Corría el año 1450 cuando a Johannes Gutenberg se le dio por crear un aparato que pudiera hacer en un par de horas lo que a un hombre le podía llevar meses o hasta años: imprimir un libro. Menos de 50 años después, había más de doscientas máquinas repartidas por Europa y una circulación de aproximadamente 15 millones de libros. Gran parte del viejo continente abandonaba el analfabetismo y se adentraba en un espiral centrípeto hacia el conocimiento colectivo de historias y teorías que terminarían acelerando el fin de los absolutismos.
Sin embargo… En la Rusia zarista y en el imperio Otomano, todo lo que tuviera que ver con maquinas de impresión era mal visto. En el mundo islámico se utilizó la excusa religiosa: imprimir era pecado. De paso, cañazo, se garantizó el trabajo de los escribas. En Rusia, la primera máquina de impresión llego dos siglos después de su invención, pero fue convenientemente destruida. Esto llevó a que algunos autores (Asa Briggs, Peter Burke) consideraran que la imprenta no iba a prender en territorios analfabetos. Otros autores más recientes (Daron Acemoğlu, James Robinson) no contradicen el antiguo argumento, pero suman una cuestión netamente política: no generar conflictos que compliquen la conservación del poder. No importa que Rusia fuera cristiana ni que los otomanos creyeran en el islam: primero fue la excusa de no dejar sin trabajo a los escribas, luego, con la llegada de las revoluciones liberales a la europa occidental, la principal razón fue preservarse de ideas foráneas y occidentalistas.
Por cuidarse de no dejar sin laburo a los escribas, los que se negaron a la imprenta por siglos (no hubo en Turquía hasta 400 años después de su invención) se perdieron de la posibilidad de poner a personas a laburar en cosas que hasta entonces no existían. Y es que la imprenta no sólo no dejó sin laburo a los escribas (era tan poco lo que producían a mano y tan poca la gente con dinero para pagarlo que nunca perdieron su fuente de ingreso) sino que, además, aparecieron los linotipistas, los primeros diseñadores y los fabricantes de letras. Los ingenieros consiguieron un nuevo nicho al tener que diseñar máquinas cada vez más grandes, mientras que los productores de papel no dieron abasto generando una demanda cada vez mayor de materia prima que terminó haciendo rentable la tala de árboles. El sector comercial también se vio beneficiado con la multiplicación de carpinteros fabricantes de bibliotecas y las librerías iniciaron una proliferación que generó empleos de correctores, editores, libreros, cadetes y demás. Sin embargo, todo esto es secundario al dato más crudo: en los territorios que adoptaron la imprenta, desaparecieron los analfabetos. Increíblemente, el proceso se dio de la mano de la aparición del Protestantismo. No es casual que para fines del siglo XVI, todos los lugares donde existían imprentas el catolicismo se encontrara cuestionado: Alemania, Holanda, norte de Italia, norte de Francia y gran parte de las islas británicas. Y es que en la puja cristiana, los protestantes consideraron que la mejor forma de captar adeptos era dando a leer la Biblia para que entendieran de primera mano. Y para eso necesitaban imprentas y personas que supieran leer. Los territorios católicos se negaron, por la misma razón que la Rusia ortodoxa o los países árabes: mantener el statu quo.
Para cuando los comunistas llegaron al poder en Rusia, el analfabetismo era bestial. Hoy se encuentra entre los países con plena alfabetización, a fuerza de la fuerza. A pesar de la adquisición tardía de la imprenta, Turquía y los países árabes permanecen en el furgón de cola del ranking de países alfabetizados, con los resultados en tolerancia, respeto por los derechos civiles e integración a la vista.
Así como estas líneas abordan el tema de la imprenta, podría haber hablado de la llegada de la luz eléctrica, la máquina a vapor, las hilanderías, los automotores a explosión por combustión, la aeronavegación, el ferrocarril o la mismísima Internet. Se llama destrucción creativa y es inevitable. Se puede aceptar con altura y prever los cambios a realizar antes de que nos tape la ola, se puede esperarla con decencia a sabiendas de que deberemos dar un paso al costado cuando llegue, o se puede tomar el camino más ridículo: resistirla. Y es que, como se ha probado una y otra vez desde la aparición de la imprenta, negar un cambio no impide que este ocurra. Nosotros, obviamente, hemos optado por el camino de la negación, aunque no siempre fue así.
En esta Argentina en la que nos acostumbramos a vivir en un eterno devenir del presente continuo, del clima electoral permanente que caldea la pelea por el cumplimiento de lo inmediato por sobre lo necesario, no es de extrañar que los sindicatos sigan dominando nuestras vidas aunque ni nos encontremos afiliados. Aquí es donde el Estado y los gremios se han dedicado una y otra vez a presentarnos como “protección de la industria” lo que en realidad fue y es, lisa y llanamente, el cagazo absoluto a entrar en la dimensión desconocida de lo nuevo. Lo hemos visto con Uber, del que primero nos dijeron que era ilegal porque no tenían seguro por pasajeros, ni registro profesional. Hoy cuentan con ambas cosas, pero siguen prohibidos y sus directivos perseguidos por el mismo Estado y los taxistas que, lejos de mejorar sus servicios, sólo exigen la eliminación de la competencia para seguir cazando en el zoológico. Existen teléfonos inteligentes desde hace 10 años, Internet comercial desde hace casi tres décadas y tarjetas de crédito desde la década de 1950, pero no pudieron prever que en algún momento la tecnología podría cuestionar el arcaico sistema comercial del taxi. Siguen sin aceptarlo.
Mientras tanto, la inmensa mayoría de los gremios discute conceptos imposibles de abordar desde la lógica, como una paritaria generalizada nacional de la que también es víctima cualquier empleado de cualquier empresa: si se fija un aumento nacional que no pretenda arruinar al empresario menos fuerte, se perjudica al que trabaja en un lugar que puede pagar más. Nadie gana, sólo el empresario que paga menos.
Mientras los sindicatos del transporte anuncian que se plegarán a la huelga general de abril, pasa desapercibido que en Estados Unidos ya funcionan camiones sin choferes. Sí, nos parece ciencia ficción. Sin embargo, en el mundo hay cerca de 26 ciudades con líneas de subtes sin conductores. No, no pasó este verano y nos lo perdimos: la primera línea automatizada data de 1967. Y acá, mientras debatimos la personería gremial de los metrodelegados del subte, nadie se atreve a decir lo obvio: sus trabajos son obsoletos, al igual que cientos de empleos que han ido desapareciendo con el paso del tiempo, incluso en Argentina.
Nunca supe qué se sentía que dejaran las botellas de leche en la puerta de casa, como tampoco me enteré cómo era alumbrar la vivienda con luz de gas, velas o cebo, ni tengo idea de cómo era la vida en blanco y negro. Pero a mí también me tocó y en mis 35 años de vida vi desaparecer el negocio del cassette, de la radio a transistores, de los linotipos, de los dibujos animados artesanales, de las agendas, de la guía Filcar, de los directorios telefónicos en papel, de los diskettes grandes, de los diskettes chicos, de las páginas amarillas, del modem telefónico, de la videocassettera y el universo de los videoclubes, del fax, del teléfono a disco, de las máquinas de escribir, de los bippers, de las cámaras fotográficas a rollo, del cospel telefónico y de los teléfonos públicos luego, de las máquinas manuales de boletos en los colectivos, de las máquinas automáticas de boletos en los colectivos, de los walkman, de las antenas de televisión y de la televisión analógica, del correo personal en papel, del contestador automático, de los avisos clasificados, y un listado que podría seguir por horas. Lo que no ha desaparecido es el motivo de sus existencias. Las personas se siguen comunicando por escrito o por voz, aún guardan sus recuerdos en fotografías y videos, viajan en transporte público, escuchan música mientras caminan, miran tele, buscan qué comprar, anuncian qué vender y buscan la mejor forma de llegar rápido a algún lugar. Porque lo que importa no es el objeto sino para qué sirve.
Gran parte de los sindicatos de la historia han sido desplazados junto con los productos que producían o servicios que brindaban. Sin embargo, el índice internacional de pobreza nunca estuvo en proporciones tan bajas como la de las últimas décadas.
Sindicatos que surgieron de la asociación de trabajadores dedicados a la producción o servicios de inventos que cuando aparecieron generaron una masacre laboral. El gremio de los telegrafistas no desapareció: se reconvirtió en el sindicato de las comunicaciones. Los camioneros aniquilaron el 70% de la necesidad ferroviaria de transporte en la década de 1940. Sí, en el gobierno de Perón tras seis meses de huelga ferroviaria. Se perdieron miles de puestos de trabajo en los ferrocarriles, pero surgieron cientos de miles en los vinculados a la industria del camión, entre los mecánicos, la fabricación de insumos, los productores de caucho, los metalúrgicos, los productores de asfalto y hormigón armado, y, obviamente, los puestos de sánguches a la vera de la ruta. Si todos hubieran tenido el espíritu pétreo de los últimos tiempos, sus propios sindicatos nunca habrían nacido.
Si fuera por la voluntad de los sindicatos y los políticos temerosos a los conflictos, en Argentina nunca habría llegado la iluminación eléctrica, ni habríamos tenido la primera línea de trenes subterráneos del hemisferio sur, ni adoptado el colectivo. Los radioteatros y el cine nunca habrían hecho pie para cuidar la quintita del teatro, la televisión sería un atentado a la industria del cine y la radio, la Internet tendría el equivalente a la bomba de hidrógeno para todos, la venta de lavarropas jamás se habría autorizado para no dejar sin laburo a las lavanderas, y toda invención que mejorase la salud sería el aniquilamiento de los trabajadores de las salas velatorias y cementerios.
Hemos tenido intentos a lo largo de toda la historia: en la década 1870, se produjo un debate furibundo en el senado argentino por la implementación del telégrafo y su impacto en el sector de los trabajadores postales. Ganó la posición de la innovación tecnológica impulsada por el senador y ya expresidente Domingo Sarmiento. Mantener la ficción de que un puesto de trabajo es necesario a pesar de que su función quedó en otro estadio del paso de la historia, no es enaltecer la dignidad del trabajo: es pagar por lo que no es necesario. O sea, dar limosna. Y honestamente, no veo la dignidad de la limosna.
Y a los trabajadores de la educación también les pasará, no así a los docentes. Pero en una era en la que las telecomunicaciones vía Internet podrían reemplazar las travesías de transitar kilómetros para asistir a la escuela, los preceptores como Baradel no tienen razón de ser. Entre tanto, pueden seguir aparentando que representan a los trabajadores que ni se afilian mientras juegan a ser el cuarto poder, y que Argentina está en un planeta distinto, donde el tiempo no avanza y en el que los sindicalistas y los empresarios comparten el mismo gustito por conservar la fábrica de hielo mientras piden la pena de muerte para quien se compre una heladera.
Nada concentra tanto rechazo en las encuestas como el sindicalismo argentino. Nada ni nadie. Pero eso parece que no lo detectan cuando captan “el termómetro de la calle”. Surgieron como herramienta para exigir trato humano, crecieron como garantía de trabajo en el marco del progreso y se convirtieron en la garantía del atraso frente al progreso del hombre. El futuro promisorio es el presente hambriento que se los devoró.
Martedì. Nadie es imprescindible.
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