Hedy Lamarr, la diosa que inventó el Wi-Fi.
"Soy mujer por encima de cualquier otra cosa". Y
qué mujer. Hedy Lamarr fue la inventora de un sistema secreto de
comunicaciones, femme fatale, cleptómana, políglota, posiblemente espía,
experta en arte y, con permiso de Gene Tierney, la actriz más bella de la
Historia del Cine. De todo eso, y de muchas otras cosas, incluidas sus
correrías sexuales y sus seis matrimonios con sus seis divorcios, da cuenta su
autobiografía Éxtasis y yo, publicada en España por primera vez de la mano de
Notorius Ediciones.
En 1965, a sus 51 años y navegando viento en popa a toda
ruina, Lamarr firmó un contrato de 200.000 dólares por publicar sus memorias,
un proyecto editorial patrocinado por la Metro Goldwyn Mayer para relanzar su
carrera (o terminar de hundirla, quién sabe). Para ello recurrieron a los
habituales negros literarios, en este caso Leo Guild y Cy Rice, que grabaron 50
horas de entrevistas con la actriz. La diosa de mármol que fuera Dalila en la
gran pantalla estaba más delgada que nunca, perdida entre su adicción a las
pastillas, sus visitas al psiquiatra y el peso de las deudas.
El resultado fue calificado por ella misma como
"ficticio, falso, vulgar, escandaloso y obsceno". No tardó en
denunciar a la editorial para intentar parar la publicación, pidiendo 10 millones
de dólares por daños y perjuicios. Perdió el litigio (firmó el contrato antes
de leer el libro), y esa ficción, la de la actriz superficial y sexualmente
insaciable tanto con hombres como con mujeres, se convirtió en la única verdad
posible sobre su atribulada existencia.
Pese a las licencias que se tomaron Guild y Rice, incluidas
transcripciones completas de sus sesiones de psicoanálisis y confesiones
sexuales dignas de una novela romántica de serie B, el libro desenmascara la
endiablada maquinaria de Hollywood, entre los efluvios del champán y las
resacas de las fiestas en las que se firmaban y rompían acuerdos. Éxtasis y yo
también dibuja el fascinante recorrido vital de la mujer que conquistó la fama
gracias al cine y la inmortalidad, ya en el último tramo de su vida, gracias a
un invento que es la base de las comunicaciones modernas, Bluetooth y wi-fi
incluidos. "No temo a la muerte porque no temo a nada que no
comprendo", afirmó Lamarr. Como bien dice Diego Moldes en el prólogo, una
reflexión "digna de un metafísico, pura escatología teológica".
Queremos creer que esa era la auténtica Hedy... aunque nunca lo sabremos.
Nació en Viena en 1914 con el nombre de Hedwig Eva Maria
Kiesler, hija de un banquero y una pianista judíos, pero el mundo la conoció
con el nombre que le puso el productor Louis B. Mayer poco antes de desembarcar
en Nueva York. El revuelo de periodistas para recibirla en los muelles de la
Gran Manzana estaba justificado: pese a tratarse de una actriz europea de
escasa trayectoria en el cine, suyos eran el rostro y el cuerpo desnudo que
aparecían en Éxtasis, la primera película en mostrar en primer plano el momento
álgido del orgasmo femenino.
Rodada en 1933 por el cineasta checo Gustav Machatý, el
filme provocó las iras de sus padres, de su marido por aquel entonces -Fritz
Mandl-, del papa Pío XI y de toda la maquinaria censora del puritanismo yanqui,
que mantuvo prohibida su exhibición durante más de 20 años en varios estados
del país.
La niña desgarbada que había estudiado en las mejores
escuelas privadas de Austria y Suiza persiguió su sueño de ser actriz viajando
a Berlín y colándose en un ensayo del dramaturgo Max Reinhardt con la ayuda de
un joven Otto Preminger. Sobre el escenario del teatro es donde la descubrió
Fritz Mandl, uno de los hombres más ricos de la época, dueño de una fábrica de
armamento que suministraba material de guerra a las tropas de Hitler y
Mussolini, calificados por Lamarr como "extravagante" y
"presuntuosillo", respectivamente.
Dos años duró aquel primer enlace matrimonial de la actriz,
que relata en el libro su estatus de esclava sexual en la lujosa mansión del
empresario, hasta que consigue escapar a París con una maniobra digna de
película de Hitchcock: cambió de criada para elegir a una que se pareciera a ella,
ensayó sus gestos y su manera de andar, le administró un sedante, se puso su
ropa y logró escapar sin ser vista hasta la estación de ferrocarril.
"Había jugado a tenerme prisionera. Yo jugué a escaparme. Él perdió".
Cuando las cosas se pusieron feas en Francia, Londres fue la
siguiente escala y de ahí, el salto a Hollywood de la mano del más familiar de
los estudios. "Las nalgas de una mujer son para su marido, no para los
espectadores", le espetó el mandamás de la MGM en su primera entrevista en
referencia a Éxtasis. Su sensualidad, sin embargo, siempre fue utilizada como
reclamo. Desde Argel (1938), donde seducía a Charles Boyer luciendo su famoso
turbante, Lamarr fue elegida para interpretar a todo tipo de mujeres exóticas,
objeto de deseo del clásico héroe americano blanco. El verdadero éxito tardó
algo en llegar, pero mientras tanto logró establecerse como morena de rompe y
rasga al lado de estrellas como Clark Gable, James Stewart o Spencer Tracy.
Ella misma se queja de su falta de criterio con los guiones,
y lamenta haber rechazado los papeles de Casablanca y Luz que agoniza,
vehículos para el lucimiento de la que fue su gran rival fuera de la pantalla,
Ingrid Bergman. Algunas de las películas que sí hizo merecieron mejor suerte,
como su favorita, Noche en el alma, de Jacques Tourneur, o La extraña mujer, en
la que da vida a la más fatal de las mujeres fatales.
En 1949 le llegó el papel que la consagraría
definitivamente, el de cortadora de melenas en Sansón y Dalila, el colosal
delirio camp de Cecil B. DeMille y su mayor éxito de taquilla. Por lo menos
gozó de la gloria antes de su declive, en un Hollywood no tan distinto del
actual, tan cruel con sus estrellas femeninas que sabía cómo hacerlas
deseables, etéreas, dignas de las fantasías más inconfesables de la población
masculina, para después condenarlas al más cruel de los olvidos cumplidos los
40.
Por extraño que parezca, la autobiografía no revela ni el
más mínimo detalle de su faceta como inventora, así que el crítico Guillermo
Balmori aprovecha el epílogo para explicar los pormenores de la técnica de
encriptación que desarrolló junto al músico George Antheil, conocida como
"Salto de frecuencia", pensada inicialmente para teledirigir
torpedos, pero que ha acabado contribuyendo decisivamente a las comunicaciones
modernas.
Y es que la actriz fue mucho más que una estrella de
Hollywood. Como ella misma explica, "cualquier chica puede ser glamourosa.
Lo único que tienes que hacer es quedarte quieta y parecer estúpida". Hedy
Lamarr era, precisamente, todo lo contrario.
Publicado en Diario "El Mundo" de España.
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