La reinvención de Cristina: por qué fue el personaje del 2019.
Se corrió a un costado para volver al poder. Resiliencia, relación con Alberto Fernández y planes para 2020. Los miedos que genera.
Retrocedamos doce meses. A pesar del estado calamitoso de la economía y la probabilidad de que seguiría rodando cuesta abajo, Mauricio Macri y sus íntimos aún confían en la reelección. Cuentan con una carta de triunfo que suponen será decisiva: el temor a Cristina y el desprecio que tantos sienten por los adulones que la rodean.
Coinciden muchos peronistas, entre ellos los presuntamente más influyentes. Creen que Cristina es tóxica, que si bien aún tiene una multitud impresionante de secuaces, les sería electoralmente suicida, además de indigno, reinstalarla como la jefa absoluta de un movimiento que en su opinión tendría que reformarse. Aunque les molesta que la senadora se resista a hacer mutis, dicen que ya pertenece al pasado.
De más está decir que quienes pensaban así se equivocaron. Cristina lo intuía. Su regreso al centro del mundillo político comenzó en abril con el lanzamiento de un libro de reflexiones titulado “Sinceramente” en que señaló que “hicieron y siguen haciendo todo lo posible para destruirme. Creyeron que terminarían abatiéndome. Es claro que no me conocen”.
Por razones netamente políticas –no contenía revelaciones escandalosas o planteos ideológicos impactantes–, el libro tendría una venta de más de 300 mil ejemplares, una cantidad enorme en un país en que vender diez veces menos suele considerarse un éxito espectacular y, lo que fue más importante aún que las regalías que le aportaba, le brindó un pretexto perfecto para hablar, con un grado de serenidad suficiente como para desarmar a los asustados por su vehemencia habitual, una y otra vez ante muchedumbres enfervorizadas.
“Sinceramente” le sirvió a Cristina para dar comienzo a la campaña de regreso. En mayo, puso en marcha la segunda etapa del operativo al anunciar, para asombro de virtualmente todos, que sería precandidata a la vicepresidencia en una fórmula encabezada por un hombre que hasta algunos meses antes había sido uno de sus críticos más feroces: Alberto Fernández.
Cristina pudo haber hecho la misma oferta a Miguel Ángel Pichetto, el “moderado” que durante mucho tiempo había aprovechado su posición como jefe del bloque de senadores peronistas para hacer valer los fueros de la ex presidenta y de tal modo negarse a entregarla a la Justicia, pero le pareció que Alberto, el que en aquel entonces carecía por completo de poder formal, le sería más fiel y más fácil de manejar. En cuanto a Pichetto, optó por hacer causa común con Macri. ¿Cometió un gran error al unirse a una agrupación que pronto sería derrotada? Como Cristina acaba de recordarnos, la política dista de ser lineal; no hay garantía alguna de que el equilibrio de poder actual se mantenga estable en los meses y años venideros.
De todos modos, además de poner patas arriba al resto de la clase política nacional, la jugada dejó claro que en realidad Cristina no estaba dispuesta a renunciar a ninguna pretensión. Que una aspirante a la vicepresidencia eligiera a quien, de ganar, ocuparía un puesto formalmente superior es insólito en cualquier parte del mundo, pero es tal el hambre de cargos y caja de los peronistas que bastaba con recordarles que para mantener su lugar en la clase política nacional necesitarían sus votos.
Lo que los muchos enemigos, adversarios y ex partidarios arrepentidos de Cristina no habían entendido es que sería capaz de emprender una maniobra digna de una lectora asidua de Maquiavelo que en pocos meses la pondría muy cerca del lugar que supone debería ser suyo.
Cuatro años antes, había actuado con torpeza llamativa a la hora de repartir candidaturas al obligar a Daniel Scioli a permitirse acompañar por un piantavotos como Carlos Zannini y querer que los bonaerenses ungieran gobernador al aún menos popular Aníbal Fernández, de tal modo posibilitando los triunfos de Macri y María Eugenia Vidal. Aleccionada por aquel fracaso, y por la derrota que ella misma sufrió en la provincia de Buenos Aires a manos del respetable pero apenas conocido macrista Esteban José Bullrich, decidió que le convendría más dejarse representar por un personaje de imagen menos áspera que podría recibir el apoyo del grueso de la gran familia peronista.
Alberto, que, según confesó, nunca había soñado con ir tan lejos, estuvo tan sorprendido como el que más por el pacto que le propuso la ex presidenta a la que poco antes había colmado de epítetos oprobiosos. En los días siguientes, repitió el mantra:
“Con Cristina no alcanza pero sin Cristina no se puede”. Sabía que para superar a Cambiemos, el peronismo precisaría los votos –aproximadamente la tercera parte del padrón– de los leales a la señora además de los de quienes se sentían atraídos por los “federales” o “racionales”, personajes como Roberto Lavagna, Sergio Massa, Pichetto y Juan Manuel Urtubey.
Hasta que se prendió la luz en los cuartos oscuros y se confirmó la victoria de los dos Fernández, Cristina, consciente de que no sería de su interés espantar a los indecisos, mantuvo un perfil tan bajo que los hubo que se aferraban a la noción de que en verdad lo único que quería era ahorrarse una estadía prolongada en una cárcel maloliente. Sería, como Alberto nos asegura, una Cristina herbívora que nunca jamás trataría mal a nadie.
¿Lo es? Aunque es imposible saber lo que está pasando en la cabeza de una dirigente tan complicada y caprichosa como Cristina, lo más probable es no haya abandonado por completo la idea de que el destino o lo que fuera la ha elegido para liderar un movimiento de redención nacional, cuando no continental, ya que a todos sus rivales para dicho rol les ha ido muy mal últimamente. Los que van por todo no saben de límites.
Quienes se niegan a creer que haya una Cristina nueva, una abuela tan bondadosa que está dispuesta a perdonarle a Alberto los insultos vitriólicos con los cuales durante años la había colmado, se sintieron reivindicados por su actuación frente al Tribunal Oral Federal 2 en Comodoro Py poco antes de empezar su etapa como vicepresidenta. Hecha un basilisco y moviendo sus brazos como hachas, a los gritos denunció a los jueces por participar de una campaña vil de “lawfare” urdida por sujetos como Macri en contra de los líderes populares. Puesto que a su entender la Historia ya la había absuelto, dejó en claro que los jueces pronto tendrían su turno en el banquillo de los acusados.
Razones. ¿A qué se debe el poder descomunal que ha conservado Cristina? A primera vista, la respuesta parece sencilla; a la lealtad duradera de muchísimos pobres e indigentes, en especial los que apenas logran subsistir en las zonas más deprimidas del conurbano bonaerense. Así y todo, no es tan fácil explicar los motivos de la adhesión de tantos a su figura. ¿La quieren porque es carismática, porque creen que entiende lo que es sentirse atrapado en una sociedad en que les es sumamente difícil abrirse camino, porque apoyarla les sirve de una seña de identidad, porque es de los dirigentes políticos que, por su naturaleza, son capaces de cautivar a sus admiradores poniendo en marcha un proceso de cristalización similar a aquel que, según Stendhal, produce el enamoramiento?
Parecería que, para millones de hombres y mujeres, Cristina sí tiene algo muy especial, pero, excepción hecha de los militantes mayormente burgueses de La Cámpora, a los demás les cuesta apreciar las cualidades que la hacen no sólo distinta del resto de los políticos sino también mucho más atractiva que la mayoría. Puede que la haya ayudado el autoritarismo que, como Alberto dice con un toque de pesar, es una de sus características más notables; entre quienes apenas sobreviven, pesa mucho la convicción de que no habrá cambios que les resulten beneficiosos hasta que el país tenga un líder, o lideresa, muy pero muy fuerte.
Sea como fuere, para quienes no son kirchneristas las fuentes de poder de Cristina siguen siendo misteriosas. No es que la vicepresidenta sea la abanderada de una ideología coherente del tipo que en otras tierras y otros tiempos han servido para movilizar a millones. Algunos intelectuales aparte, pocos la respaldan por sentirse representados por los mitos nac&pop de los años setenta del siglo pasado que, es de suponer, subyacen en su inconsciente.
Asimismo, lo logrado, por decirlo de algún modo, por otros dirigentes de pensamiento similar, como el venezolano Nicolás Maduro, hace sospechar que un eventual período de hegemonía cultural cristinista no contribuiría en absoluto a mejorar las perspectivas frente a los sectores más pobres de la sociedad. Por el contrario, a juzgar por lo sucedido en otras latitudes, los condenaría a un nivel de vida radicalmente más penoso que el que ya están sufriendo.
Por ser cuestión de Cristina, hay que preguntarse si se sentirá conforme con lo mucho que ha conseguido en el año que pronto terminará. Es legítimo dudarlo. Quienes hablan de “hipervicepresidencialismo” dan por descontado que toma a Alberto por un empleado más que tendría que obedecer sus órdenes o correr el riesgo de ser despedido. Aunque al pertrecharse con rapidez fulminante de “superpoderes” a expensas del Congreso, donde Cristina y sus vasallos se han atrincherado, Alberto se las ha arreglado para fortalecerse, tendrá que pensar en la posibilidad de que la señora haya preferido dejarlo libre por un rato para llevar a cabo el ajuste brutal, que ya se ha iniciado, con la expectativa de que no tarde en provocar la rebelión del los agricultores seguida por otra del grueso de la clase media, lo que le brindaría otra oportunidad para sacar provecho del rencor imperante y volver, como salvadora de la Patria, a su auténtico lugar en el mundo.
Por lo demás, no extrañaría demasiado que los kirchneristas más fanatizados aún incluyeran a Alberto en la lista negra de enemigos del pueblo que merecen ser castigados por el crimen de lesa Cristina; aun cuando ella misma lo haya amnistiado, la militancia no habrá olvidado sus comentarios ácidos acerca de las presuntas deficiencias políticas y, lo que era peor, personales de la dirigente la que han jurado fidelidad.
Cristina y sus laderos esperaban que, gracias al estallido de la bomba de tiempo económica que habían armado en las fases finales de su segundo período en el poder, les sería dado expulsar muy pronto al usurpador Macri de la Casa Rosada. Si bien dicho plan no pudo concretarse, toda la gestión del ex presidente se vio ensombrecida por el peligro planteado por la presencia amenazadora de Cristina, razón por la que no tuvo posibilidad alguna de arrancar con un ajuste feroz parecido al ordenado por su sucesor.
Miedos. En el exterior, el que Cristina se haya ubicado a un solo latido de la presidencia de la República es motivo de alarma y perplejidad. Todos saben que la Argentina es diferente, que luego de cruzar la frontera las reglas que son normales en el resto del planeta dejan de funcionar, pero no entienden cómo una persona acusada de corrupción en una escala que envidiarían los sátrapas más voraces del Oriente Medio y África haya podido mantener un grado efectivo de popularidad que es muy superior a aquel de todos sus adversarios políticos.
Mientras que en otros países –Chile, Colombia, El Líbano, Irak, Irán, etcétera– las calles están llenas de manifestantes que protestan con furia contra la corrupción que, con razón, creen propia de la dirigencia política local, aquí sus equivalentes celebran reuniones ruidosas en que gritan eslóganes a favor de una ex presidenta que, de tomarse en serio una fracción de las denuncias que se han formulado, está entre los campeones mundiales en la materia.
¿Es que, como Alberto en su encarnación actual nos quiere persuadir, están convencidos de que todas las acusaciones son inventos de medios mercenarios y fiscales politizados, o es que a juicio de aproximadamente la mitad de la población una dirigente popular tiene pleno derecho a enriquecerse a cambio de los servicios brindados? Será una combinación de ambas formas de interpretar la frondosa información disponible, además del cinismo de los muchos que dan por sentado que virtualmente todos los políticos son estafadores natos y que por lo tanto es injusto indignarse por la corrupción de algunos.
Acaso lo único cierto es que la reputación de Cristina es tan mala que, fuera de los círculos gobernantes de Venezuela, Cuba y, tal vez, Irán, su regreso casi milagroso al centro del escenario nacional es motivo no de aplauso por la proeza política extraordinaria que ha protagonizado sino de consternación. Muchos están preguntándose: ¿tendrá futuro un país en que la corrupción es considerada meramente anecdótica? ¿Y es la voluntad de tantos de minimizar su significado sólo uno de los síntomas –otro es la inflación crónica– de una enfermedad política que podría resultarle mortal?
Noticias Perfil.
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