Gilbert Keith Chesterton fue un escritor prolífico y casi todo lo que escribió tuvo una finalidad apologética, incluso las obras que publicó bastante antes de su conversión al catolicismo. De esa vasta producción, que según Borges "no encierra una sola página que no ofrezca una felicidad", un puñado de libros se destaca del resto por la vigencia de sus temas, que vencieron las urgencias periodísticas en las que se originaron, y la calidad literaria de su tratamiento. Al frente de esa categoría de excelencia suele ubicarse a El hombre eterno, aparecido en 1925.
Chesterton (1874-1936) lo pensó como respuesta al Esquema de la historia universal, un ensayo de su amigo y contendiente intelectual, H.G. Wells, que se había divulgado años antes con un éxito abrumador (llegó a vender unos dos millones de ejemplares en todo el mundo). Fue una réplica inspirada. En ella Chesterton exhibe lo mejor de su pluma: el ingenio de sus paradojas, siempre eficaces; la agudeza, recubierta de humor, de su intelecto; la habilidad para detectar contradicciones y puntos flacos en las ideas modernas, y una rara sabiduría nacida de vastas lecturas que había meditado y asimilado a lo largo de los años.
Tomando como excusa el historicismo materialista de Wells, que se negaba a registrar cualquier indicio de intervención divina, Chesterton se propuso revisar de qué modo la modernidad ha contado la historia del mundo y la historia del hombre. En el centro de sus críticas estaba el evolucionismo y su teoría de un desarrollo gradual de la humanidad a partir de especies animales, noción que perdía de vista la excepcionalidad del ser humano. La evolución, objetaba, no explica la inteligencia humana ni su espíritu.
Las pinturas halladas en cavernas ancestrales probaban que el hombre se diferencia de los animales por la especie y no por evolución ("el hombre sabía pintar renos, y los renos no sabían pintar hombres", ironizaba). De ahí que todo intento de contar la historia humana debía empezar "con el hombre como hombre; con el hombre como algo absoluto y único".
Esa omisión alcanzaba también al hecho no menos excepcional del nacimiento de Jesucristo y de la Iglesia. A pesar del argumento académico corriente, el cristianismo no había sido una religión como las otras de su tiempo, ni había sido un paganismo reformado ni se había apropiado, adaptándolas, de las supersticiones vigentes en el primer siglo de nuestra era. Desde el principio había sido algo muy distinto, y la diferencia surgía del "singular problema humano" que plantea la vida de Jesús. Chesterton decía que, abordada por un imaginario lector virgen del Nuevo Testamento, esa vida complicada y contradictoria se vuelve incomprensible si se la reduce a meros criterios humanos. El acontecimiento único de la Encarnación, acotaba, "no se puede utilizar como un elemento de religión comparada", por la simple razón de que no hay nada que se le compare.
A lo largo del libro Chesterton también traza su propio resumen de la historia universal. En ese recorrido señala puntos luminosos (Babilonia, Egipto, la China ancestral), atravesados por otros siniestros (como los de México y Perú, "refinados hasta el punto de adorar al diablo"). Hace observaciones muy pertinentes para nuestros días. Desliza que si alguna vez existió un matriarcado no fue sino como consecuencia de la "anarquía moral": las madres pasaron a ser lo único permanente porque los padres era anónimos y fugaces, de allí que el patriarcado fuera, en realidad, un progreso y un beneficio para las mujeres. Recuerda que el momento culminante de la civilización tuvo como centro al Mediterráneo, mar "en el que se vierten y unifican las corrientes más dispares".
"En este círculo del orbis terrarum -escribe- es donde se libra el combate entre el bien y el mal, la lucha sin fin de Europa y Asia, desde la huida de los persas en Salamina, hasta la huida de los turcos, en Lepanto; el duelo en que se enfrentaron, según la carne y según el espíritu, las dos formas perfectas del paganismo, latino y fenicio".
Pero esa cúspide tuvo limitaciones. Las antiguas mitologías paganas no habían sido una religión: tenían calendarios, pero no tenían un credo. Los paganos entrevieron al Dios que había de satisfacer su alma, pero no fueron más allá ("hablando humanamente..., el mundo debe Dios a los judíos", aclaraba Chesterton). El cristianismo, en cambio, rápidamente se convirtió en Iglesia. Su aparición en la historia interrumpió la decadencia de Roma, que "como entre nosotros, sucumbió a la acción convergente del sistema servil y la promiscuidad urbana", y estaba deslizándose por la misma pendiente nihilista del Asia contra la que tanto había combatido. El nacimiento en Belén fue, en verdad, una nueva creación del mundo, y también comenzó en una caverna.
EL ENEMIGO.
Chesterton advertía del riesgo de falsear el significado de la Navidad pasando por alto la presencia del Enemigo en Belén, representado por Herodes y su "devorador odio por la inocencia". Detrás de esa "cosa dulce, apacible, sencilla" había algo muy complejo: "la humildad, la alegría, la gratitud, el miedo místico; pero al mismo tiempo, el alerta y el drama". La Iglesia nació en aquella "gran paradoja de la caverna".
"Era importante cuando era aún insignificante, cuando era aún impotente -subrayaba-. Y era importante porque era intolerable, y justo es decir que era intolerable porque, a su vez, era intolerante. Se la odiaba porque secreta y calladamente había declarado la guerra, porque se había alzado para destrozar los cielos y la tierra del paganismo".
Hay otras obras de Chesterton que son más populares, que divierten más y conmueven más, pero pocas tuvieron la influencia de El hombre eterno. El padre Ronald Knox tenía "la firme opinión de que la posteridad lo juzgaría el mejor de sus libros", impresión que compartía Evelyn Waugh, otro converso notable. C.S. Lewis confesó que, al leerlo en una etapa en la que se debatía entre las sombras de un vago teísmo, pudo ver "por primera vez todo el bosquejo cristiano de la historia expresado de un modo que me parecía sensato", y ese fue el primer paso para internarse en una relación personal con Dios y llegar a una conversión más arraigada y profunda. Hasta Borges se rindió ante sus méritos, pese al agnosticismo que siempre le impidió valorar la apologética chestertoniana. En uno de sus últimos escritos alabó esa "extraña historia universal que prescinde de fechas y en la que casi no hay nombres propios y que expresa la trágica hermosura del destino del hombre sobre la tierra".
Publicado en Diario "La Prensa", 12 de enero de 2020.
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