“Raúl, dejá de hablar boludeces, me queda poco tiempo, entrá
que tenemos que hablar de política”, le decía Jorjón Sabato cuando lo iba a
visitar ya elegido presidente.
Muchos dudaron que aquél día por fin iba a llegar, aún más
fueron los no creyeron que podía darse semejante batacazo al peronismo en las
urnas. Pero se venía sintiendo en las calles durante los días previos a ese 30
de octubre.
Sus más cercanos colaboradores lo miraron con sorna cuando
pidió que el acto de cierre electoral fuese en la mítica avenida 9 de julio. La
más ancha del mundo (según dudosas mediciones locales). Debe haberse empacado.
Exigiendo incluso que River devolviese la seña dada por el alquiler del
estadio. Tal vez su contrincante fue el único en advertir lo que sucedería. Ese
día, Luder pidió ir al interior -a un mitín en Chaco- y al sobrevolar la 9 de
Julio murmuró: “cuanta gente”.
Lo multitudinario de sus actos previos, le daba cierto cariz
peronista. La gente enardecía vehemente: volvía la Democracia, se iba el horror
y allí estaba él, como un bálsamo. Ese 30 de septiembre, un oportuno paro de
colectivos quiso boicotear el inicio formal de la campaña radical, aún así fue
uno de los actos más importantes de nuestra historia política. Los argentinos
empezamos a abrazar al último caudillo radical.
Desde que Perón, entre 1943 y 1945, marcó los ritmos de una
campaña política, no había existido otro liderazgo que hiciese algo similar.
Transcurridas apenas unas semanas de la derrota en Malvinas inició su
campaña, corriendo con la ventaja de ser
uno de los pocos que se opuso a la absurda guerra en el Atlántico Sur. Tras ese
primer acto en la Federación de Box marcó el ritmo y la agenda política. Exigió
que le saquen el polvo a las urnas, porque tenían que cumplir con su función:
rebosar de votos.
Se rodeó de los mejores. En realidad, los mejores lo
rodearon. No quisieron quedar fuera de la historia. Técnicos, intelectuales,
artistas, deportistas. Pero sobre todo, gente de a pie. La misma que llegó de
esa manera a Ferro porque no había colectivos.
Incorporó el marketing político, sin pudor, a la competencia
electoral. Mientras, el peronismo seguía escribiendo con tiza y carbón su
historia, el candidato radical se metía en la casa de cada argentino con una
campaña moderna y precisa, con spots publicitarios de alta calidad. Campaña
coordinada con maestría por David Ratto. Treinta años antes del timbreo
macrista, Alfonsín iniciaba las reuniones tupper-ware política.
Esa noche de octubre confirmó lo que él siempre había
sentido, cuando recibió una llamada notificándole que le enviaban la custodia
presidencial. No haría falta negociar nada en el Colegio Electoral. Simplemente
más del 50% de los votos lo habían convertido en presidente.
El peronismo ayudó. Debe haber sido difícil esa noche en el
comando de Luder. Nadie quería aceptar la derrota que, seguramente,
presintieron un par de días antes. El peronismo no perdía elecciones, marcaba
una regla no escrita de la política vernácula. Muchos de sus votantes les
habían dado la espalda. Impensable. Pero cierto.
El 30 de octubre empezaba otra historia. Algunos creyeron
que sería una de las tantas alternancias entre civiles y militares. Pero el
mundo había cambiado. La URSS se desmoronaba, corría en una cinta sin fin como
cobayo detrás de la zanahoria de la Guerra de las Galaxias, ese blef que Ronald
Reagan les había regalado como un experto jugador de Poker. La tercera ola
democratizadora llegaba a este hemisferio sur. EE.UU. necesitaba mostrar que en
su patio trasero la democracia era posible. Los militares colaboraron también
con su fracaso económico y militar. Ya
no garantizaban condiciones económicas viables para ser testaferros de la
derecha argentina, que nunca había podido convertirse en un partido político
competitivo. El peronismo los representaría en los noventa.
Alfonsín comprendió que el mundo cambiaba. Pero también que
no podía ser una isla democrática en un cono sur rodeado de dictaduras.
Argentina inició un efecto derrame. Su legado fue continental. La democracia se
hizo posible en Uruguay, Brasil, Paraguay y Chile.
Entendió además que el Estado argentino no podía seguir
siendo un paquidermo inmóvil. Intentó privatizar empresas, atraer capitales
extranjeros para potenciar la extracción de petróleo con el plan Houston, el
más ambicioso desde la época de Frondizi (no es casual que los más destacados
dirigentes que se habían ido en los cincuenta del radicalismo habían vuelto con
Alfonsín al viejo partido). Pese a las críticas, al final de su administración
se había logrado el autoabastecimiento energético.
Solemos recordar su gobierno por la transición exitosa a la
democracia. Por el juicio a las juntas militares y el legado de pluralidad.
Pero sus principales transformaciones van por otro lado. Es hora de
reivindicarles. Como Alvear, como Frondizi, en la mejor senda de los
presidentes modernizadores del radicalismo, Alfonsín entendió que para que el
país se inserte definitivamente en el club democrático, hacía falta modernizar
la sociedad. Había que viajar, abrirse al mundo. De los jardines de la Casa
Blanca a la URSS. De Cuba a España. Mostrar que Argentina podía ser un país
normal. Que su legislación abandonaba el oscurantismo medieval con la sanción
de la Ley de Divorcio o de la Patria Potestad Compartida. Que la transformación
de las comunicaciones llegaba con la fibra óptica. Que la estabilización de la
democracia no pasaba solo por poner presos a los dictadores sino,
fundamentalmente, por transformar los planes de estudio de los Liceos Militares
(donde el mismo había estudiado). Que el diálogo político era fundamental para
potenciar a los partidos. Esos que lo acompañaron sin fisuras cuándo el sistema
se la jugaba en abril de 1987.
Hubo muchos Alfonsín. Uno fue puntero, con todas las mañas
que un puntero radical puede tener. Otro fue el político, el hombre que
recorría los pueblos del país. El optimista que decía “cuando termines de
recorrer cada pueblo, volvé a dar otra vuelta, al terminar te espera la presidencia”.
También fue ese que –con poco más de una maleta y un par de papeles– recorría
los juzgados para firmar Habeas Corpus mientras otros se enriquecían a costa de
las víctimas. El despelotado que hacía volar los cheques en los comercios del
pueblo para llevar un mango a la casa.
No fue un hombre perfecto. Sus ideas, en algún momento,
también quedaron viejas. Por ejemplo, por los noventa, se aferró a un neo
populismo económico que no se hubiese permitido durante su gobierno. Al mismo
tiempo que protagonizaba el último pacto político del siglo XX. En el que rifó
capital político a cambio de acuerdos a largo plazo.
El cáncer se lo fue llevando de a poco. “Marito, no te vayas
si me quedo dormido, esperame que tenemos que seguir hablando de política”, le
decía a Mario Losada cuando lo visitaba en su casa, mientras la morfina hacía
escasos efectos sobre sus dolores terminales.
Con la enfermedad llegaron los reconocimientos, los
homenajes, la conciencia de que se nos estaba muriendo Alfonsín y nos dejaba un
poco huérfanos a todos. Si, a todos porque su legado no fue teñido de dogmas
partidarios. Aquel 1 de abril de 2009 los argentinos, sin importar el color
político, nos agolpáramos en el Congreso para despedirlo y abrazarlo, como sólo
los pueblos hacen con sus grandes hombres.
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