La Argentina no es el único país en que las deficiencias del sistema educativo nacional están motivando alarma. Puede que en Finlandia y China la mayoría cree que el suyo funciona bien, pero en otras latitudes el consenso es que los jóvenes actuales saben menos que los de generaciones atrás. Las denuncias en tal sentido de especialistas como Guillermo Jaim Etcheverry, Alieto Guadagni y otros que nos recuerdan que muchos estudiantes universitarios son apenas capaces de sumar, comprender lo que leen y escribir de manera coherente son idénticas a las formuladas por norteamericanos y europeos angustiados por el estado de las instituciones académicas locales.
¿Están en lo cierto los convencidos de que los jóvenes aprenden cada vez menos? Es difícil saberlo. A menudo comparan el desempeño de una minoría reducida de otros tiempos con el de millones de personas que, de haber nacido medio siglo antes, ni siquiera hubieran completado el ciclo primario.
Aunque progresistas y conservadores coinciden en que reformas drásticas son necesarias, no hay ningún acuerdo sobre lo que convendría hacer. Es muy difícil combinar calidad y equidad.
Para quienes dan prioridad a la justicia social, hay que asegurar que los hijos de un analfabeto no sólo reciban la misma educación que los criados en una familia de profesionales sino que también alcancen el mismo nivel.
No les conmueven las protestas de quienes señalan que, a la larga, nivelar hacia abajo para que nadie quede atrás tendría consecuencias catastróficas para todos, incluyendo a los más pobres.
Por desgracia, no hay soluciones mágicas. No ayuda atribuir, como hacen algunos, los resultados decepcionantes que se han registrado tanto aquí como en Estados Unidos y diversos países europeos a un clima discriminatorio que afecta negativamente a los pobres o miembros de “minorías” raciales, como si en el fondo sólo fuera una cuestión de prejuicios burgueses. Es que no han prosperado en ninguna parte medidas basadas en la idea de que, si las universidades públicas permiten ingresar a todos, jóvenes no preparados de grupos rezagados pronto lograrán emular, por ósmosis, a coetáneos formados en hogares en que abundan los recursos culturales. Tampoco ha producido resultados positivos la entrega de millones de computadoras a los colegios para que todos los alumnos, incluyendo los más pobres, tengan acceso al internet.
A esta altura, no cabe duda de que las campañas por minimizar las diferencias educativas entre los distintos grupos étnicos y sociales han estimulado cambios que pocos consideran satisfactorios.
Para los conservadores, el abandono de las normas exigentes de antaño es un síntoma de decadencia; mientras que los progresistas se sienten indignados por la persistencia de brechas que soñaban con cerrar.
Para complicar aún más el panorama, los decididos a privilegiar las “salidas laborales” insisten en que los chicos debieran concentrarse en aprender lo que les será económicamente provechoso, sin que haya garantía alguna de que los conocimientos técnicos adquiridos hoy les sirvan para mucho mañana.
En Estados Unidos, algunos resueltos a privilegiar la utilidad económica de lo enseñado han llegado al extremo de recomendar que los colegios dejen de gastar dinero en las humanidades, por tratarse sólo de pasatiempos.
So pretexto de que lo que más les preocupa son los costos siderales de una educación universitaria, que comparan con los eventuales ingresos de estudiantes que se endeudan hasta el cuello para conseguir un doctorado en algo como la historia del arte, echarían por la borda a todo cuanto les parece superfluo.
Tales propuestas son resistidas por quienes insisten en que la tan mentada crisis educativa es culpa de lo que el ministro de Educación francés, Jean-Michel Blanquer, califica de “demagogia pedagógica” progresista; con el apoyo del presidente Emmanuel Macron, le ha declarado la guerra. Blanquer cree a pie juntillas en el tan denostado “enciclopedismo”, valora la memorización de datos, no vacila en reivindicar la autoridad de los maestros y, para consternación de muchos, reincorporó al currículo las clases del griego y el latín que cuatro años antes había suprimido su antecesora socialista.
La “contrarrevolución” impulsada por Blanquer ha sido repudiada por el grueso del establishment pedagógico galo, pero su defensa férrea de valores tradicionales le ha merecido un grado de apoyo popular que ha dejado boquiabiertos a sus críticos.
No extrañaría, pues, que en otros países las autoridades, frustradas por el fracaso de una larga serie de reformas destinadas a “modernizar” el sistema educativo, decidieran adoptar políticas parecidas.
Publicado en Diario "Río Negro", 13/04/2018.
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