, frustrada y exitosa, incompleta y siempre en busca de una perfección soñada, se basa en una obra de civilización que España emprendió en el Nuevo Mundo con lo mejor y peor que tenía, es decir, con todo. Los que quedaron aquí, dejaron su progenie y sus huesos, hicieron su fortuna o su desgracia, medraron o fracasaron y los aborígenes se les fueron sumando en un lento proceso de fusión que aún no ha concluido. Juntos hemos vivido estos cinco siglos, que no fueron iguales como dice una lacrimógena y tendenciosa canción, juntos hemos extendido la cultura y empujado la barbarie (en sentido Morganiano) hasta sus últimos confines y cuando logramos nuestra Emancipación, no lo hicimos para renegar de nuestra herencia inalienable de fe, lengua y cultura, sino para continuarla pero con títulos propios. De ese origen venimos los hispanoamericanos y no los peninsulares de hoy, fascinados con un europeísmo a ultranza, y por esa razón es nuestro privilegio reivindicar esa historia.
Incorporada al mundo civilizado con los valores que hemos tratado de ponderar, Iberoamérica se presenta ante la historia universal con sus grandes personalidades y la vergüenza de sus errores, que no son peores que las de muchos poderosos de la tierra, y aun cuando queda mucho por conquistar, solo podremos hacerlo si conservamos nuestra originalidad, nuestra personalidad de sello hispánico, declarando y asumiendo el nombre y el apellido con que nos presentamos ante el mundo. No lo haremos sometiéndonos a las modas políticas y culturales o abdicando de nuestra identidad histórica.
Dice Zuleta Álvarez: “Conservar la heredad significa adelantar en la conquista de los ideales que resplandecen en todo lo que Iberoamérica ofrece al mundo como su contribución más valiosa. Mucho es lo que nos queda por hacer, dentro de nuestro propio mundo. Hay territorios por integrar, sociedades y países que aún esperan la plenitud de su independencia y soberanía y millones de iberoamericanos que aguardan la liberación de las tinieblas de la ignorancia por medio de la fe y la cultura. Hay una humanidad sometida a la miseria, la marginación y el abandono, iberoamericanos que todavía no ejercen la plenitud de sus derechos porque no hemos logrado la organización estable de nuestras sociedades políticas, dentro de las cuales deberá consolidarse esa convivencia fraterna en la libertad y la justicia.”
Nos hicieron creer en un supuesto “Fin de la Historia” y en la sepultura de los relatos y sin embargo, vemos en este principio de siglo que todo lo que parecía muerto – religiones, regiones, memorias, lenguas, sueños – estaba intensamente vivo, coincidiendo con todo aquello que identificará a la modernidad, desde internet hasta un diseño industrial, desde la fibra óptica hasta un teléfono celular.
De la forma en que coexistan estas dos realidades, de la voluntad de ensamblarlas sin mutilaciones de ningún tipo surgirá el perfil de nuestro continente en las próximas décadas.