MAINQUÉ, Argentina — Nadie pensaría que el árido valle de
río Negro, en el extremo norte de la Patagonia, es una glamurosa región
vinícola. Y es que hay muchos más manzanos y perales, además de álamos, que
vides. Asimismo, los restaurantes, los hoteles y los asiduos seguidores de la
vida viticultora que cabría encontrarse brillan por su ausencia.
Pero no fue el glamur lo que atrajo a Piero Incisa della
Rocchetta a río Negro. Fueron las cepas de pinot noir, además de una tierra
prometedora, un clima deslumbrante y el sueño de crear una finca vinícola
autosostenible como lo hizo su abuelo, el marqués Mario Incisa della Rocchetta,
en Italia, hace 50 años. El marqués creó sassicaia, una mezcla de cabernet que
rompió paradigmas y probó que se podía lograr la grandeza en Bolgheri, sobre la
costa toscana.
Los sueños y la riqueza heredada han alimentado más de un
intento por producir vino, pero ninguno en un lugar tan poco atractivo ni con
una idea tan descabellada como un pinot noir argentino. A diferencia de muchas
empresas emergentes, la finca Bodega Chacra de Incisa produce vinos que en
definitiva son dignos de la atención que su historia familiar pueda suscitar en
principio.
Argentina es conocida por una variedad: el malbec. El estilo
que prevalece en estos vinos, que se cultivan principalmente en la provincia de
Mendoza, al noroeste, es la antítesis de un buen pinot noir: es muy afrutado,
opulento y casi siempre posee una elevada concentración de alcohol con notas de
madera. En cambio, un buen pinot noir se caracteriza por su elegancia y
delicadeza, algo que Incisa ha logrado obtener con sus vinos de Chacra en solo
una década.
Un Treinta y Dos 2012, elaborado a partir de cepas de pinot
noir plantadas en 1932 por inmigrantes italianos, es transparente y delicioso,
grácil y ágil con sabores a frutas rojas y flores atenuadas por minerales. Un
Cincuenta y Cinco 2013, de cepas plantadas en 1955, tiene un equilibrio bello y
es floral, con un gusto umami, ese quinto sabor de origen oriental que
permanece cuando los demás se diluyen. Incluso el vino de mayor producción de
Incisa, el Barda 2014, elaborado de vides más jóvenes, comparte las
características ácidas, florales y enérgicas, pero sin la profundidad adicional
de los demás pinot noirs.
Aunque es posible que el pinot noir no se asocie con
Argentina, no es desconocido. Hace cincuenta años, relató Incisa, en la
Patagonia se plantaron más de 1618 hectáreas de cepas de pinot noir. La mayoría
de esas uvas se usaron para producir vinos espumosos. Chandon Argentina, por
ejemplo, una subsidiaria de la productora de champaña Moët & Chandon, ha
producido vinos espumosos en Argentina durante más de 65 años. Sin embargo,
esta variedad se encuentra principalmente en otras regiones. Para el año 2000,
dijo Incisa, quedaban menos de 202 hectáreas de pinot noir en la Patagonia.
Con las parras que aún quedan, se produce el pinot noir que
Incisa probó en una cata ciega en 2001. Se sintió sorprendido al probar el
vino, elaborado por Hans Vinding-Diers, un consultor vinícola holandés, para
Humberto Canale, un productor emergente de la Patagonia. Fue tal su impresión,
que se decidió a ver el origen de esas uvas; en 2004 logró visitar ese lugar.
Encontró un antiguo viñedo de pinot noir que se remontaba a
1932. El clima seco, la fresca brisa que parecía soplar sin descanso desde los
Andes al poniente y el brillo de los rayos de sol lo deslumbraron. Aunque se
podría decir que río Negro es un desierto, rodeado de arroyos que bajan desde
las montañas, los colonizadores británicos irrigaban la región a través de
canales en el siglo XIX.
A Incisa le preocupaba el estado de las vides, desatendidas
hacía mucho tiempo, y del terreno (gravilla, arena, piedra caliza y arcilla)
que se veía gris y sin vida. Decidido a correr el riesgo, compró el terreno y
las vides, y se dispuso a construir su finca. Desde entonces ha complementado
las vides más viejas con diversos viñedos adicionales de pinot noir.
“Fui el tonto con la dosis exacta de no saber lo que no
sabía”, comenta Incisa mientras recorre los viñedos, ahora vivos con árboles,
abejas, murciélagos y otros signos de un ambiente saludable, resultado de la
viticultura biodinámica. “Tal vez tenía en mente salirme de la trayectoria
familiar, que era muy privilegiada, pero que no suponía un gran reto para mí.
Además, me apasionaba el pinot”.
Incisa, de 48 años, sabe adaptarse a nuevos entornos. Nació
en Bolgheri y pasó su infancia en esa ciudad y en Florencia. Estudió en un
internado en Suiza, la universidad en California y ahora vive entre la
Patagonia, Nueva York e Italia.
Cuando se estableció en la Patagonia, encontró una especie
de guía en Vinding-Diers, que entonces tenía su propia marca, Bodega Noemía,
que produce malbec patagónico. Vinding-Diers le permitió usar su bodega hasta
que acabó de construir la suya. La primera cosecha de Incisa fue en 2004, y la
llamó Chacra, un término regional que significa “finca agrícola”.
“Quería usar una palabra local”, dijo. “Aquí soy más bien un
extranjero”.
A pesar del estado de las vides y del suelo, relata Incisa,
los viñedos traían ciertas ventajas. En el fresco clima patagónico no existía
ninguno de los problemas habituales: humedad, hongos ni pestes. A diferencia de
las vides en la mayoría de los grandes viñedos de Europa y el mundo, que se
injertan en pies estadounidenses para combatir la amenaza de la filoxera —un
pulgón que arrasa con la vid—, las cepas de Incisa, incluso las más jóvenes que
plantó para complementar a las más añejas, no están injertadas.
“Sabemos que es un tanto arriesgado”, dijo, “pero si una
parra de 84 años está bien, suponemos que no hay por qué cambiar”.
Para seguir la costumbre local, Incisa plantó hileras de
álamos alrededor de los viñedos y entre los distintos bloques para protegerlos
de los incesantes y fuertes vientos. Plantó cultivos de cobertura entre las
filas de parras para que absorban el calor del sol veraniego y ha esculpido el
follaje sobre los viñedos para que las uvas maduren poco a poco en la brillante
luz.
“Estamos buscando algo femenino y más delicado, en lugar de
grande y tánico”, explicó, “siempre quiero frescura y buena acidez y, en
consecuencia, baja concentración de alcohol”.
En la bodega baja de arenisca que construyó Incisa, las uvas
se manipulan lo menos posible. Se fermentan en tanques de cemento alineados con
resina epoxídica, incluyendo en su mayoría todo el racimo, junto con levaduras
indígenas. Posteriormente, el caldo se añeja en barricas de roble francés hasta
que se embotella. Los vinos no se refinan ni se filtran y reciben una dosis
mínima de dióxido de azufre como conservador. Incisa está experimentando con
cuvées pequeños a los que no agrega nada de azufre.
A medida que ha ganado confianza como vinicultor, sus vinos
se han vuelto más precisos y transparentes. Ha dejado de usar roble nuevo,
cortado tempranamente y se ha vuelto más delicado en la bodega.
“No es cuestión de estar bien o mal”, dice, “sino de gusto personal”.
Trabajar casi en medio de la nada (la ciudad más cercana,
Neuquén, está a más de una hora en auto) y en la economía argentina, que a
veces es disfuncional, presenta sus retos. El equipo es difícil de reparar o
sustituir, y la falta de asistencia técnica significa que Incisa y su equipo
local deben arreglárselas solos.
“Aprendes a salir adelante con lo que tienes, conservar, ser
eficiente. Tratas de que todo sea barato, local y bueno para el medioambiente”,
expresó.
La vinicultura puede ser peligrosa. En 2012, mientras
trabajaba en su bodega, Incisa resbaló de la orilla de un tanque y cayó de
espaldas al piso, donde permaneció por horas hasta que se dieron cuenta. Sufrió
una fractura múltiple en la pierna y estuvo en una silla de ruedas durante tres
meses.
Decidió que la vida era demasiado corta para no tomar
riesgos. Se aventuraría a producir los vinos que quería.
“El accidente fue lo más hermoso de mi vida”, dijo. Le dio
perspectiva a su proyecto: “Hemos necesitado varios milagros para que esto
funcione. Me apego más al proceso que al resultado”, agregó.
Sus vinos de 2015 prometen ser los mejores. Al catarlos
desde las barricas, donde continúan añejándose, son frescos y enérgicos con
crocantes sabores frutales y esa cualidad llena de sabor, que ya es
característica.
Sin embargo, persuadir al resto del mundo para que se
interese en un pinot noir argentino ha sido todo un reto. ¿Con tantos pinot
noir buenos en todo el mundo, por qué alguien bebería este?
“Con suerte, lo probarán quienes son curiosos. Es una cara
distinta del pinot noir”, contestó.
Publicado en la página del Diario "New York Times" en español, 21 de enero de 2016.
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