La UCR: De Marcelo al ‘Chino’. Primera Parte.
Con la caída de Yrigoyen el 6 de septiembre de 1930, los radicales entran en un espiral de indefiniciones que hoy en día siguen inconclusas. Qué es el Radicalismo? Y qué intereses representan?
El “Viejo Peludo” de Calle Brasil lo tenía bien en claro. El Radicalismo tenía un papel para la Historia, inclusive la continental; Debía cumplir un papel ejemplar en el Gobierno, moral, justiciero y popular; y la estructura del partido le respondía sin ambajes: Cosa que se cumplía muy a medias. El Partido, su estructura orgánica, era un berenjenal constante resuelto en los triunfos electorales y el ‘patriarcal’ liderazgo de Hipólito. Con su caída, y posterior muerte, todo se fue a la miércoles.
Marcelo capitalizó esa acefalía casi que ungido por el viejo Jefe. Nacido en 1868, contaba ya 63 años al volver al país y entrevistarse con el Dictador Uriburu: “Marcelo”, le dijo Von Pepe, “El Partido es tuyo, pero nada de la chusma yrigoyenista”. Ya sea que le molestó que lo ‘marcelonearan’, ya sea que al porteño de la élite, nieto de ilustres figuras como don Carlos y Ángel Pacheco, no le gustó el trato del salteñito, ya sea que le dio un ataque radical y popular, Alvear no le hizo caso.
El caso de Marcelo, estudiado siempre a medias, sacando la mediocre biografía de Falucho Luna, comparada con la de Hipólito, muy menor, es tal vez único en la Historia. Un hombre con pergaminos propios, emparentado por familia con las más ilustres del páis, malquerido en el partido por ‘oligarca’, destratado por la aristocracia por volcarse al ‘plebeyismo’, y zarandeado por Yrigoyen, quien lo trataba como a su niño mimado, pero siempre recalcando lo de niño.
En todo eso pensaba Alvear, seguramente, cuando Uriburu le quiso dictar lo que debía, y observaba como Justo le sonreía amablemente mientras le clavaba el puñal soterráneamente. No! Maximo Marcelo Alvear no había nacido para ser segundo de nadie, y era tiempo de demostrarlo.
El caso de Marcelo, estudiado siempre a medias, sacando la mediocre biografía de Falucho Luna, comparada con la de Hipólito, muy menor, es tal vez único en la Historia. Un hombre con pergaminos propios, emparentado por familia con las más ilustres del páis, malquerido en el partido por ‘oligarca’, destratado por la aristocracia por volcarse al ‘plebeyismo’, y zarandeado por Yrigoyen, quien lo trataba como a su niño mimado, pero siempre recalcando lo de niño.
En todo eso pensaba Alvear, seguramente, cuando Uriburu le quiso dictar lo que debía, y observaba como Justo le sonreía amablemente mientras le clavaba el puñal soterráneamente. No! Maximo Marcelo Alvear no había nacido para ser segundo de nadie, y era tiempo de demostrarlo.
Venía de hacer una presidencia ejemplar, elegido a dedo por Yrigoyen, con el cual fue distanciándose por cuestiones singulares. El Caudillo no podía aceptar la autonomía del Presidente, y éste, protocolar y republicano, mucho menos que su cargo fuera una escribanía de calle Brasil. Miraban las cosas de manera diferente, en casi todo, pero mantuvieron las formas, entre ellos al menos, mientras el Partido sufría una nueva ruptura. Los que la provocaron, armados en su Presidencia (1922-1928), hicieron causa con Justo, su ministro, en 1931. Los yrigoyenistas estaban descorazonados.
¿Y adónde fue a meterse Alvear, a sus 63 años, con una tranquila estadía en París? A la chusma, para convertirse en el Don Marcelo de los pobres, el demócrata de la República, la esperanza de que todo tiempo pasado puede ser mejor. Los que no le querían, le recalcaban su Alvear: Pa’ recordarle que los había abandonado (los oligarcas) y los que no aceptaban sus formas de conducción (pa’ recordarle que era un oligarca). Han sido muy injustos con él. Alvear no era un hombre de dobleces (alguna que otra, señor/señora, es un político de la madre, no un apóstol de Jesucristo) , era franco y sin ambajes. Los forjistas que lo mataban por haber desviado “la línea” del Partido podían decírselo en la cara. Los recibía y se recontra puteaban, diciéndose de bonito, nada. Se carajeaban, y a ninguno se le ocurría sacar los pies del plato. Alvear no echó a nadie del Partido. Todos eran radicales para él, aún los que no le respondieran, y él, con sorna, y ternos, gran puteador si los hubo, decía “este pibe, qué queré, le falta”. “Con Honorio, que se acuesta con todos y piensa que con una confesión se santifica”. Así se lo dijo a Frondizi, alguna vez, a los cordobeses, que le pedían mayor anchura, a los jóvenes que empezaban a nuclearse en su contra. Se sentía a gusto entre punteros, mandando como Patrón de Estancia, llevando la conversación a intereses mutuos, con la pibada, con aquellos intelectuales destacados que le reconocían su prosapia; Con los propios y con los extraños, no era capaz de provocar agachadas ni abusar de la trampa para hacer daño: Si lo sabrá el trampero de Justo, quien le hizo las mil y una, agarrado con una pendeja entre sábanas, hija de un empresario poderoso que pensaba invertir en una obra crucial de su gobierno. Las fotos fueron a parar a Alvear: Se las mandó con un amigo en confianza en sobre cerrado: “Decile a Agustín que tenga más cuidado”, con una sonrisa socarrona.
Alvear fue un gran Jefe, sí, Jefe, del Radicalismo. Los que pregonan por Illía o por Alfonsín, le deben una disculpa histórica.
En esa cruzada religiosa que todavía los radicales, hoy, los que se consideran así, tienen en su corazón, Alvear cumplió con creces su parte. Si Alem fue el Profeta y Don Hipólito el Pedro y Pablo donde se edificó la Iglesia, Marcelo no desentonó como Papa. El problema para los radicales presentes, es que han montado culto de un cura de Parroquia, al que se le prenden todas las velas. Pero así es la historia, y uno la viene a contar, sin desmitificarla, porque el Radicalismo, aún hoy, sigue siendo, en quiénes se consideran así, un espíritu inmatable, una llama inapagable. Muerto Alvear, ese espíritu y esa llama, fue alimentada, aún por otros, fundamentalmente por el Chino Tripero de La Plata: Don Ricardo Balbín.
Alvear y Balbín compartieron tribuna en la campaña electoral que le fraguaron al Radicalismo en 1937. Ingenuamente creyó Marcelo que no le iban a hacer fraude. Pensó que esas cosas no se le harían a él, ¡A un Alvear!. ¿Desde cuándo un mitrista apichonado pero mitrista al fin, se para en medios?: Justo hizo lo que creyó prudente, osando todas las habidas y por haber: Impuso sucesor, y andá a cantarle a Gardel. Con esa derrota, se fue apagando el viejo Marcelo. Pero continuó bregando, porque le iba la vida en ello.
COSAS DE MARCELO;
Marcelo y Alvear, ésa es la cuestión.
Alvear estaba enamorado de Radicalismo. Y cuando estaba enamorado, era Marcelo, o Don Marcelo, ¡El Pelado!. Seguramente quien lee estas líneas podrá criticar mi énfasis en recalcarlo, en que pierdo la seriedad historiográfica en sentimentalismo nostálgico: Lávese las nalgas, no estamos acá para agradar, estamos para pelear por lo que creemos. Alvear estaba convencido que el partido, ya para él el Radicalismo es un Partido, seguía siendo un camino que debía transitarse sacando las piedras, arrastrando a la gente, de ser necesario, porque el papel que le adjudicaba a su Fuerza Cívica era la redención de la República.
Los radicales tienen un metejón con eso de la redención republicana, que en los casos de Alem e Yrigoyen iba más allá, y hablaban directamente de la Nación. Creían en las buenas artes de la Constitución para solucionar el drama argentino, como buenos alberdianos, Digo alberdianos, porque la palabra liberal está muy bastardeada hoy en día. Mas cuando ven que con eso no alcanza, les salta un frenesí federalista de los viejos tiempos, y portan armas, estandartes, y van a la guerra, a matar o morir, carajeando y sacándole la lengua a la parca.
Los radicales tienen un metejón con eso de la redención republicana, que en los casos de Alem e Yrigoyen iba más allá, y hablaban directamente de la Nación. Creían en las buenas artes de la Constitución para solucionar el drama argentino, como buenos alberdianos, Digo alberdianos, porque la palabra liberal está muy bastardeada hoy en día. Mas cuando ven que con eso no alcanza, les salta un frenesí federalista de los viejos tiempos, y portan armas, estandartes, y van a la guerra, a matar o morir, carajeando y sacándole la lengua a la parca.
Ahora cuando Marcelo era Alvear, y su virtud cívica entroncaba con ser razonable, dilapidaba sus quilates. Y no porque se rebajaba, es porque perdía enjundia. Cuando Savarese le dice que las coimas por la CHADE van a destrurir el Partido, se calienta: Vaya y distribuya que yo sé muy bien lo que el partido necesita! Ahí Marcelo perdió los estribos y el rumbo, y el Radicalismo perdió su alma. Esa alma impoluta que habían creado alredor de Yrigoyen. Justo, conocedor del paño, sujeto maravilloso para cantar la justa, jeh, otro desprestigiado al pedo, que debe ser analizado en tiempo y forma, expresó: Son el primer partido de la Historia que se corrompe en la oposición.
¿Lo sabía Alvear? ¡Claro que lo sabía! Estaba apretado en la hora, y no se detuvo a calibrar lo que significaba para la historia y para sus laureles el permitir la coima. Y he ahí, en su peor hora, que se nos revela su mejor actuación. Y Ud ahora me dirá que me he vuelto loco. Pues no, porque la historia tiene poco de moral, vaya a la Iglesia o a su madre, a pedírsela. Acá estamos hablando de otra cosa.
¿Hubiera hecho lo que hizo Marcelo? Claramente no. Por eso estoy escribiendo esto en un blog que leen, como mucho, cincuenta personas, y no conduzco un partido que significa millones. ¿Eso lo justifica, lo explica? Tampoco. ¿Entonces?
¿Hubiera hecho lo que hizo Marcelo? Claramente no. Por eso estoy escribiendo esto en un blog que leen, como mucho, cincuenta personas, y no conduzco un partido que significa millones. ¿Eso lo justifica, lo explica? Tampoco. ¿Entonces?
Llega un momento en la historia de todo personaje público, donde la encrucijada es letal. No hay más que dos opciones. Sentado, y abatido, con la mano de Regina apoyándole el hombro, sintió la presencia de los fantasmas del más allá. Leandro lo palmeó a Hipólito, “ahí lo tenés a tu pollo”, con una sonrisa burlona y despiada. Afligido, Yrigoyen le hablaba: “Marcelo, Marcelo”, le repetía. Alvear le agarró la mano a su mujer, y gritó: “¡Qué carajos querés que hiciera, Yrigoyen!, ¿Dejar el partido en la tranquera?, ¿Aislado, vencido, sin opción de volver a ser? No, yo no soy como ustedes: Yo tengo que hacer lo que tengo que hacer”. Se enlodó hasta los tuétanos, se hizo cargo para la historia de la barrabasada, y siguió adelante. Otras voces lo juzgarán con dureza. Y seguramente me encuentro entre ellas. No se lo han perdonado, a Marcelo. Ni aún en la pobreza material que terminó sus días. Los radicales son ávidos de incorruptibilidad. Y está bien: Pero a veces se necesita de esas miserias para sobrevivir un tiempo, aunque la culpa cristiana azote nuestra conciencia.
La reconstrucción de un Partido.
El Radicalismo que Alvear se apresta a conducir en 1931, estaba en jaque. Su papel en la historia, gigante hasta 1930, empieza a diluirse en las tramoyas del Régimen regresado. Alvear tenía que resucitar la vieja mística que se perdía en la larga agonía de Yrigoyen.
Dejando la historia y las ganas de volver a ganar elecciones, había que reconstruir la fuerza cívica capaz de volver a hacer los milagros de antaño. El partido estaba quebrado, era una entelequia tironeada de reclamos populares y necesidades propias. Los antipersonalistas más enconados se fueron con Justo o hicieron rancho aparte; Los antipersonalistas alvearistas, esperaban todo de él; Los yrigoyenistas con votos le miraban de reojo; las patriadas de los últimos hipolitistas iban perdiéndose en el camino; El partido se tenía que reconstruir.
Él nunca había estado en ese rol. Fue un brillante lugarteniente de Yrigoyen, que esperó la Presidencia en el ’16, que lo tuvo que cachetear al elegido para que agarrara cuando se hacía el Rosas, que se fue del páis cuando le ofrecían el ministerio de guerra. Su Presidencia no se abocó a organizar el partido, de eso se encargaron Gallo y Melo haciendo desastres. Criticó duramente a Yrigoyen por el golpe “Gobernar no es payar”, no es parloteando que se gobierna, es haciendo. Fue la critica más artera y la que mejor describió el proceso de 1928-1930: “Llegó con los votos que necesitaba en el ’16 pero doce años más viejo”, dirá después.
Todo eso está en crisis en 1931. Encima, Yrigoyen vivo. Lo pizarreaban; Todo caudillito con votos y aceptado en las tertulias de Yrigoyen le hacía la contra. Él se iba a Europa cada tanto, esperando su momento, para no tener que codear a personajes de segunda que le arrimaban el ‘bochín’. Cuidadosamente tejió su telar. Al principio operaba para él Ortíz, que viendo que Alvear se perdía en “el populismo” le abandonó agriamente. Nubló a los últimos ministros y jefes del Caudillo, durmió a Honorio recordando su pasado mitrista, y que no le daba el piné. Se hacía rogar. Terneaba (puteaba en buen castellano) cuando le jugaban contra, cuando armó la Convención de Santa Fe y le armaron una Revolución en sus narices. A todos decía que sí, para conformarlos, y entenderlos. Y el Viejo se murió en una de las manifestaciones populares más extraordinarias de los tiempos. Los que quedaban le seguían marcando la cancha, Justo no se la hacía fácil: De La Torre y Palacios, a quien hizo votar, ganaban favores entre el gentío, mientras él apenas aparecía. Falucho Luna le reclama que Lisandro ocupó un papel porque él se ausentó del debate. Es posible. Pero ningún Valdez Cora le dispara a un Alvear, y el Pueblo no se la juega por otro que no sea Marcelo. Él lo sabía más que ninguno. Ya no era el oligarca plebeyado, ni el galerita de la mesa servida: Era el Patricio del Pueblo.
Como el Rosas del ’29 o el Adolfito Alsina de tiempos posteriores. Tal vez le faltara el espíritu nacionalista que el Tirano protector de su abuelo, o las triquiñuelas del hijo del masón; pero tenía sus mañas y su gente pa’ jugar su chance en la ruleta de la política nativa. Como Rosas, Adolfito, o Yrigoyen, se estructuró en la provincia de Buenos Aires para mandar el partido. Santa Fe, donde el antipersonalismo había construido su propia clientela, le siguió. Con ese eje, dejó a un lado, sometido a Sabatini, quien nunca pudo hacerle sombra, y a la trenza porteña, yrigoyenista, que se le había atrevido al propio Caudillo. En las provincias sus retratos iluminaban las parroquias que los radicales llaman comités. El papado de Marcelo (a diferencia del apostolado del Caudillo) entendía de las miserias humanas de los que hacen política. Construyó en las convenciones y en sus reelecciones en el Comité Nacional una ‘caterva’ de seguidores rayanos a la genuflexión, pero que eran pilares de una forma de defender la vieja esperanza. Jauretche, con menos votos que Ud. y yo, con sapienza, sí, pero creído más que los cajones de verduras en donde daba furiosas arenga, se lo recuerda sin tapujos. UCR alvearista, UCReduccionista, UCR apaciguada. Allá Arturo con sus cosas en el sótano de Lavalle, además ya se habían puteado por el tema como narré oraciones ha. El otro Arturo de Bs. As. le marcaba que debía volver a la línea intachable de Yrigoyen: “¿Ud me va a dar la plata que necesito para gobernar, doctor Frondizi, Usted? Se me hace el nacionalista pero no lo veo vistiendo ponchos de vicuña: Sus trajes son todos de sastre europeo”. Daba en la tecla del realismo total. Y también soñaba, y soñaba a lo grande, como la gran plataforma electoral del ’37, que reivindicaba cosas que ni el propio Peludo se atrevió a manifestar.
En esa campaña, la presidencial del ’37, la del fraude escandaloso, un joven platense arengaba los mitines con una fuerza bíblica que Alvear admiraba. Lo palmeaba al muchacho, “bien mi’jo”, le decía cachetéandolo con una palmada paternal. Fue su momento cumbre. Hasta Sabatini, caudillo a la vieja usanza, envidió como en Córdoba Alvear era vivado hasta el delirio.
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