Una de mis lecturas veraniegas ha sido el libro de Augusto del Noce, Gramsci o el suicidio de la revolución, una obra que requiere tiempo y tranquilidad. No es un libro fácil, ni por su contenido (los debates Gramsci/Gentile/Croce, por ejemplo, nos pillan algo lejos) ni por el propio texto, reiterativo en ocasiones. Y sin embargo, he encontrado algunas reflexiones que creo que justifican el esfuerzo de hincarle el diente.
Es mérito de Gramsci, claro, pero también de la lectura que hace Del Noce. Encontramos, por ejemplo, la célebre constatación de Augisto del Noce, dejada caer como quien no quiere la cosa, pero cargada de consecuencias: «la secularización del modo de pensar del pueblo italiano, el cual permaneció fiel por principio a la «moral católica», incluso en los tiempos de máximo dominio del anticlericalismo, se cumplió después de treinta años de gobierno conducido por el partido de los católicos».
Pero me ha llamado la atención lo que escribe Gramsci, que confieso que desconocía, en el undécimo cuaderno, cuando trata de la Iglesia católica. Allí señala tres direcciones entre los católicos: quienes se enfrentan al mundo moderno (que llama integristas), quienes apuestan por el «compromiso y el equilibrio» con éste (que Gramsci llama los jesuitas) y quienes son agentes de la modernidad, aunque lo disimulen (que Gramsci llama modernistas).
Sobre los que califica como jesuitas (una generalización que no refleja la realidad: hay jesuitas jesuíticos, sí, pero también jesuitas integristas y jesuitas modernistas), escribe Gramsci que el punto de llegada sería el mismo que el de los modernistas, solo que «con un ritmo tan lento y metódico que las mutaciones no son percibidas por la masa de los simples, si bien parecen revolucionarias y demagógicas a los integristas». En cuanto a los modernistas, Gramsci afirma que «el modernismo no ha creado órdenes religiosas, sino un partido político, la democracia cristiana».
Del Noce añade este comentario de su puño y letra: «Ciertamente se puede admirar la capacidad de Gramsci para adivinar el futuro. La crisis de la Iglesia –por cierto, no prevista por nadie en los años 30- ocurrió realmente, después de 1960, en la forma que él había descrito. En tiempos turbulentos renació el modernismo, y exactamente en forma de resolución de la religión en política a través de las diferentes teologías «políticas», de la revolución, de la liberación, de la secularización, etc.; y la crisis también hizo reaparecer, involucrándola, la misma línea silenciosamente mediadora y equilibrante de los jesuitas».
Más allá de la terminología empleada, que ya he señalado que es discutible, lo que pone de relieve la reflexión de Gramsci es la crucial cuestión de cómo deben actuar los cristianos en un mundo hostil. Aparece aquí la eterna tentación a la que siempre se enfrenta la Iglesia: pactar con el Mundo, contemporizar con el Mundo, encontrar un encaje en el Mundo… en definitiva, rendirse ante el Mundo (empleo aquí el término en el sentido en que aparece en el Evangelio como uno de los enemigos del alma). Y un ritmo más lento o un camino más tortuoso no arreglan nada cuando esa decisión de fondo ya ha sido tomada.
Vale para los años 30 del siglo pasado, para los años 60 y también para nuestros días.
https://www.infocatolica.com/blog/archipielago.php/2109021028-una-profecia-de-gramsci-sobre
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