Reitero un análisis sobre dos tipos de feminismos bien distintos por cierto. Uno consistente con la tradición de pensamiento liberal y su eje central de respeto recíproco y el otro que la emprende contra los derechos de las personas.
Con toda razón nos repugna y alarma la idea de la esclavitud. Nos resulta difícil aceptar que se pudiera implantar esa institución a todas luces espantosa e inaceptable, pero a veces se pasa por alto la esclavitud encubierta de la mujer en la época del cavernario machismo. Contemplemos la situación de un ser femenino que tuviera alguna ambición más allá de copular, internarse en la cocina y zurcir. Imaginemos a grandes personas como Sor Juan Inés de la Cruz que sugirió asistir a la universidad vestida de varón para poder estudiar y que finalmente lo hizo en el convento, acosada por los atropellos de las mentes inquisitoriales de sacerdotes nefastos que no soportaban que sobresalga una mujer. Esto en el contexto de lo que consigna Octavio Paz en su formidable biografía de esta persona excepcional: “La versificación de Sor Juana es una de las más pulcras y refinadas del idioma”.
Imaginemos más contemporáneamente a la extraordinaria Sophie School objeto de burlas por ser mujer y por señalar los asesinatos del nazismo en una notable demostración de coraje al distribuir material sobre la libertad en medios universitarios del nacionalsocialismo (fue condenada a muerte, sentencia ejecutada de inmediato para que no dar lugar a defensa alguna). Más cerca aún en el tiempo, imaginemos a la intrépida periodista Anna Politkovskaya, también vilipendiada por ser mujer y asesinada en un ascensor por denunciar la corrupción, los fraudes y el espíritu mafioso de la Rusia después de salir del infierno comunista.
Pero sin llegar a estos actos de arrojo y valentía extremos, la mujer común fue tratada durante décadas y décadas como un animalito que debía ser dúctil frente a los caprichos y desplantes de su marido, sus hermanos y todos los hombres que la rodearan. Han sido vidas desperdiciadas y ultrajadas que no debían estudiar ni educarse en nada relevante para poder hundirlas más en el fango de la total indiferencia, embretadas en una rutina indigna que solo resistían los espíritus serviles. En otro plano, debe subrayarse de modo enfático el horror de la cobardía criminal más espeluznante y canallesca de abusos y violaciones.
En realidad, dejando de lado estas últimas acciones delictivas y volviendo al denominado machismo, en algunos casos todavía se notan vestigios de trogloditas a los que no hay más que mirarle los rostros cuando hace uso de la palabra una mujer sobre temas que consideran privativos del sexo masculino. Todavía en reuniones sociales se separan los sexos en ambientes distintos: unos para reflexionar sobre “temas importantes” y otro para hablar de pañales y equivalentes. Hay todavía maridos que no parecen percatarse de las inmensas ventajas que le reporta el intercambiar opiniones con sus cónyuges formado un equipo para hacer frente a todos los avatares y andariveles de la vida. Los acomplejados sienten que pierden posiciones o son descolocados si se le diera rienda suelta a las deliberaciones del sexo femenino. En verdad son infradotados que solo pueden destacarse amordazando a otras.
Lo dicho para nada subestima al ama de casa cuya misión central es nada menos que la formación de las almas de sus hijos, por cierto una tarea mucho más significativa y trascendente que la de comprar barato y vender caro, es decir, el arbitraje a que usualmente se dedican los maridos como si se tratara del descubrimiento de la piedra filosofal, en lugar de comprender que se trata de un mero medio para, precisamente, formarse y formar a sus descendientes.
La pionera en el feminismo o en otros términos la liberación de la mujer de la antedicha esclavitud encubierta, fue Mary Woollstonecraft que murió al dar a luz a Mary Godwin, la autora de Frankenstein que contrajo nupcias con Percy Shelley (el del poema “Power, like a desolating pestilence/ Pollutes whate'er it touches”). Aquella extraordinaria precursora escribió en 1792 A Vindication of the Rights of Women, libro en el que se leen párrafos que contienen los siguientes pensamientos: “¿Quién ha decretado que el hombre es el único juez cuando la mujer comparte con él el don de la razón? Este es el tipo de argumentación que utilizan los tiranos pusilánimes de toda especie, ya sean reyes o padres de familia […] Pero si las mujeres deben ser excluidas sin tener voz ni participación en los derechos naturales de la humanidad, demostrad primero, para así refutar la acusación de injusticia y falta de lógica, que ellas están desprovistas de inteligencia […] Deseo sinceramente que desaparezca de la sociedad la diferencia entre los sexos, salvo cuando se trate de relaciones amorosas […] En la Teoría de los sentimientos morales del doctor Smith [Adam] se encuentra una descripción general de los aristócratas que a mi entender podría muy bien haberse aplicado a las mujeres […] ¿Acaso esto demuestra que el alma tiene un sexo? […] Tanto la novela como la música o la galantería tienden a hacer a las mujeres unas criaturas de la sensación; de este modo, su carácter se forma en el molde de la estupidez […] que revelan un grado de imbecilidad que degrada a cualquier criatura racional […] No deseo que tengan poder sobre los hombres sino sobre si mismas [a pesar de que] los hombres a través de sus escritos han intentado con mayor tesón domesticar a la mujeres”.
Pensemos en lo que significaba escribir y publicar en esa época en medio de la más enfática condena social. A esta línea reivindicatoria adhirieron muchas figuras de muy diversa persuasión intelectual desde las liberales Isabel Paterson, Rose Wilder Lane, Voltarine de Cleyre y Suzanne LaFollette hasta, por ejemplo, Rosa Luxemburgo que después de doctorarse en la Universidad de Zurich, publicó varios libros de corte comunista pero con diferencias con Marx (su conocida “teoría del tercer hombre” en la que sostenía que el capitalismo perduraba por factores externos pre-capitalistas, noción que la separaban de la dialéctica hegeliana, lo cual la enemistó no solo con Lenin sino con Bernstein que la combatieron en distintos frentes, aunque fue asesinada por nacionalistas debido, entre otras trifulcas, a su acendrado internacionalismo).
Destaco también el caso de Virginia Woolf que sostenía que “No hay barrera, cerradura ni cerrojo que puedas imponer a la libertad de mi mente”. Al margen digo que, por ejemplo, me admira que en La señora Dalloway todo transcurra en veinticuatro horas y donde no hay ningún diálogo ya que todas son murmuraciones que tienen lugar en el interior de cada personaje que relata en tercera persona el narrador (como es sabido un genérico, en este caso magistralmente instalado por la autora).
En todo caso, esfuerzos en diversas direcciones para que se reconozca un lugar digno a las mujeres se desperdician malamente a través del inaudito “feminismo moderno” integrado en su mayor parte por militantes resentidas, generalmente abortistas y a veces golpeadoras (como lo ocurrido en una marcha feminista en Buenos Aires con muchachos que pretendían limpiar la Catedral de inscripciones obscenas). Estas mujeres confunden autonomías individuales con la imposición de esperpentos de diversa naturaleza y cuotas en instituciones académicas y en lugares de trabajo que naturalmente desvirtúan y perjudican los centros de estudios y los mercados laborales ya que no pueden elegir candidatos o candidatas por grados de excelencia o eficiencias sino por sexo, lo cual, entre otras cosas, degrada a la mujer. La tontera ha llegado a extremos tales que se ha propuesto que la asignatura history se denomine herstory y otras sandeces por el estilo que convierten el genérico en una afrenta, contexto en el que las nuevas feministas además consideran la función maternal como algo reprobable e indigno.
Comenzó esta tradición Anna Doyle Wheeler quien estaba muy influenciada por Saint Simon y mucho más adelante siguieron Clara Fraser, Emma Golman, Donna Haraway y Sylvia Walburg quienes aplicaron la tesis marxista de la opresión a las reivindicaciones feministas y sostienen que la propiedad privada constituye una institución que debe abolirse tal como lo patrocinan, por ejemplo, la Chicago Women´s Liberation Union y los movimientos de liberación femenina en todos los continentes pero iniciados por Betty Friedan, Audre Lorde y Cherrie Moraga quienes disponen de múltiples medios propios, principalmente revistas de gran porte en todos los idiomas.
Es de esperar que se retome la tradición original del feminismo y se abandone la nueva versión que sirve de pretexto para penetrar con el ideario socialista y que apunta a la liquidación de la familia. Es de esperar que en la medida en que el mundo se torne civilizado y, por tanto, desparezcan las servidumbres de las mujeres en algunos países en los que hoy se las sigue hostigando despiadadamente, recién entonces podrá desaparecer el original y benefactor feminismo porque así, justificadamente, perdería su razón de ser, del mismo modo que hoy en países civilizados desapareció la necesidad de contar con asociaciones para liberar esclavos.
Carlos Grané en El puño invisible denuncia un pretendido arte desde el futurismo al posmodernismo por su banalidad, sadismo, violencia, fealdad, vulgaridad, exhibicionismo, irreverencia, grotesco erotismo, relativismo, escatología, ruido y feminismo de la peor forma. Respecto a esto último escribe que “la filósofa” Luce Irigaray mantiene que “la ecuación de Einstein de e = m.c2 [la energía es igual a la masa por la velocidad de la luz al cuadrado] es machista. ¿La razón? Privilegia la velocidad de la luz sobre otras velocidades igualmente vitales para el ser humano. En jerga feminista, esto significa que la ecuación de Einstein fomenta la lógica del más rápido, lo cual responde a un típico prejuicio machista”.
En esta materia igual que en otras, el tema medular radica en los procesos educativos al efecto de despejar telarañas mentales. Tarea esta difícil y de largo aliento porque requiere “quemarse las pestañas” y estudiar mucho y actualizarse para poder enseñar. Hay quienes —perezosos y figurones— pretenden saltearse etapas: poner la carreta delante de los caballos, como si se pudiera ejecutar algo antes de haber sido comprendido y actuar en política. Dicen que “hay que ensuciarse en la arena política sacrificándose por la patria” y otras gansadas de índole semejante (naturalmente no se han anoticiado sobre el public choice de Buchanan), en verdad la mayoría busca la foto y el protagonismo. Como ha escrito el muy spenceriano Borges, en gran medida se trata de sujetos que individualmente considerados puede afirmarse en rigor que “ya se había adiestrado en el hábito de simular que era alguien, para que no se descubriera su condición de nadie”. Personalmente tengo por estos personajes la misma opinión que tienen las palomas por las estatuas.
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