Entre mitos y utopías
por CARLOS SCHULMAISTER.
Desmitificar es reconocer que un núcleo de significados
encierra un mito (una explicación con dos posibilidades: una prerracional y
otra falsamente racional). No reconocer el mito implica admitir sus aparentes
significados como verdades. Luego resta analizarlo críticamente para demoler
los falsos fundamentos de sus pretensiones explicativas y para rescatar el
fondo de verdad que pueda encerrar y que escapa a nuestro conocimiento. En
suma, se trata de interpretar luces y sombras del mito.
La vigencia de un mito implica cierto grado de vuelta atrás,
de alejamiento del presente, pero mirando por el espejo retrovisor del auto
mientras éste avanza, pues el mito no se impone por sí solo viajando del pasado
al futuro, tradición mediante, sino que es tironeado desde el presente. Con
ciertos mitos redivivos las sociedades, o grupos dentro de ellas, escapan
imaginariamente de su propio tiempo histórico en busca de Arcadias a la medida
de sus deseos y necesidades presentes soñando con resucitarlos, no en su
totalidad sino en la parte o el significado que les permita relanzarlos hacia
el futuro, pero en sustitución del futuro real. Me refiero a mitos con
vitalidad, que son vivificados por generaciones actuales que adhieren a ellos
sin importarles su larga antigüedad, o tal vez por eso mismo.
Aquellas con mayor cantidad de mitos vigentes suelen ser
sociedades tradicionales y conservadoras, jerárquicas, sumisas, obedientes,
formalistas y estables, temerosas de los cambios en las costumbres y las ideas,
pues los mitos existen para obtener esos resultados.
Los escapes hacia atrás existieron en todos los tiempos y
lugares en el pasado, pero también en el siglo XX, y aun en la actualidad.
Tendencias de ese tipo se presentan también en ciertas subculturas dentro de
sociedades actuales que cursan la etapa de la Globalización. En el presente,
esas fugas pueden presentarse travestidas de progresismo, engañando así a la
mayoría.
En otras sociedades, por el contrario, mitos similares ya no
movilizan retrocesos históricos pues carecen de vitalidad, es decir, ya no se
cree demasiado en ellos, por más que algunos sean artículos de fe religiosa
vinculados a los libros “sagrados” de ciertas religiones.
La posibilidad del escape reside en el vigor del relato
mítico para dominar, controlar o inducir la dirección del comportamiento y del
pensamiento de hombres posteriores en miles de años a los imaginarios tiempos
inaugurales del mito, produciendo en consecuencia la resistencia y la renuencia
a desarrollar la aventura de poner en tensión el insuficientemente explorado
potencial de las energías humanas (individuales y colectivas, materiales y
espirituales) por fuera de los moldes tradicionales, considerados dignos de
permanencia por su atribuida bondad intrínseca.
Inversamente, la utopía es un escape de la historia hacia
adelante, y no necesariamente su afirmación plena, pero como es muy engañadora
resulta altamente movilizadora socialmente. En realidad, pese a los discursos
ideológicos a su servicio, e incluso por obra de ellos mismos, esa huída hacia
adelante suele representar una deserción del presente inmediato, un intento de
forzar la naturaleza de las cosas, por lo que equivale a una apelación a la
magia, o al milagro. Eso sí, moviliza intensamente a minorías, cuando de acuerdo
a sus excelencias debería movilizar a toda la sociedad.
La utopía, en principio, es todo lo contrario de los mitos.
Si éstos son legitimadores de lo dado, es decir, de lo existente, del sistema,
la utopía es el planteo de la justicia que debe ser como resultado de la
crítica previa de lo existente. No obstante, en la práctica, la utopía, al
igual que los mitos, es dominada por la ideología y se convierte en un mito al
revés, una fuga hacia adelante. Esas son las utopías que hemos conocido, que a la
larga no pueden realizarse y sus deficitarias implementaciones terminan en
desviaciones que deben ser padecidas.
La razón, a mi juicio, es el desprenderse totalmente del
pasado, de ese sedimento de incontables presentes agotados, por lo que sus
promotores se ven obligados a continuar apelando e invocando al destino, al
futuro, para dominar y controlar a amplias mayorías disconformes en el hoy, que
es lo único que existe pese a su fugacidad. Si la utopía se mantiene con
vitalidad sólo en la minoría la única manera de que prospere en punto a su
realización es convirtiéndose en misionera y beligerante, y dejando en algún
momento de ser democrática. Para entonces ya habrá desarrollado un inmenso
cuerpo teórico destinado a explicar y justificar la necesidad de dar el salto
histórico que la sitúe a la cabeza de las masas. En resumen: lo que la teoría
crítica construye magníficamente, la praxis concreta lo desmorona y el fondo
ético ideal originario es la primera víctima sacrificada.
La capacidad cuestionadora de sus mitos heredados no debe
hacer perder de vista la tendencia implícita en la sociedad a identificar el
presente, y sobre todo el estado de derecho y la democracia, en tanto que
situaciones actuales relativamente extendidas, como un paradigma de racionalidad
perfecto y acabado. A partir de allí, hay que reconocer el grado de mentira del
presente, o mejor dicho, la renovada capacidad mitificante, alienante e
irracional, de una racionalidad presente que pretende o intenta dar cuenta de
los mitos supérstites y sobre todo de nuevas utopías. Como sujetos
contemporáneos, nos preocupan más los mitos de la razón, la mitificación de la
realidad producida por el extravío y la crisis de la racionalidad crítica.
Individuos y sociedades, en formas y grados diversos, tienen
tendencias a situar en pasados y en futuros mitificados los impulsos históricos
que traccionan en uno u otro sentido temporal al tiempo presente y su
conciencia de si. Ello sucede así independientemente de la capacidad o
incapacidad de aquellos de mirarse desde afuera del proceso.
Los mitos renacen en el presente, languidecen o bien ya
quedaron en el pasado y están definitivamente muertos. Pero el presente también
puede saltar hacia atrás buscando reverdecer antiguos mitos o creando otros
conexos, como en las experiencias históricas fascistizantes del siglo XX. A la
inversa, la utopía revolucionaria, con su salto histórico hacia delante y su
asalto al futuro es en gran medida un salto al vacío, lo cual la diferencia de
los atajos históricos, otra forma de acelerar el tránsito hacia el futuro
reduciendo distancias sin saltos ni sobresaltos.
La huída del presente, en realidad, no obedece al “miedo” al
presente, tan efímero y breve, sino a la angustia por la imposibilidad del
futuro, el depositario de las estaciones imaginables de nuestra vida (lo que no
ocurre con el presente, que es pura fugacidad) y el garante de nuestra finitud.
Pero el futuro personal no corre con uno, hacia adelante de
uno, sino en contra de uno, como un dique que estalla o como una catarata
incontenible que se nos viene encima sin que estemos vestidos para la ocasión.
El presente devora el futuro como la locomotora de vapor consumía carbón. En
definitiva, a lo que se teme es al futuro por ser un recurso no renovable
(cuestión económica) y por lo que se piensa, se presume, se cree, y se teme que
viene después (cuestión axiológica que condiciona la atribución de sentido a la
vida).
En el futuro, lato sensu, hay dos futuros temidos de
distinta manera: el inmediato y el mediato, y cada uno angustia de distinta
manera en el fugaz pero desmesurado presente de la conciencia.
El culto del pasado y la arqueología de los mitos son un
pretexto, una excusa para atenuar el miedo al futuro personal, imaginando la
prolongación del tiempo por delante nuestro. El pasado es el depósito o el
galpón de los trastos viejos de la vida, que nos permite disfrazarnos de tanto
en tanto, en el carnaval de nuestra existencia, para adoptar una ficticia
identidad, para tener un rostro, y también una familia, y una tribu, con lo
cual nos quita soledad y angustia del presente, a cuenta del futuro.
La fascinación del futuro es una excusa irracional para
reducir y controlar el miedo que provoca. El futuro que fascina es el lejano,
separado y más allá del limitado futuro personal. El futuro abstracto no duele
ni angustia, como lo prueba la indiferencia de mis amigos y de mis propios
hijos ante la posibilidad de que sus nietos y biznietos se encuentren ante el
peligro del anunciado choque de nuestro planeta con un cometa en el año 2126.
Ese futuro cuasi literario es un refugio colectivo de la
especie, un útero tibio y placentero tal como lo es también el pasado mítico
prehistórico, en los cuales se deposita optimismo y serenidad -a diferencia de
los futuros personales de cada uno-, y donde precisamente, en cierto punto, se
diluye toda individualidad.
En cambio, casi siempre para la mayoría el presente es
tierra de nadie, es decir, un espacio no deseado, incómodo, pero potencialmente
tentador. En general, al presente se lo apropia y lo disfruta el oportunista. Y
a veces el loco.
Hay épocas en las cuales existen desmesuradas fugas
colectivas hacia atrás, y otras en los que las fugas se dan hacia adelante con
mucho brío y entusiasmo. Y también hay momentos y lugares donde el pasado y el
futuro se unen complementariamente, como en las experiencias autoritarias de
derechas, representando la conquista del futuro, en realidad, una mítica
búsqueda del paraíso perdido. En tanto que en la revolución, la ruptura con el
pasado se propone para siempre por más que a largo plazo eso sea imposible de
lograr. Con todo, la utopía de la sociedad sin clases es tan sólo la
resurrección del mito de la comunidad primitiva.
En América latina, por miedo al futuro -pues nunca fueron
realmente progresistas- las oligarquías ensambladas con los imperialismos de
turno promovieron golpes de estado tanto en el siglo XIX como en el XX. Temer
al futuro las llevaba a proponerse clausurarlo. Habitualmente el mito vigente
nos enseña todo lo contrario de lo que yo afirmo.
La utopía izquierdista de América latina en los ´60 y ´70
fue en parte una reacción a lo anterior, pero las luchas nacionales nunca
fueron utopías sino desarrollos históricos de la conciencia política popular de
cada momento, pese a haber recibido influencias del utopismo revolucionario.
Los que saltaron el tiempo fugándose hacia adelante fueron los utopistas de
izquierda, incluyendo principalmente a los Montoneros y a los grupos
guerrilleros de izquierda. Ser utopista practicando cualquier forma de
violencia no es, como mínimo, algo inocuo, y mucho menos un indiscutible modelo
a seguir toda vez que esa identificación descansa en la lógica amigo-enemigo.
En Argentina, después de 1955, la resistencia peronista fue
estrategia política de un gran conductor político de masas, sin que su grandeza
impida ni evite revisar críticamente su trayectoria política. La superposición
de la utopía revolucionaria, intentando acelerar la propia dinámica de la lucha
movimientista peronista, unido a la agudización de las contradicciones internas
de ésta, trajo como resultado su fracaso, la mayor represión popular conocida
hasta entonces, y el retroceso de la evolución social de los argentinos.
La utopía futurista, desvinculada de la realidad de lo
posible, siempre intenta forzar la realidad para eludir y borrar las
responsabilidades históricas concretas y la necesidad de dar respuestas
políticas y sociales ya, ahora.
En consecuencia, hay dos formas de imaginar el futuro: el
futuro enlazado con el presente, el futuro racional, al que se llegará
previsiblemente subiendo por la escalera peldaño a peldaño, incluyendo
descansos y retrocesos; y el futuro desprendido del presente, al que se intenta
llegar no por medio de ascensores pues no existen sino dando saltos: es el
futuro mitificado. En la realidad, quienes crean posible escapar de los cercos
de los “laberintos” por arriba han de fracasar inexorablemente a menos que le
crezcan “alas” (algo imposible) o posean tecnología capaz de propulsarlos hacia
ese “arriba”. En todos los casos, no podrán evitar los “porrazos”.
Lo mismo sucede con el pasado: el pasado construido y
articulado con el presente es un pasado histórico, dinámico, provisorio, vital,
y nosotros somos dueños de él. A la inversa, un pasado recibido, heredado,
lejano, impreciso, desarticulado del presente personal, es un pasado mítico,
estático, fijo, muerto, y aun así nos domina.
Y sin embargo, la huida del presente y de la racionalidad a
través del mito y la utopía es sólo aparente, ya que ni el mito ni la utopía
pueden desprenderse del presente donde son pensados ni pueden existir sin una
dosis de racionalización, del mismo modo que la racionalidad va acompañada de
la función mitificadora del sistema.
Hasta unas cuantas décadas atrás, la utopía era pensada como
un imposible lógico. Hoy lo es como un inédito posible: cuando ella sobrepasa
la mera entidad teórica se la comienza a percibir como una acumulación de
energía puesta en tensión para lograr un salto cualitativo en las formas de
organización y desarrollo de la vida colectiva en el sentido del bien común, y
en ese sentido parece hallarse en marcha. En la práctica, las utopías se
mitifican, se irracionalizan, tornándose irrealizables, con lo cual el antiguo
significado de utopía vuelve a cobrar vigencia.
El fracaso y los terribles costos de las utopías
totalitarias recientes han logrado que tengamos inclinación a poner en el
centro de la utopía los riesgos, los extravíos y los resultados no deseados.
Pero todas las utopías no han sido ni son homogéneas ni mucho menos violentas
ni totalitarias. Y no tienen por qué serlo.
Año 2008.
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