La relación entre el campo y el resto de la sociedad nunca fue fácil. Hubo un tiempo en el que podíamos hablar de la “oligarquía agropecuaria”, de un sector improductivo que vivía de la herencia. Eso éramos los argentinos en París, “tirando manteca al techo”, “teniendo la vaca atada”. Creo recordar el asombro de estar leyendo “Viaje al fin de la noche”, de Ferdinand Celine, y encontrar una mención parecida a “rico como un argentino”.
La tierra fue lo primero, generó riquezas, dio de comer en las guerras, nos hizo famosos por los graneros y los ganados.
Algunos imaginan que por eso alguna vez estuvimos en la línea de largada de los importantes. Puede ser cierto, claro que toda esa productividad sin una clase dirigente no servía para nada. Parecido a algunos emiratos que corrieron la carpa y sacaron petróleo, una cosa es la renta y otra muy distinta la producción.
Y ese agro se enamoró de París y copió sus palacios, compró su arte y admiró sus costumbres. Nunca quiso dejar paso a la revolución industrial, esos conservadores jamás dejaron que la democracia los involucrara. Así terminaron enojados con Irigoyen y con Perón, los humildes no entraban en el espacio de su proyecto.
El agro engendró una conciencia de clase superior, no fue capaz de tener una dirigencia que contuviera al resto de los mortales. Conquistaron el desierto pero no forjaron una sociedad de iguales. La inmigración los asustaba y algunos se animaron a enfrentarla, pudieron ser conservadores mientras finalmente las fuerzas armadas terminaron siendo su propio partido.
En el retorno de Perón intentamos imponer una ley a “la renta normal potencial de la tierra”, una manera de obligarlos a producir. El mundo fue cambiando y se invirtieron los famosos “deterioro de los términos de intercambio”, idea según la cual las producciones irían eternamente devaluándose frente a la tecnología. En esa inversión encontramos una esperanza de desarrollo, y nos pusimos a forjar una nueva concepción agropecuaria.
De pronto, vimos sembrar hasta los costados de las rutas; el campo se había convertido en una fuerza productiva imparable.
Ese campo fue capaz de imponer su propia tecnología, desde el silo bolsa a la siembra directa fue encontrando las respuestas a sus propias necesidades.
Fue entonces que chocó contra el kirchnerismo, contra la voluntad del poder sectario e improductivo por degradar todo lo que no se sometía a su voluntad. Recuerdo haber dicho en aquel momento, “entre la soja y las tragamonedas me quedo con la soja”, y un gobierno que duplicó el juego se creía con derechos a imponerle su voluntad al sector agropecuario.
El kirchnerismo logró el milagro de unir a todos, desde la antigua y refinada Sociedad Rural hasta los pequeños y dignos productores de la Federación Agraria. La burocracia contra la producción, típico enfrenamiento que había terminado con todos los intentos de marxismo.
El peronismo tuvo sus errores, pero siempre se basó en la producción, la idea de que “quien no produce al menos lo que consume”, y en esta modernidad el agro nos saca del eterno y sin sentido conflicto entre el campo y la industria. Se integran ambos, nace lo nuevo que es generar riqueza juntos.
El campo se equivocó, como nos pasó a todos. Arrastra la deuda de pedir perdón por el dictador Onganía entrando en carroza a la Rural, y años más tarde la silbatina a Raúl Alfonsín. Pero hoy es una energía imparable, es el único sector donde los productores no solo no compiten sino que se reúnen para intercambiar sus experiencias. El agro avanzó más que la misma industria, genera las riquezas necesarias para darle vitalidad a nuestra economía.
Hay mucho para debatir, no estoy en nada de acuerdo con el decreto del presidente Macri que amplía el margen de compra de tierras para los supuestos “inversores extranjeros”; hay que vender la producción, no la estructura productiva. Ya arrastramos experiencias de extranjerización que nos dejaron en una dolorosa decadencia.
Fuera de eso, el campo es esencial en todo proyecto de unión nacional tan importante en el presente. Y él tiene una deuda con el resto de la sociedad, que así como fue capaz de forjar su propia tecnología debe ser responsable de imponer la imagen que se corresponde con su esfuerzo y con sus logros, tan necesaria para imitar en otros sectores de la sociedad.
El capitalismo debe generar su propia mística, el agro tiene mucho digno de admiración y respeto en su estructura que sintetiza lo mejor de las tradiciones con lo más avanzado de las tecnologías gestadas en su propio laboratorio de la práctica cotidiana.
El kirchnerismo fue capaz de engendrar una mística sobre el ñoqui y la corrupción, sobre el fanatismo y la frivolidad, sobre las tragamonedas y la obra pública entregada a los amigos. Si se puede inventar un relato sobre semejante estropicio es solo culpa nuestra no hacerlo sobre espacios que tienen sobradas virtudes para reivindicar.
Somos un país capitalista con dos enemigos, una burocracia que odia a los que producen y un sector privado que al concentrarse lleva al límite de la injusticia al mismo capitalismo.
Debemos defender la iniciativa privada tanto como la dispersión de las inversiones. El agro sigue siendo un sector productivo que no cayó todavía en manos de la concentración desmedida. Esa es una de sus virtudes; la otra, la más importante, es la riqueza que genera para el sostén de la sociedad.
Merece una imagen acorde con sus virtudes, de ellos mismos depende su formulación.
Publicado en Diario "Los Andes" de Mendoza, martes 2 de Agosto de 2016.
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