POR CARLOS SCHULMAISTER.
El conocimiento de
la realidad consiste en un sistema de creencias que consagra de hecho y de
derecho los parámetros de lo correcto, lo normal, lo verdadero, lo conveniente
y lo debido para una sociedad determinada.
La importancia de
la aceptación o acatamiento de sus premisas consiste en su capacidad de
ordenar, disciplinar y tornar previsibles los comportamientos sociales,
permitiendo así su desarrollo con el menor grado de conflictividad y ahorrando energías
sociales disponibles.
En los últimos
12.000 años la mayor parte de la humanidad ha conocido una extensa cantidad de sistemas, o culturas,
caracterizados por tremendos contrastes de singularidad, originalidad,
diversidad y complejidad entre ellos. Paulatinamente, casi todos han ido
atenuando sus rasgos, comunicando, recibiendo, adoptando, tolerando,
resistiendo o imponiendo a otros costumbres, creencias, normas y formas de
sentirse en el mundo, de suerte que en el transcurso de la historia muchos particularismos
fueron perdiendo exclusividad hasta convertirse en patrimonio común de grupos y
sociedades cada vez más amplios.
Existe una creencia
-más bien un supuesto subyacente- acerca de que ciertas formas y concepciones
culturales actuales muy extendidas y de antiquísima data han
sido legitimadas por el transcurso del tiempo, recibiendo la consagración
de sus bondades, virtudes y condiciones que las hacen preferibles o deseables siempre, o por lo
menos hasta hoy. Dicho de otra manera, la sabiduría humana se coce a fuego
lento.
Cada ser humano es
socializado en el acervo preexistente, incorporándolo formal e informalmente en
su bagaje cultural personal y moldeando su conciencia histórica. Pero cada
hombre, cada generación y cada sociedad en su época así como reciben cosas del
pasado también van dejando improntas novedosas en la cultura, las cuales, a su
vez, se proyectarán hacia sus respectivos futuros.
Como este proceso
de recibir, recrear, crear y transmitir históricamente se lleva a cabo la mayor
parte del tiempo en forma inconsciente (salvo en el caso de las revoluciones
políticas modernas) estamos convencidos de que la humanidad tiene unas metas y
unos insumos culturales legitimados y que todos somos en mayor o menor medida
eslabones que cumplimos una función positiva en la proyección de de ese
sistema. Esta certeza puede rastrearse desde la antigüedad en numerosos
escritos que revelan conformidad y aceptación de la realidad, aunque
generalmente concebida y ordenada a designios metahistóricos.
Según esa manera de
concebir y sentir la existencia humana los hombres transmiten la sabiduría
acumulada a lo largo del tiempo. Fácil es estar de acuerdo, no obstante, se
suele olvidar lo que corresponde a la pregunta acerca de quién transmite la
maldad y la irracionalidad de la que constantemente hace gala el género humano,
precisamente el único género que posee la razón.
En todos los
tiempos esa pregunta mereció respuestas similares, como las que situaban y
sitúan el mal fuera del género humano,
tanto porque el mal tuviera vida propia por provenir de Lucifer, es decir, de
alguien existente metafísica e históricamente en condiciones de superioridad
sobre el género humano y por lo tanto en condiciones de poder vencer a éste; o
bien por situarlo en los otros, en alguien fuera de los parámetros de humanidad
a los que los hombres de la tribu se acogen, “alguien que no es como nosotros”
y por ello mismo resulta ser un “monstruo”.
El sistema social y
la humanidad representan y transmiten constantemente la versión atávica de la
lucha del bien contra el mal. El bien es parte del sistema, el mal está fuera y
debe estarlo siempre. Cada hombre en la historia, independientemente de su
jerarquía y merecimientos, es decir, desde el más bajo al más alto, se siente parte
del sistema, por más que pueda ser consciente de sus imperfecciones o
injusticias.
De modo que al
sistema lo consagran y convalidan tanto el amo como el esclavo, el rico como el
pobre, el bueno como el malo, y ello tan sólo por pertenecer ambos al mismo
sistema. Ambos polos de dicha contradicción consagran conjuntamente un orden en
la medida que el primero somete al segundo, pero este orden se resiente cuando
el segundo desobedece al primero. Claro que de ciertas desobediencias pueden
surgir nuevos órdenes, como explica Victor Hugo en Los Miserables al mostrar
las diferencias entre motín e insurrección.
Ante esta
conclusión corresponde reformular la creencia acerca del mal como externo al
nosotros. Evidentemente el mal también está en nosotros, en acto y en potencia,
como lo está el bien, pero no solamente si comparamos varios individuos, sino
fundamentalmente en un mismo individuo.
Eso sí, no se trata
de dos hombres distintos en un mismo individuo sino de uno sólo con dos
dimensiones posibles de realización, la del bien y la del mal, por decirlo
sintéticamente para mostrar la fuerza de los contrastes en sus polos antagónicos, pero teniendo
siempre presente que en la realidad la variedad posible se expresa y construye
a lo largo de un arco de 180 grados.
En consecuencia,
dejando ya al hombre genérico o abstracto, cada uno de nosotros es un grano de
arena en la historia, grano que sirve para afirmar y consolidar tanto lo bueno
como lo malo, lo correcto como lo incorrecto, lo verdadero como lo falso.
Vale aclarar que
ello es así independientemente de la inteligencia, de la voluntad o de la
vocación de representar y realizar el bien y de excluir el mal que un hombre o
muchos hombres pudieran tener particularmente.
Para aclararlo de
una vez, todo lo que damos por bueno no es totalmente tal, ni todo lo que damos
por verdadero es realmente tal. Lo bueno y lo malo, lo verdadero y lo falso,
son dos caras de la misma moneda en la historia de la humanidad y de cada uno
de los humanos.
Esta contradicción
constante de lo humano se basa en la facultad de los hombres de creer. Pero
creer no es conocer, más aún, creyendo no se ha de conocer.
Esta digresión
debería hacer carne en nosotros la necesidad de ser más humildes respecto a la
condición humana, misma que transmitimos al futuro en nuestros descendientes
repitiendo inexorablemente el mismo acto no democrático que nuestros padres
cometieron al crearnos: no nos consultaron.
Una reflexión
oportuna en este sentido -aunque sólo fuera de vez en cuando- nos haría
comprender y tener presente la soberbia que en realidad representa el habitual
optimismo ingenuo en el poder de la razón, especialmente respecto de la vida
del espíritu que nos constituye.
Lejos de ser
dioses, ni semidioses, ni héroes ni superhombres, ni de parecerlo, y puesto que
vivimos en el tiempo somos una constante contradicción andante, débil y
vulnerable, cada vez más parecida en nuestro errático divagar a la hoja de un
árbol en la tormenta.
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La diferencia de opiniones conduce a la investigación, y la investigación conduce a la verdad. - Thomas Jefferson 1743-1826.