Osvaldo Soriano nacido en la Ciudad de Mar del Plata un día de Reyes Magos de 1943,
en la calle Alvear, frente al viejo edificio de Obras Sanitarias, donde
trabajaba su padre Valentín Alberto
Soriano un catalán que era inspector de Obras Sanitarias donde comenzara a
trabajar en la instalación de cloacas.
La madre de Osvaldo era de Tandil era de Tandil los hermanos de Doña Eugenia
también trabajaban en Obras Sanitarias de Mar del Plata por lo que Osvaldo
Soriano suponía que en alguna visita a sus
hermanos habrá conocido a su padre.
A los tres se mudaron
a San Luis donde vivió unos seis años. Su padre seguía haciendo carrera
en Obras Sanitarias y llegó a ser Jefe de distrito en Cipolletti, en el Alto
Valle del Río Negro que para él era el lejano oeste americano que fueran sus
años felices y fuente de inspiración de muchos de sus cuentos por esos años no
había asfalto, no había radio, los diarios llegaban con tres días de retraso. Los
cambios de lugares se reflejaban en el desarraigo, las malas calificaciones
escolares y la mala conducta. En Cipolletti vivió en la calle Mengelle y 9 de
Julio, donde actualmente está la empresa Aguas Rionegrinas; cursó estudios en
la Escuela Industrial de la Nación ubicada en la calle Láinez, en Neuquén;
cuando iba a ingresar a 4º año su padre fue transferido por segunda vez a
Tandil.
Ediicio de Aguas Rionegrinas en Cipolletti. |
El “Gordo” Osvaldo Soriano un “escritor hecho a sí mismo” y
castigado por “académicos”.
Vivió en el Alto Valle del Río Negro entre 1956 y
1959. En Cipolletti fue jugador de fútbol. Con César Iachetti se juntaban en el
Club Cipolletti para escuchar la orquesta de Los Ángeles de Perego que animaba
los bailes de todo el Alto Valle.
Uno sus cuentos futboleros es "El penal más largo del
mundo" pateado en un partido teóricamente jugado entre dos equipos, uno de
ellos era Estrella Polar de la ciudad de Allen un club que se perdió en el tiempo.
Cipolletti, Allen, Barda del Medio, Neuquén y Plaza Huincul,
entre otras ciudades, con el tiempo se convirtieron en los escenarios donde
transcurren sus mejores relatos y novelas.
Cumplidos los 26 años, se trasladó a Buenos Aires en 1969
para integrarse a la redacción de la revista Primera Plana, colaborando además
en las publicaciones Panorama, Confirmado y en los diarios El Eco de Tandil,
Noticias, El Cronista y La Opinión. También fue corresponsal de Il Manifiesto
italiano y co-fundador de Página/12, trabajando como asesor de directorio y columnista
de contratapas.
"Un grande, como Arlt y como Cortázar, que fundó su
propio lenguaje y su propio reino de imaginación", lo definió el escritor
Tomás Eloy Martínez.
Con gran fama fuera de su país, "se fue, como
corresponde a un argentino cabal, sin haber recibido nunca ninguno de los
numerosos premios oficiales o institucionales que este país concede a otros con
menos obra, menos talento y menos grandeza creadora" maniestó Eloy
Martínez.
Antes de su muerte, Soriano era el escritor argentino de
ficción que más libros vendía en el país (dos años antes había firmado un
contrato por 500.000 dólares con el Grupo Editorial Norma). Su obra compuesta
de siete novelas y cuatro crónicas periodísticas fueron traducidas a más de
veinte idiomas y tres de ellas llevadas al cine.
Murió el 29 de enero de 1997, después de luchar contra esa porquería del cáncer de pulmón.
Tenía 54 años.
“El país sin Olmedo” por Osvaldo Soriano del libro “El ojo
de la patria” (fragmento).
Cada vez que regreso
al país espero encontrarme con malas noticias. Es una sensación vaga,
insistente, que se me instala al abordar el avión. El lunes pasado, al volver
de Italia, me encontré con que se había muerto Alberto Olmedo. El taxista que
me llevó de Ezeiza a la Boca estaba de un humor sombrío y sólo habló para
decirme que nuestras vidas ya no serían las mismas sin el cómico de los
viernes.
Tal vez no sea para tanto, pero algo de eso hay. Esta nueva
tristeza que se percibe en las calles se agrega a muchas otras, más tangibles,
de estos años olvidables. Es como si de golpe la gente se hubiera quedado
desamparada, sola en las gradas de un circo vacío.
¿Cómo ocurrió? Había tomado champán, dicen. Tal vez había
probado blanca para remontar la noche. Parece que jugaba. Vaya a saber a qué
jugaba el irresponsable cuando se salió del balcón: ¿a Tarzán que salta de
liana en liana? ¿Al Capitán Piluso? ¿Al Yéneral González? ¿O tal vez al marido
viejo, engañado y celoso?
Nunca se sabrá si estaba divirtiéndose antes de la última
voltareta, pero al fin y al cabo fue coherente con su vida despreocupada:
matarse de esa manera tiene algo de ridículo y desopilante, como todo lo suyo.
Es un broche maestro para alguien que mezclaba todos los roles de la existencia
con un talento inmenso.
Bruto, machista y grosero como era en la ficción (y tal vez
también afuera de ella, si es que hay un afuera), uno de sus personajes
postreros se llamaba Borges y no era casualidad. Otro, Rogelio Roldán, era el
homónimo de un empresario de pompas fúnebres, y fue ese amigo quien el domingo
pasado lo enterró de verdad.
Esta vez no apareció, como en 1976, aquel locutor oficial
que anunciaba una muerte apócrifa. Era real la caída, casi una parábola de la
otra, la de Alicia Muñiz, empujada por Carlos Monzón el mismo verano en la
misma ciudad de balcones funestos. Monzón y Olmedo eran amigos y de la misma
estirpe dudosa. Parece que uno se impresionó a su tiempo por lo del otro, pero
sería demasiado atrevido asociar amigos, amaneceres, desamparos y desatinos.
Olmedo no era un intelectual y se intimidaba con ellos.
Nunca hizo una buena película, ni siquiera deja una obra perdurable. Era tan
simple y fugaz como la memoria, o como una imagen de televisión. Tenía la
codicia exagerada de los que vienen de muy abajo y temen perderlo todo.
Cámpora, por Osvaldo Soriano (Fragmento).
Remuevo diarios viejos, fotos borrosas que encuentro en una
caja de bizcochos olvidada en un rincón de la biblioteca. Quiero ver qué cara
tenía el Tío Cámpora cuando estaba vivo y los chicos morían por docenas.
Encuentro la sonrisa del incondicional de Perón y la mueca de Lanusse que no
digiere el jaque mate. En un diario ajado, doblado en cuatro, está el mensaje a
la Asamblea Legislativa, el 25 de mayo de 1973 que fue –parece– hace un siglo.
Releo. Conclusión inmediata, apresurada tal vez: Héctor Cámpora es todavía
inabordable. Mario Wainfeld acierta al proponerlo como un hombre que “decidió
ser mejor que su pasado, mejor que él mismo” y eso lo pone a contraluz de la
farándula política de hoy. Casi toda su vida, Cámpora fue un esperpento
político y, en apenas cuarenta y nueve días entró en la historia como
intérprete de una trágica ilusión que pronto sería saboteada por su conductor,
minada por sus aliados y decapitada por la dictadura militar.
Cámpora era conservador, adulón, circunspecto, inseguro. Sus
enemigos, dentro y fuera del peronismo, lo denigraban contando que cuando Evita
le preguntaba: “¿Qué hora es, Camporita?”, él respondía, presuroso: “La que
usted guste, señora”. Lo cierto es que fue presidente de la Cámara de Diputados
en la primera época peronista y nunca se supo que presentara un proyecto de ley
recordable. Una vez, mientras el general hablaba en el Congreso, se puso de pie
sesenta y cuatro veces para aplaudir. Y los otros tenían que seguirlo. A la
caída de su líder, fue a parar a la cárcel y después, hasta 1972, se perdió en
el olvido. Se han evocado su servilismo y su lealtad. Perón lo llamó desde
Madrid para reemplazar a Paladino, que había sido su delegado en la Argentina. Cámpora,
siempre fiel, temeroso tal vez de la agitación juvenil, dejó su consultorio de
dentista en San Andrés de Giles y acudió a Madrid.
—¿Qué hora es, Camporita?
—La que usted quiera, mi general.
Piratas, fantasmas y dinosaurios (Seix Barral), que acaba de
reeditarse, reúne ficciones y artículos, crónicas e historias sobre fútbol,
homenajes a ídolos y artistas populares y viñetas autobiográficas escritas por
Osvaldo Soriano a lo largo de los años, en su mayoría para Página/12. Aquí, su
reflexión sobre Héctor J. Cámpora –cuyo nombre hoy está tan en boga–, a partir
de la repatriación de sus restos, en 1991. Un texto de una vigencia absoluta.
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