Cartas desde Malvinas: a su mamá le dijo que estaba bien; a su papá, la verdad.
El soldado Flores las envió en el único sobre que tenía.
Ricardo Flores escribió dos cartas el 21 de mayo y las puso en el único sobre que tenía. Lo hizo a las 9.30 de la mañana, luego del bombardeo de los aviones ingleses. A su madre le contaba que estaba bien, que se llevaba perfecto con los compañeros, que a veces caminaba hasta el mar y veía las aves, que cocinaban mejillones, que no se preocupara. A su papá, le mandó la otra. Es esta que reproducimos a continuación. Hoy Flores es secretario de la Asociación Veteranos de Guerra de General Roca (Río Negro).
Cuando terminó de leerla en su casa de Curuzú Cuatiá (sur de Corrientes) el padre le preguntó a su esposa que le había dicho a ella. Juana le contó.
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Cuando terminó de leerla en su casa de Curuzú Cuatiá (sur de Corrientes) el padre le preguntó a su esposa que le había dicho a ella. Juana le contó. Entonces Marcos dijo: “No. Esta es la verdad”. Y le leyó la carta:
“Querido Papá:
Ante todo quiero que sepas que me encuentro bien, a pesar de todo lo que estamos pasando acá. Y a hace casi 1 mes que estamos y recibimos varios bombardeos de los que, nos hemos salvado, sólo porque Dios no ha querido que nos pase nada. Recién hace unos momentos (son las 9:30 hs) atacaron aviones, por suerte nada pasó, como vinieron se fueron, y así todo el día sobrevuelan a 9.000 0 10.000 metros de altura, para que no los alcance las antiaéreas; y por las noches recibimos los bombardeos de los barcos, que se ponen a más de 20 kilómetros de la costa.
Te diré, que ya me estoy acostumbrando a recibir confites de los ingleses, y que si Dios ha querido que hasta ahora no me pase nada, es porque nada me pasará y pronto volveré, yo tengo fé en ello.
Querido Papá, si en verdad el final de mi camino ha llegado, quiero que sepas que me siento orgulloso de ser argentino, de defender la Patria y de ser tu hijo.
Quiero pedirte que se te borre de la cabeza, eso de ser voluntario, dejá eso para los jóvenes que no sufren gota, ya demasiado tenés con dos de la familia metidos en esto. Acá hace mucho frío, hay mucha humedad y se sufre el hambre, viviendo en la mugre, así es la guerra, pero mi espíritu aún está alto y me siento orgulloso de estar acá. Me despido de vos, con fuerte abrazo y un beso, recíbelo de tu hijo que tanto te quiere y pronto volverá.
Ricardo.
-Por favor papá no digas nada de esto a Mamá, no dejes que ella sufra”.
El 2 de abril de 1982 Argentina tomaba las islas. El soldado Ricardo Flores desembarcó el 25 de ese mes y estuvo hasta la rendición del 14 de junio. ¿Dónde se escondían? ¿Cómo sobrevivieron?
Recuerdos de la guerra: así fueron mis 50 días en Malvinas.
Es febrero de 1982 y en Curuzú Cuatiá, al sur de la provincia de Corrientes, el estudiante de Educación Física Ricardo Flores ingresa al servicio militar obligatorio tras pedir dos años de prórroga para ir a cursar. Clase 1961, mayor que la mayoría de sus compañeros, se destaca por su destreza en los movimientos y su agilidad con su 1,72 de altura y sus 63 kilos de peso. A fines de marzo, tras 45 días de instrucción, todos los colimbas disfrutan de una semana de licencia. El 2 de abril, su madre, Juanita González, lo despierta nerviosa por las noticias en la tele. “¡Mira lo que está pasando!”, exclama. Él se acerca, escucha que la Argentina tomó las Malvinas, ve la Plaza de Mayo repleta. Se viste y se va al cuartel. “Volvé a tu casa. Todavía no llamaron a nadie”, le contestan en la guardia.
“Queremos ir”.
Dos días después un destartalado Citroen amarillo con parlante recorre la ciudad y convoca a los soldados a presentarse al batallón. Su madre sabe que algo anda mal, pero Ricardo hincha el pecho, siente que la Patria lo llama. Se queda en el cuartel hasta que una noticia conmueve a la compañía: los van a trasladar a Comodoro Rivadavia para reforzar la costa. Los convocados: todos los soldados que ya llevaban un año de colimba más cuatro de los nuevos. Son elegidos Juan Carlos Gómez, Ariel Ozuna, César Ferreyra y él. El jefe les pregunta si quieren ir. “Sí”, responden los cuatro. Un tren los llevaría hasta Buenos Aires. En la despedida su madre llora, lo abraza. “No vas a volver”, le dice. Marcos, su padre, está orgulloso. En Buenos Aires abordan un avión hasta Comodoro Rivadavia y el 23 de abril los movilizan rumbo a Puerto Deseado, pero el convoy se detiene en la Ruta 3. Bajan, los hacen formar sobre el asfalto. Les comunican que los ingleses tomaron las Georgias y que regresan a Comodoro.
Rumbo a las islas.
Dos días más tarde los suben a un avión rumbo a las Malvinas. Desde la ventanilla contempla el archipiélago. Como siempre, el Negro Serradori sostiene el ánimo cantando cumbias mientras marca el ritmo golpeando el casco con las manos. Aterrizan y arman el campamento cerca del aeropuerto y de la costa. Esa misma noche suena una alarma y los jefes ordenan correr armados hacia la playa porque desembarca el enemigo. Toman posición pero no aparece nadie. Suena un silbato. “Fue un simulacro. Los felicito. Están en condiciones de combatir”, dice uno de los oficiales.
La cara del piloto inglés.
El 1° de mayo suena otra vez la alarma. Por los rostros de tensión saben que esta vez va en serio. Se meten como pueden en las estrechas fosas que habían cavado los ingleses en el aeropuerto antes del 2 de abril: 50 cm de ancho, 50 de profundidad. Las bombas que arrojan los Vulcan caen a 20 metros. Les ordenan correr hasta otras fosas más amplias detrás de la torre de control. A los lejos ve dos puntos negros en el horizonte que se acercan a velocidad supersónica. Son los temibles Sea Harrier, que atacan la pista y los depósitos de municiones. El vuelo de una nave se hace más lento al girar, los tiene a tiro pero no dispara. Le ve la cara al piloto, que sigue hacia el océano. Una batería antiaérea alcanza al Sea Harrier, que cae envuelto en llamas. “Nos perdonó la vida”, dicen los soldados de Curuzú Cuatiá.
Bombardeos puntuales.
El nuevo destinos es el Monte Harriet, a unos 20 km de Puerto Argentino. Junto a 9 soldados del Regimiento 4 de Monte Caseros toma posición cerca de las piedras. Divididos en duplas, comparte carpa con el conscripto Cáceres. La misión: cortar el paso a los comandos ingleses si se acercan a Puerto Argentino. Pronto comprueba que los bombardeos tienen horario: a las 7.30 los aviones, a las 16 los barcos. Y con el correr de los días y el avance británico, a la noche es el turno de la artillería terrestre. Si cuando llegaron eran la retaguardia, porque el sistema de defensa estaba concentrado en proteger Puerto Argentino, ahora son la primera línea: el desembarco enemigo en San Carlos cambia los planes.
“Vamos a volver”.
Cada vez que se acerca la hora de las bombas, los diez soldados se guarecen bajo las piedras: una angosta hendidura permite el paso a una cueva y en ese bunker natural rezan que no caiga ninguna. El rito es siempre el mismo, se dan ánimo, se juran que van a volver, que van a ser maestros, mecánicos, ingenieros, lo que cada uno sueña. Cuando salen, Ricardo siempre se ofrece de voluntario para ir a buscar la comida: son 10 km y unas dos horas de caminata hasta el puesto, con dos tachos de 20 litros que muy pocas veces vuelven con el guiso del día. Lo habitual es tirarlos y correr cuando empiezan a caer los proyectiles. Engañan el estómago con mates cebados en una latita de carne vacía, con la yerba usada que mezclan con yuyos. La bombilla es el tanque de una birome. A la noche sueña con tortas fritas con dulce de leche y por eso le cuesta dormir.
Madrugada trágica.
La noche del 11 de junio el enemigo se acerca y vuelan las balas trasantes, las bengalas y las bombazos: los que tiran los artilleros de Martín Balza les pasan por arriba. Mientras los ingleses avanzan a sangre y fuego, Flores y los otros conscriptos disparan sus fusiles FAL contra los armas con mira infrarroja de los profesionales británicos. Una lluvia de proyectiles cae alrededor cada vez que levantan la cabeza. No hay manera de sostener la posición y en la madrugada llega la orden de replegarse: buscan refugio en el bunker de toda la guerra. Con el subteniente herido días antes, cuando murió el soldado Serradori, queda a cargo de los 10 colimbas el cabo Alejandro Alves, de 18 años. Los junta y les habla: “Muchachos, estoy orgullos de ustedes. Ahora quiero que todos vuelvan vivos”.
“No pum”.
Ya es de día cuando el combate ha terminado. El grupo de Flores se dispersa. De repente esta solo en el monte Harriet. Cuando se disipa la niebla, abajo ve a los argentinos tomados prisioneros rodeados de ingleses. Destruye su Fal, con un cuchillo tajea una frazada y la usa como poncho, come unas galletitas que encuentra en una carpa y baja. Un paracaidista inglés le sale al encuentro y le apunta. “¿Pum?” le pregunta mientras le hace una seña de sostener un arma. “No pum”, contesta Flores. El británico se acerca y lo palpa. “No pum”, confirma.
Entonces le convida un trago de whisky Criadores, un cigarrillo y lo escolta hasta el grupo de argentinos.
En el Camberra.
Ya en el buque británico donde permanece hasta llegar a Puerto Madryn, se da una ducha. El baño tiene un espejo a lo alto y Flores se asombra al mirarse desnudo. “Soy un palito cabezón, parezco un fósforo”, piensa. Ha perdido 10 kilos en Malvinas. Comparte un camarote con tres colimbas. A los cuatro los controla un soldado inglés que los trata bien. Los deja tranquilos pero les pide que cuando pase un oficial hagan que están limpiando el piso. Cuando lo oye acercarse, grita: “!Clean! Rapído!”. Ellos obedecen. Después apoya su fusil contra el marco y charla con ellos. Le muestra fotos de su familia. Flores, la de su novia. “My girl”, le dice.
Regreso sin gloria.
Desembarcan en Puerto Madryn el 19 de junio unos 4.100 efectivos argentinos. Entre ellos va Flores, que observa asombrado como los vecinos les convidan pan, chocolates, les prestan los teléfonos. Está sentado en la plaza cuando le pregunta a dos chicas si tienen algo para comer. Le dicen que las siga hasta la casa de la abuela, que le prepara un tazón de café con leche mientras ellas compran facturas.
Después los trasladan de noche a Campo de Mayo y les ordenan que no tengan contacto con la gente que se agolpa en el alambrado perimetral. Dos días más tarde, con ropa nueva, regresan en tren a Corrientes. Vuelve el calor popular en la estación de Curuzú Cuatiá. Su padre entra por una ventanilla, lo abraza: “¡Estás vivo! ¡Estás vivo!” repite. No sabía que su familia creía que estaba desaparecido. Su madre lo abraza en silencio. Después de la ducha y la siesta, lo despierta con mate y tortas fritas con dulce de leche.
Al otro día lo revisan en el hospital y lo dejan un mes internado: tiene principio de congelamiento en los pies inflamados. “Tuviste suerte, diez días más y había que amputar”, le dice el doctor. Le dan el alta y vuelve al cuartel: debe terminar la instrucción interrumpida. “¿Qué hace Flores? Esto no es para usted”, le dice un oficial. “Déjeme, quiero recuperar bien los pies y el estado físico”, le responde. Cuando termina, lo mandan a hacer guardias.
Una mañana el jefe le pregunta qué le gustaría hacer, qué quiere. “Lo que quiero es la baja: si no voy a explotar”, le dice. Se la otorgan en septiembre junto a los tres conscriptos con los que aceptó ir a la guerra. Después terminó de estudiar y se dedicó a la docencia. Y como suele decir en las charlas, el cariño de los chicos lo salvó tanto como aquellas piedras que lo protegieron en las islas.
De Curuzú Cuatiá a la Línea Sur y el Alto Valle
Clase 1961, estudiaba Educación Física en Curuzú Cuatiá (sur de Corrientes) y pidió una prórroga de dos años para cumplir con el servicio militar. Entró en febrero del 82.
En 1990 se instaló en Valcheta (Río Negro) donde fue profesor hasta el 2008.
Llegó a Roca ese año y a partir del 2009 una ley le permitió dejar la docencia y dedicarse de lleno a dar cursos y charlas sobre Malvinas. Es divorciado y tiene tres hijos.
Publicado en Diario "Río Negro", 2 de abril de 2018.
Hermosa nota, gran héroe el soldado Flores! Gracias Guillermo.
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