En el acto en la ESMA el 24 de marzo de 2004, Néstor Kirchner intentó fundir todos los gestos de reparación posibles. Ese mismo día, por la mañana, descolgó el cuadro de Videla, y a mediodía, en el predio de la ex-ESMA, dio el discurso de mayor peso de toda su presidencia (tal vez de todo el ciclo kirchnerista), en el que cometió un desliz que la prensa y un sector de la clase política del momento no le perdonaron: ningunear a Alfonsín. Kirchner “pidió perdón” en nombre de un Estado que, según sus palabras, no había hecho nada en dos décadas de democracia, omitiendo el juicio a las Juntas o la creación de la Conadep. Por aquellos días, una de las respuestas vino de boca de Leopoldo Moreau, hoy un cristinista tiempo completo. Dijo el dirigente radical que Kirchner, al revés que aquel gobierno radical, cazaba leones cuando ya estaban en el zoológico. Este primer desacuerdo tuvo una reparación privada: Kirchner se disculpó en una conversación telefónica con Raúl Alfonsín. Pero nació de una característica: Kirchner no respetaba tanto a Alfonsín. Para Kirchner el 2001 había enterrado de algún modo a toda la experiencia democrática, ya que el desfondamiento de la economía había tenido en esa “clase política” a un brazo ejecutor (por complicidad o debilidad). Diríamos entonces que cierta reivindicación del “Kirchner político” muchas veces hecha como contraste deliberado contra Cristina (se puede rastrear esto fácilmente) omite las características rupturistas del propio Kirchner, impulsor de una fallida transversalidad superadora de las identidades partidarias (sobre las que finalmente, en parte cuando las papas quemaron, también se respaldó).
Desde antes de su muerte, pero sobre todo desde su muerte, la figura de Alfonsín es la gran figura en disputa. Como un augurio de superación de la crisis de representación lo quieren casi todos: los liberales que le dicen republicano porque le dicen débil, los radicales de comité que lo ven como el último de los Mohicanos, los viejos peronistas o los progresistas que ven en él la sombra de un Salvador Allende. Dirían casi al unísono: Alfonsín es la política. Todos tienen su “Alfonsín para armar”. Duhalde, un presidente de la “partidocracia”, cultivó ese misticismo laico, entre otras cosas, porque lo tuvo de aliado político en el desenlace de De la Rúa y en su gobierno de transición. Le dedicó un libro, “Don Raúl, recordando a un demócrata”. Y también porque en la visión corporativa de Duhalde sólo eran posibles los partidos tradicionales como poleas de una representación quebrada. Es paradójico: Duhalde cultivaba la sacralidad de los partidos pero fue el presidente del “que se vayan todos”.
Menem también tuvo su pacto con Alfonsín (“Pacto de Olivos”) que le permitió la reelección a costa de una serie de reformas introducidas que, entre otras cosas, tendían a limitar ese poder que la reelección amplificaba (como la creación de la figura de jefe de Gabinete). Era habitual oír a Carlos Corach repetir que la democracia tenía dos grandes estadistas (“Menem y Alfonsín”). Alfonsín era el político prestigioso y de representación estructuralmente limitada que le permitía a todo peronista repetir el GIF del abrazo de Perón y Balbín (un abrazo que tiene mucha más reivindicación peronista que radical). A todo peronista le gusta perdonarse con radicales. Para un peronista poderoso no hay nada mejor que otro radical más débil con quien sentirse demócrata, amplio y plural. Tal vez esta indulgencia estiliza la figura de Alfonsín. Se lo reconcilia con los organismos de derechos humanos que se cansaron de increparle las “leyes del perdón”, se omite el recuerdo agridulce de la plaza de las “Felices Pascuas” o incluso se pierden de vista características más conservadoras de su retórica. En su famoso discurso interrumpido en la SRA en 1988 acusa a esa tribuna de la “oligarquía” argentina que lo chiflaba de haber estado “muertos de miedo” durante la dictadura. Alfonsín les adjudicaba miedo a quienes podía también señalar como cómplices de esa misma dictadura asesina que prácticamente acababa de ocurrir. Había una enorme valentía en ese discurso, en el tono, pero había una inflexión en su señalamiento que no dejaba de cobijar incluso a quienes retaba. Esa era su dialéctica reparadora. Y la reescritura K del alfonsinismo construyó el espejo de Cristina: un gobierno enemigo de los militares (Juicio a las Juntas), de la Iglesia (ley de divorcio), de Clarín (con la famosa frase de Jaroslavsky), etc. Alfonsín tuvo, sin dudas, formas menos jacobinas que Cristina, aunque expuesto a riesgos políticos, económicos e institucionales infinitamente mayores. No atravesó la Argentina de esos años “batallas culturales”, sino, por ejemplo, tres sublevaciones militares frente a las que Alfonsín reunió respaldos conmovedores, como el de Saúl Ubaldini o Antonio Cafiero.
Sinteticemos: Menem lo adoró porque le debió la reforma constitucional del 94 con el Pacto de Olivos. Duhalde lo adoró porque le debió el pacto de gobernabilidad (el apoyo institucional durante su gobierno). El kirchnerismo lo termina adorando porque le debe la “hoja de ruta”. Una suerte de transición democrática permanente en la actualización doctrinaria del viejo eslogan de “democracia versus autoritarismo” traducido a “democracia versus corporaciones”. Dicho así, se dirá que los peronistas le deben más que los radicales. Alfonsín arrastró a la UCR a la obsesión de que el partido fuera republicano (no populista) y siempre socialdemócrata (no neoliberal). Alfonsín quiso que el peronismo fuera el partido de centro derecha y falló, tal vez, porque al radicalismo le faltó lo esencial: un sujeto popular. Alfonsín merece los honores por los principios que sostuvo y por el pacto de caballeros que sustentó hasta el final con la clase política. Como buen gallego, practicó en plenos escraches del 2001 lo que nadie: responder y putearse con la gente que lo escrachaba. Ejercía, esa vez, un derecho de excepción para un político único que podía sostener la frente en alto: a veces hay que cagarse en la gente.
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