Verás que todo es mentira
Verás que nada es amor
Que al mundo nada le importa
Yira... yira...
El mundo de la modernidad fue el de los grandes relatos: liberalismo, socialismo, corporativismo. Cosmovisiones integrales que incluían dentro de ellas una respuesta a todo. Racionalizaciones que suplían con ideologías a las antiguas religiones para que el ser humano pudiera tener alguna certeza frente a la incertidumbre del mundo y de la vida. Pero con la caída del comunismo real -uno de los más grandes relatos jamás contados- todo se fraccionó. Apareció entonces lo que se dio en llamar la posmodernidad, vale decir un mundo huérfano de grandes relatos que lo explicaran, donde todo era parcial y transitorio; cada cual se quedaba con un pedazo de lo que dejó en herencia la modernidad, pero nadie podía sentirse parte de un todo.
No obstante, es sabido que el hombre no puede vivir mucho tiempo sin algún fundamento que le dé sentido a la vida, real o inventado. Entonces renacieron las grandes certezas: primero fue el “fin de la historia” que dio origen al neoliberalismo; la convicción de que habían caído todos los grandes relatos menos uno: el capitalista, por lo cual de aquí en más el mundo sería todo de un solo color político. Luego aparecieron las resistencias a esa nueva pretensión de totalidad: primero fueron los fundamentalismos y las teocracias que pretendían responder al mundo nuevo con el mundo viejo renacido. Luego aparecieron los populismos que querían mezclar lo nuevo con lo viejo, lo moderno con lo premoderno: cultos a la personalidad, aislacionismo, rechazo a la prensa y a la división de poderes, en nombre de derechas nostálgicas en el caso de Berlusconi o Trump, o de izquierdas igual de nostálgicas, en el caso de los bolivarianismos latinoamericanos y sus copias europeas.
Aunque aún siguen en vigencia, cada día se verifican más los inmensos límites para construir una civilización decente y vivible por parte de los neoliberalismos, los fundamentalismos y los populismos. Entonces, de a poco, como pasó con los relatos de la modernidad, comienzan a fracturarse los relatos que pretendieron suplir a la posmodernidad.
¿Y qué los remplaza? Por ahora nada bueno. Algo que los teóricos llaman la “post-verdad”, o sea un mundo donde la mentira y la verdad no tengan ninguna posibilidad de ser distinguidas, donde tengan igual validez porque ha desaparecido todo criterio objetivo. Un mundo donde el relativismo se ha apoderado de todo donde, como diría nuestro Discepolín, da lo mismo un burro que un gran profesor.
Como era de suponer, los primeros en adoptar estas teorías en Argentina son las huestes de Cristina K, quienes necesitan imperiosamente que no exista ninguna verdad comprobable para que no se les pueda comprobar nada de las inmensas e infinitas acusaciones que tienen en su contra.
Lo dijo Ella con meridiana claridad el otro día al denunciar que Macri “manosea” las estadísticas públicas: “El objetivo global del manoseo de las estadísticas públicas es construir el relato del macrismo”.
Contundente afirmación: la principal responsable -junto a su marido y Guillermo Moreno- de haber destruido el Indec, es quien ahora se queja de que el gobierno que está recomponiendo las estadísticas públicas en realidad lo que hace es instalar otra mentira, donde en vez de bajar los índices de inflación o pobreza, los aumenta para echarle la culpa a Ella.
Un periodista de Página 12, Luis Bruschtein, continúa a Cristina cuando dice que los macristas proponen "divergencias potenciadas al extremo" porque "en una sociedad se puede convivir con personas que piensan diferente pero no con traidores a la patria, corruptos y asesinos". Bruschtein se olvida que fueron los K quienes dijeron que el conflicto era mejor que el consenso; los que armaron 6,7,8 para difamar a quien pensara distinto; que Néstor Kirchner fue quien dijo que los que defendían al campo eran como los grupos de tarea de la dictadura o que armaron escraches a los disidentes del sistema. Ahora acusan a los demás de hacer lo que ellos hicieron.
En realidad, ni Cristina ni sus fieles pretenden que alguien les crea tan burdas argumentaciones; lo que buscan es algo distinto, relacionado con la teoría de la post-verdad: confundir tanto el escenario de modo que sea indistinguible lo que es cierto de lo que es falso. Ellos no dicen que no mintieron sino que mienten todos. Del mismo modo que dicen que todos hacen política partidaria, que nadie puede ser objetivo ni neutral, etc., etc. Y algo aún peor: que todas esas cosas están bien. Ésa es la esencia de los que defienden la post-verdad: que como es imposible encontrar la verdad, ni siquiera vale la pena buscarla y entonces lo único que se puede hacer es igualar todo para que cada quien elija lo que le venga en gana -el Indec K o el de Macri-, no de acuerdo a algún criterio de verdad sino según lo que a cada uno le guste más. Que todo, absolutamente todo, sea relato. O incluso peor: el relato en guerra ya no solamente contra otros relatos sino esencialmente contra el dato, al cual declaran tan relativo como cualquier relato.
Todo es opinable, y opinable por cualquiera. Eso es el mundo K, eso es Madurolandia, eso es Trumplandia. Ésa es una de las tendencias principales que pretende disputar la hegemonía cultural en el mundo que viene. Discepolín multiplicado por mil.
Frente a esta pretensión de que no existan nada más que relatos donde la verdad y la mentira alcancen igual jerarquía, la única respuesta posible es la de rastrear aquellas pocas cosas sólidas que no se desvanecen en el aire. Y para eso es necesario reivindicar que no todo es política ni parcialidad, que la objetividad -al menos como tendencia- es posible y positiva, que la verdad quizá no se pueda encontrar en su plenitud pero que aún así es imprescindible buscarla porque sus criterios son los únicos que dan sentido y orientación a la humanidad. Que no es lo mismo ciencia que opinión. Que el dato no es el relato. O incluso que no todos los relatos son lo mismo. Que están los que agrietan y están los que unifican. Y que no valen igual.
En los inicios de la democracia, el alfonsinismo manejó tres relatos alternativos. Primero fue el de la “república perdida” por el cual se quería borrar del mapa la memoria peronista, como si en 1983 se continuara el país que murió en 1930, dejando al interregno 1930-1983 de lado. Luego, ante la imposibilidad de imponer ese relato, apareció el del “tercer movimiento histórico”. En vez de borrar del mapa al peronismo mejor continuarlo para superarlo. Pero esa bandera se la robaron los renovadores peronistas, con lo cual Alfonsín se quedó sin ninguno de los dos relatos. Pero sobrevivió otro, el mejor de los tres, el de proponer a los argentinos volver todos juntos al librito de la Constitución, al país que construyó una nación para el desierto argentino, y un Estado para la nación y que luego le dio educación popular, movilidad social, integración cultural y justicia distributiva a todos los argentinos. Ese país, tanto liberal como peronista, socialista, radical y etc, es el único que vale la pena continuar porque es compartido por todos.
Gracias a que triunfó ese relato de Alfonsín es que aún con sus grandes limitaciones la democracia de 1983 logró raíces sólidas. Ahora se trata de hacer crecer un árbol igual de fuerte en vez de dejarnos tentar por el “sé gual”, donde otra vez resulte que es lo mismo ser derecho que traidor, ignorante sabio o chorro, generoso o estafador.
Publicado en Diario "Los Andes" de Mendoza, domingo 30 de octubre de 2016.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
La diferencia de opiniones conduce a la investigación, y la investigación conduce a la verdad. - Thomas Jefferson 1743-1826.