Por TEODORO BOOT.
Sepan ustedes que la Revolución Libertadora se hizo para que en este bendito país el hijo de barrendero muera barrendero.
Almirante Arturo Rial, 1955.
A todos los que atacan una revolución que ha venido a restablecer la libertad de palabra, yo les cortaría la lengua. Carlos Walter Perkins, 1955.
Le hicieron creer al empleado medio que con su sueldo medio podía comprar celulares e irse al exterior. Javier González Fraga, 2016.
Todos sabemos que nadie que nace en la pobreza en la Argentina llega a la universidad. María Eugenia Vidal, 2019.
¡Volvieron! ¡Son los mismos! Raúl Scalabrini Ortiz, 1955.
El 16 de septiembre de 1955, con el asesinato del coronel Ernesto Félix Frías, jefe de la Escuela de Artillería de Córdoba, se iniciaba la autodenominada Revolución Libertadora, el golpe de estado que acabaría con el gobierno del presidente más votado de la historia argentina.
Podría decirse que el proceso golpista había comenzado casi exactamente diez años antes, el 8 de octubre de 1945, cuando a instancias del teniente coronel Mora, un grupo de treinta oficiales de la Escuela Superior de Guerra planeó el secuestro y asesinato del coronel Juan Perón. El atentado debía llevarse a cabo al día siguiente, cuando el entonces ministro de Guerra y vicepresidente de la Nación debía concurrir a la Escuela para inaugurar un curso sobre energía atómica. Los temores del general Ábalos, jefe de la Guarnición Campo de Mayo, a precipitar una guerra civil, llevaron al abandono del plan.
A propósito, el 16 de septiembre de 1955 el coronel Frías fue ultimado por el propio general Eduardo Lonardi, jefe de la sublevación, quien le descerrajó un balazo debido a su negativa a sumarse a la asonada.
A propósito dos, el 22 de marzo de 1959 la Escuela de Artillería de Córdoba recibió el nombre de “Teniente General Eduardo Lonardi”.
Las razones para acabar en 1945 con la vida de quien todavía no era candidato a nada, resultaban múltiples, variadas, absurdas e increíblemente contradictorias: que Perón era nazi, que le había declarado la guerra a los nazis, que convivía abiertamente con una bataclana, cuyo hermano le hacía las veces de secretario, que estaba en conversaciones con los norteamericanos, que era un demagogo, que despertaba los más bajos resentimientos populares, que le había dado un empleo en el Correo a un amigo de la familia de la bataclana, que había convertido la Secretaría de Guerra en un reducto de sindicalistas y delegados obreros, instaurado el estatuto del peón rural, establecido el pago del aguinaldo y la obligación del descanso anual para los trabajadores. Y que hablaba todo el tiempo por radio, como Mussolini, Hitler, Churchill y Roosevelt.
Las ofensas eran tantas que pocos días después de aquel primer atentado, el coronel sería detenido, expulsado del Ejército y recluido en la isla Martín García, iniciando así la etapa de su ostracismo definitivo… que no se prolongó por más de una semana.
No vaya a creerse que aquel prematuro intento de asesinato fuese el único antecedente del golpe que se iniciaba el 16 de septiembre de 1955: a principios de febrero de 1946 desde la Sociedad Rural de Corrientes, el Partido Liberal y la Unión Cívica Radical, se urdió un nuevo intento de asesinato del ya candidato presidencial. El atentado fracasó y, tal como ocurriría en lo sucesivo, la ira de los flamantes antiperonistas se abatiría sobre la multitud, tiroteada por algunos conspiradores desde los techos de las casas de la ciudad de Goya, y desde un automóvil por los conspicuos liberales Bernabé Marambio Ballesteros, Ovidio Robar y Gerardo Speroni.
Las elecciones realizadas poco después, el 24 de febrero de 1946, serían las primeras no amañadas desde que en 1928 Hipólito Yrigoyen fuera plebiscitado para su segunda presidencia. Sin embargo, la bancada opositora encabezada por el diputado Ricardo Balbín se retiraría de la Asamblea Legislativa repudiando la asunción del presidente electo. Podría decirse entonces que, más allá de los intentos de asesinato, el golpe de Estado propiamente dicho había comenzado en el mismo momento en que debía asumir el gobierno que se buscaría derrocar, curioso fenómeno en el que las consecuencias serían previas a las causas.
Sepan ustedes que la Revolución Libertadora se hizo para que en este bendito país el hijo de barrendero muera barrendero.
Almirante Arturo Rial, 1955.
A todos los que atacan una revolución que ha venido a restablecer la libertad de palabra, yo les cortaría la lengua. Carlos Walter Perkins, 1955.
Le hicieron creer al empleado medio que con su sueldo medio podía comprar celulares e irse al exterior. Javier González Fraga, 2016.
Todos sabemos que nadie que nace en la pobreza en la Argentina llega a la universidad. María Eugenia Vidal, 2019.
¡Volvieron! ¡Son los mismos! Raúl Scalabrini Ortiz, 1955.
El 16 de septiembre de 1955, con el asesinato del coronel Ernesto Félix Frías, jefe de la Escuela de Artillería de Córdoba, se iniciaba la autodenominada Revolución Libertadora, el golpe de estado que acabaría con el gobierno del presidente más votado de la historia argentina.
Podría decirse que el proceso golpista había comenzado casi exactamente diez años antes, el 8 de octubre de 1945, cuando a instancias del teniente coronel Mora, un grupo de treinta oficiales de la Escuela Superior de Guerra planeó el secuestro y asesinato del coronel Juan Perón. El atentado debía llevarse a cabo al día siguiente, cuando el entonces ministro de Guerra y vicepresidente de la Nación debía concurrir a la Escuela para inaugurar un curso sobre energía atómica. Los temores del general Ábalos, jefe de la Guarnición Campo de Mayo, a precipitar una guerra civil, llevaron al abandono del plan.
A propósito, el 16 de septiembre de 1955 el coronel Frías fue ultimado por el propio general Eduardo Lonardi, jefe de la sublevación, quien le descerrajó un balazo debido a su negativa a sumarse a la asonada.
A propósito dos, el 22 de marzo de 1959 la Escuela de Artillería de Córdoba recibió el nombre de “Teniente General Eduardo Lonardi”.
Las razones para acabar en 1945 con la vida de quien todavía no era candidato a nada, resultaban múltiples, variadas, absurdas e increíblemente contradictorias: que Perón era nazi, que le había declarado la guerra a los nazis, que convivía abiertamente con una bataclana, cuyo hermano le hacía las veces de secretario, que estaba en conversaciones con los norteamericanos, que era un demagogo, que despertaba los más bajos resentimientos populares, que le había dado un empleo en el Correo a un amigo de la familia de la bataclana, que había convertido la Secretaría de Guerra en un reducto de sindicalistas y delegados obreros, instaurado el estatuto del peón rural, establecido el pago del aguinaldo y la obligación del descanso anual para los trabajadores. Y que hablaba todo el tiempo por radio, como Mussolini, Hitler, Churchill y Roosevelt.
Las ofensas eran tantas que pocos días después de aquel primer atentado, el coronel sería detenido, expulsado del Ejército y recluido en la isla Martín García, iniciando así la etapa de su ostracismo definitivo… que no se prolongó por más de una semana.
No vaya a creerse que aquel prematuro intento de asesinato fuese el único antecedente del golpe que se iniciaba el 16 de septiembre de 1955: a principios de febrero de 1946 desde la Sociedad Rural de Corrientes, el Partido Liberal y la Unión Cívica Radical, se urdió un nuevo intento de asesinato del ya candidato presidencial. El atentado fracasó y, tal como ocurriría en lo sucesivo, la ira de los flamantes antiperonistas se abatiría sobre la multitud, tiroteada por algunos conspiradores desde los techos de las casas de la ciudad de Goya, y desde un automóvil por los conspicuos liberales Bernabé Marambio Ballesteros, Ovidio Robar y Gerardo Speroni.
Las elecciones realizadas poco después, el 24 de febrero de 1946, serían las primeras no amañadas desde que en 1928 Hipólito Yrigoyen fuera plebiscitado para su segunda presidencia. Sin embargo, la bancada opositora encabezada por el diputado Ricardo Balbín se retiraría de la Asamblea Legislativa repudiando la asunción del presidente electo. Podría decirse entonces que, más allá de los intentos de asesinato, el golpe de Estado propiamente dicho había comenzado en el mismo momento en que debía asumir el gobierno que se buscaría derrocar, curioso fenómeno en el que las consecuencias serían previas a las causas.
Radical despiste.
El origen del despecho del sector renovador del radicalismo (mayoritario entre los diputados) que desde el “Revisionismo” – entre otros, encabezado por Ricardo Balbín, Arturo Frondizi y principalmente Moisés Lebensohn– es misterioso y ciertamente paradójico: en abril de 1945 los dirigentes jóvenes que seguían en el radicalismo habían lanzado la declaración de Avellaneda. Sintéticamente, proponían reafirmar la democracia, repudiar los regímenes corporativos, impulsar la reforma agraria, la nacionalización de los servicios públicos y la eliminación de los monopolios, la protección de los trabajadores, la enseñanza gratuita y laica en todos los ciclos, y la defensa de los principios de la Reforma Universitaria, mientras que en lo estrictamente partidario ansiaban acabar con el alvearismo, depurar la UCR de sus facciones más conservadoras y oponerse a toda alianza con otras fuerzas políticas. Por ejemplo, los jóvenes que en breve crearían el Movimiento de Intransigencia y Renovación y tratarían inútilmente de evitar la conformación de la Unión Democrática que llevó a la fórmula presidencial a dos notorios colaboradores del sistema de fraude y entrega iniciado por Uriburu y Justo y tolerado por Marcelo de Alvear: José Tamborini y Enrique Mosca, surgidos de las entrañas del llamado Grupo Braden, que al servicio del embajador norteamericano financiaba el empresario Raúl Lamuraglia, sancionado penalmente en 1945 por negarse a pagar el aguinaldo.
No obstante los puntos de contacto con las medidas económicas y sociales que desde hacía casi dos años había comenzado a llevar adelante el coronel Perón, los jóvenes radicales insistían en diferenciarse en lo político: ellos serán demócratas y Perón un totalitario, uno de los “cadetes de Uriburu” que en 1930 habían acabado con la presidencia de Yrigoyen. Fue tan curioso entonces que de ahí en más el totalitario triunfara en cuanta elección se presentase y que los demócratas recurrieran una y otra vez a golpes militares, como que los jóvenes radicales más afines al peronismo fueran quienes encabezaran la oposición más obtusa y cerril al gobierno peronista.
Aquel primer intento de ilegitimar la asunción del nuevo presidente fue seguido de un similar intento de quitar validez a la reforma constitucional de 1949 mediante un procedimiento absurdo y en sí mismo ilegítimo encabezado por Lebensohn, el más afín al peronismo de los nuevos dirigentes radicales, y para mayor dato, viejo y estrecho amigo personal de Eva Perón.
Quiere el historiador radical Félix Luna que de no haber ganado Intransigencia y Renovación las internas de la UCR, Lebensohn, Balbín, Frondizi, Allende o Crisólogo Larralde se hubieran sumado en masa al peronismo. Imposible saberlo: se impusieron sobre los viejos “unionistas”, aunque tomando como suyos parte de los “principios” alvearistas y antipersonalistas, y acabaron sumándose en masa a la oposición golpista.
Fallecido muy prematuramente Lebensohn, tanto Balbín como Frondizi participaron de todos los movimientos que durante una década fueron preparando la Revolución: el frustrado golpe del general Menéndez (con quien habían acordado Arturo Frondizi, el socialista Américo Ghioldi, el conservador Reynaldo Pastor y Horacio Thedy, en representación de los Demócratas Progresistas), así como los atentados terroristas en Plaza de Mayo perpetrados por los jóvenes radicales Arturo Matov, Roque Carranza y Carlos Alberto González Dogliotti, entre otros.
De igual manera, en junio de 1955 Frondizi, Balbín, Américo Ghioldi y el mismo Raúl Lamuraglia, el cual había financiado al Grupo Braden, formaron parte de la conjura que buscaba asesinar a Perón lanzando diez toneladas de explosivos sobre la Plaza de Mayo y la Casa de Gobierno, y ametrallado durante más de dos horas las avenidas Paseo Colón y Leandro Alem, dejando más de 300 muertos y entre 800 y 1200 heridos.
No casualmente, dos décadas después, los principales responsables de la masacre ocuparán lugares destacados en la dictadura que se inició en 1976.
El origen del despecho del sector renovador del radicalismo (mayoritario entre los diputados) que desde el “Revisionismo” – entre otros, encabezado por Ricardo Balbín, Arturo Frondizi y principalmente Moisés Lebensohn– es misterioso y ciertamente paradójico: en abril de 1945 los dirigentes jóvenes que seguían en el radicalismo habían lanzado la declaración de Avellaneda. Sintéticamente, proponían reafirmar la democracia, repudiar los regímenes corporativos, impulsar la reforma agraria, la nacionalización de los servicios públicos y la eliminación de los monopolios, la protección de los trabajadores, la enseñanza gratuita y laica en todos los ciclos, y la defensa de los principios de la Reforma Universitaria, mientras que en lo estrictamente partidario ansiaban acabar con el alvearismo, depurar la UCR de sus facciones más conservadoras y oponerse a toda alianza con otras fuerzas políticas. Por ejemplo, los jóvenes que en breve crearían el Movimiento de Intransigencia y Renovación y tratarían inútilmente de evitar la conformación de la Unión Democrática que llevó a la fórmula presidencial a dos notorios colaboradores del sistema de fraude y entrega iniciado por Uriburu y Justo y tolerado por Marcelo de Alvear: José Tamborini y Enrique Mosca, surgidos de las entrañas del llamado Grupo Braden, que al servicio del embajador norteamericano financiaba el empresario Raúl Lamuraglia, sancionado penalmente en 1945 por negarse a pagar el aguinaldo.
No obstante los puntos de contacto con las medidas económicas y sociales que desde hacía casi dos años había comenzado a llevar adelante el coronel Perón, los jóvenes radicales insistían en diferenciarse en lo político: ellos serán demócratas y Perón un totalitario, uno de los “cadetes de Uriburu” que en 1930 habían acabado con la presidencia de Yrigoyen. Fue tan curioso entonces que de ahí en más el totalitario triunfara en cuanta elección se presentase y que los demócratas recurrieran una y otra vez a golpes militares, como que los jóvenes radicales más afines al peronismo fueran quienes encabezaran la oposición más obtusa y cerril al gobierno peronista.
Aquel primer intento de ilegitimar la asunción del nuevo presidente fue seguido de un similar intento de quitar validez a la reforma constitucional de 1949 mediante un procedimiento absurdo y en sí mismo ilegítimo encabezado por Lebensohn, el más afín al peronismo de los nuevos dirigentes radicales, y para mayor dato, viejo y estrecho amigo personal de Eva Perón.
Quiere el historiador radical Félix Luna que de no haber ganado Intransigencia y Renovación las internas de la UCR, Lebensohn, Balbín, Frondizi, Allende o Crisólogo Larralde se hubieran sumado en masa al peronismo. Imposible saberlo: se impusieron sobre los viejos “unionistas”, aunque tomando como suyos parte de los “principios” alvearistas y antipersonalistas, y acabaron sumándose en masa a la oposición golpista.
Fallecido muy prematuramente Lebensohn, tanto Balbín como Frondizi participaron de todos los movimientos que durante una década fueron preparando la Revolución: el frustrado golpe del general Menéndez (con quien habían acordado Arturo Frondizi, el socialista Américo Ghioldi, el conservador Reynaldo Pastor y Horacio Thedy, en representación de los Demócratas Progresistas), así como los atentados terroristas en Plaza de Mayo perpetrados por los jóvenes radicales Arturo Matov, Roque Carranza y Carlos Alberto González Dogliotti, entre otros.
De igual manera, en junio de 1955 Frondizi, Balbín, Américo Ghioldi y el mismo Raúl Lamuraglia, el cual había financiado al Grupo Braden, formaron parte de la conjura que buscaba asesinar a Perón lanzando diez toneladas de explosivos sobre la Plaza de Mayo y la Casa de Gobierno, y ametrallado durante más de dos horas las avenidas Paseo Colón y Leandro Alem, dejando más de 300 muertos y entre 800 y 1200 heridos.
No casualmente, dos décadas después, los principales responsables de la masacre ocuparán lugares destacados en la dictadura que se inició en 1976.
Argumentos.
Luego de diez años de atentados y cada vez más serios reveses electorales, el añorado golpe de estado libertador y democrático pudo finalmente concretarse. Para lo que concurrieron varios factores, que tal vez convenga mencionar a condición de que no se los confunda con “causas”. Por dar sólo uno de decenas de ejemplos a mano, los mismos sectores que se oponían a un gobierno por sus vínculos con la Iglesia Católica pretendieron luego derribarlo debido a su enfrentamiento con esa misma Iglesia Católica. No puede hablarse de causas sino de argumentos.
Si bien el apoyo electoral al gobierno de Perón venía en sostenido aumento (del 54% de 1946 se había llegado al 63,5 en 1951 y hasta a un 64,5 en 1954, cuando el inicuo almirante Teissare fue elegido vicepresidente de Perón) el gobierno se iba haciendo más débil a medida que la burocracia gubernamental y partidaria aumentaba su poder, raleando y hasta persiguiendo a muchos de los que desde un primer momento habían acompañado a Perón. El sectarismo no restó votos, porque el pueblo en general seguía apoyando al gobierno, pero le quitó capacidad de reacción, apertura y creación; lo que resultó evidente cuando la oposición tomó como argumento la propuesta de un tratado de exploración petrolera que, de haber sido aprobado, violaba el artículo 40 de una Constitución que esos mismos opositores habían rechazado.
Fue así como mientras diputados, senadores y funcionarios oficialistas habituados a la obsecuencia como método de construcción política no atinaban a reacción alguna, en nombre del radicalismo, Arturo Frondizi tomó como bandera una soberanía petrolera que, apenas cuatro años después, él mismo se ocuparía de tirar por la ventana firmando los más vergonzosos contratos con petroleras extranjeras que se tenga memoria.
Pero si la búsqueda de un acuerdo con la Standard Oil debilitaba el bloque oficialista, el enfrentamiento con las jerarquías eclesiásticas quebró una de las dos principales bases en que se asentaba el poder del gobierno: las Fuerzas Armadas, y dentro de ellas, en especial el Ejército.
Luego de diez años de atentados y cada vez más serios reveses electorales, el añorado golpe de estado libertador y democrático pudo finalmente concretarse. Para lo que concurrieron varios factores, que tal vez convenga mencionar a condición de que no se los confunda con “causas”. Por dar sólo uno de decenas de ejemplos a mano, los mismos sectores que se oponían a un gobierno por sus vínculos con la Iglesia Católica pretendieron luego derribarlo debido a su enfrentamiento con esa misma Iglesia Católica. No puede hablarse de causas sino de argumentos.
Si bien el apoyo electoral al gobierno de Perón venía en sostenido aumento (del 54% de 1946 se había llegado al 63,5 en 1951 y hasta a un 64,5 en 1954, cuando el inicuo almirante Teissare fue elegido vicepresidente de Perón) el gobierno se iba haciendo más débil a medida que la burocracia gubernamental y partidaria aumentaba su poder, raleando y hasta persiguiendo a muchos de los que desde un primer momento habían acompañado a Perón. El sectarismo no restó votos, porque el pueblo en general seguía apoyando al gobierno, pero le quitó capacidad de reacción, apertura y creación; lo que resultó evidente cuando la oposición tomó como argumento la propuesta de un tratado de exploración petrolera que, de haber sido aprobado, violaba el artículo 40 de una Constitución que esos mismos opositores habían rechazado.
Fue así como mientras diputados, senadores y funcionarios oficialistas habituados a la obsecuencia como método de construcción política no atinaban a reacción alguna, en nombre del radicalismo, Arturo Frondizi tomó como bandera una soberanía petrolera que, apenas cuatro años después, él mismo se ocuparía de tirar por la ventana firmando los más vergonzosos contratos con petroleras extranjeras que se tenga memoria.
Pero si la búsqueda de un acuerdo con la Standard Oil debilitaba el bloque oficialista, el enfrentamiento con las jerarquías eclesiásticas quebró una de las dos principales bases en que se asentaba el poder del gobierno: las Fuerzas Armadas, y dentro de ellas, en especial el Ejército.
De la fuerza de la opinión a la opinión de la fuerza.
Frustrado el intento inicial de Perón de conformar un frente nacional en base al acuerdo entre industriales y trabajadores debido a una oposición más ideológica y cultural que de intereses de una burguesía nacional que jamás llegó a constituirse, un peronismo sorprendentemente obrerista asentó su poder en las organizaciones de los trabajadores y en el protagonismo político, tecnológico e industrial de las Fuerzas Armadas, que acabaron teniendo el protagonismo al que habían renunciado los sectores empresariales. Sin ser todavía definitivo, el resquebrajamiento de esa base de sustentación era muy peligroso y a largo plazo prometía ser fatal, muy especialmente habida cuenta la ferocidad con que la oposición estaba dispuesta a combatir a un gobierno que había demostrado, con creces, que seguiría siendo imbatible en las urnas. Vale decir, según los principios democráticos –que no significan otra cosa que el gobierno de las mayorías– a los que esa oposición insistía en apelar.
La incoherencia no amilanó a quienes jamás habían perdido la supremacía en la superestructura ideológica y cultural del país, que era ahora reforzada por el poder que la Iglesia Católica tenía sobre vastos sectores de las clases medias, las Fuerzas Armadas y hasta sobre prominentes integrantes de la propia burocracia oficialista.
A partir del bombardeo de junio de 1955, que trató de manejar en sordina y cuyos estragos intentó mantener lo más ocultos posible ante la opinión pública, el gobierno empezó a retroceder, pero habiendo reemplazado a los cuadros políticos por burócratas y logreros, lo hizo sin tino y muy desordenadamente, sin jamás perder el sectarismo al que tan afectos suelen ser los burócratas. La marginación, difamación y hasta persecución –en ocasiones casi infantil– de intelectuales y cuadros notables, que había comenzado con el desplazamiento del ministro Bramuglia y siguió con el ostracismo del gobernador Mercante, ignorado y ninguneado por el sistema de difusión estatal hasta casi hacerlo desaparecer de la historia peronista, y de sus más cercanos colaboradores como Miguel López Francés, Arturo Sampay, Francisco José Capelli, o Arturo Jauretche. Asimismo, y contra la propia voluntad del presidente, la burocracia partidaria se cargó al más notable de los ministros, Ramón Carrillo y redujo la categoría del Ministerio de Salud, convertido en secretaría de un Ministerio de Salud y Acción Social.
Si las consecuencias de la obsecuencia y el sectarismo no hubieran sido suficientes, la muerte de Eva Perón constituyó un golpe del que ni el peronismo ni el propio Perón conseguirían reponerse.
Ante la ferocidad opositora, decidida a provocar una guerra civil que de haberse producido, habría llegado a ser tan o más sangrienta que la española (aún muy fresca en la memoria de la época), solo se le podía oponer la vacilación y la debilitada voluntad de un presidente que se había desprendido de sus principales cuadros y que rodeado de mediocres solo atinaba a buscar imposibles espacios de conciliación y acuerdos con quienes estaban cada vez más decididos a provocar un baño de sangre con tal de sacárselo definitivamente de encima.
Para entender el momento, las circunstancias y a los protagonistas, jamás debe olvidarse que la oposición carecía de la menor posibilidad de derrotar democráticamente a Perón, al menos mientras se piense que la democracia no es el gobierno de los “democráticos” sino que es el gobierno del pueblo, le guste o no a los “democráticos”.
Frustrado el intento inicial de Perón de conformar un frente nacional en base al acuerdo entre industriales y trabajadores debido a una oposición más ideológica y cultural que de intereses de una burguesía nacional que jamás llegó a constituirse, un peronismo sorprendentemente obrerista asentó su poder en las organizaciones de los trabajadores y en el protagonismo político, tecnológico e industrial de las Fuerzas Armadas, que acabaron teniendo el protagonismo al que habían renunciado los sectores empresariales. Sin ser todavía definitivo, el resquebrajamiento de esa base de sustentación era muy peligroso y a largo plazo prometía ser fatal, muy especialmente habida cuenta la ferocidad con que la oposición estaba dispuesta a combatir a un gobierno que había demostrado, con creces, que seguiría siendo imbatible en las urnas. Vale decir, según los principios democráticos –que no significan otra cosa que el gobierno de las mayorías– a los que esa oposición insistía en apelar.
La incoherencia no amilanó a quienes jamás habían perdido la supremacía en la superestructura ideológica y cultural del país, que era ahora reforzada por el poder que la Iglesia Católica tenía sobre vastos sectores de las clases medias, las Fuerzas Armadas y hasta sobre prominentes integrantes de la propia burocracia oficialista.
A partir del bombardeo de junio de 1955, que trató de manejar en sordina y cuyos estragos intentó mantener lo más ocultos posible ante la opinión pública, el gobierno empezó a retroceder, pero habiendo reemplazado a los cuadros políticos por burócratas y logreros, lo hizo sin tino y muy desordenadamente, sin jamás perder el sectarismo al que tan afectos suelen ser los burócratas. La marginación, difamación y hasta persecución –en ocasiones casi infantil– de intelectuales y cuadros notables, que había comenzado con el desplazamiento del ministro Bramuglia y siguió con el ostracismo del gobernador Mercante, ignorado y ninguneado por el sistema de difusión estatal hasta casi hacerlo desaparecer de la historia peronista, y de sus más cercanos colaboradores como Miguel López Francés, Arturo Sampay, Francisco José Capelli, o Arturo Jauretche. Asimismo, y contra la propia voluntad del presidente, la burocracia partidaria se cargó al más notable de los ministros, Ramón Carrillo y redujo la categoría del Ministerio de Salud, convertido en secretaría de un Ministerio de Salud y Acción Social.
Si las consecuencias de la obsecuencia y el sectarismo no hubieran sido suficientes, la muerte de Eva Perón constituyó un golpe del que ni el peronismo ni el propio Perón conseguirían reponerse.
Ante la ferocidad opositora, decidida a provocar una guerra civil que de haberse producido, habría llegado a ser tan o más sangrienta que la española (aún muy fresca en la memoria de la época), solo se le podía oponer la vacilación y la debilitada voluntad de un presidente que se había desprendido de sus principales cuadros y que rodeado de mediocres solo atinaba a buscar imposibles espacios de conciliación y acuerdos con quienes estaban cada vez más decididos a provocar un baño de sangre con tal de sacárselo definitivamente de encima.
Para entender el momento, las circunstancias y a los protagonistas, jamás debe olvidarse que la oposición carecía de la menor posibilidad de derrotar democráticamente a Perón, al menos mientras se piense que la democracia no es el gobierno de los “democráticos” sino que es el gobierno del pueblo, le guste o no a los “democráticos”.
Ni vencedores ni vencidos.
El asesinato a mansalva del coronel Frías cometido por el propio jefe de la sublevación tiene un alto valor simbólico y un inquietante sentido profético, que alcanzará niveles siniestros días después, cuando el asesino de Frías inaugure una dictadura libertadora y democrática en la que no habría “ni vencedores ni vencidos”. Palabras que habían sido pronunciadas por Justo José de Urquiza luego de mandar colgar de los árboles de Palermo al entero regimiento Aquino, fusilar por la espalda a Martiniano Chilavert y degollar por la nuca al coronel Santa Coloma, entre otras muestras de misericordia.
No obstante la decisión de los golpistas de actuar con la mayor energía y brutalidad, tras duros enfrentamientos en Córdoba (con más de un centenar de víctimas fatales), donde los rebeldes eran apoyados por civiles armados y numerosos atentados terroristas, la firme reacción de las tropas leales hubiera hecho fracasar el golpe de estado de no ser por la amenaza de la Flota de Mar, sublevada por el almirante Rojas y financiada por el Imperio Británico, de bombardear la ciudad de Buenos Aires y destruir la destilería de La Plata. Para demostrar que estaba dispuesto a llevar a cabo su amenaza, Rojas ordenó al crucero 17 de Octubre (más tarde rebautizado General Belgrano y años después hundido por esa misma marina británica que lo había aprovisionado en alta mar) abrir fuego sobre los depósitos de combustible del puerto de Mar del Plata. Luego de más de 70 cañonazos, en un pandemónium de explosiones e incendios, los depósitos quedaron completamente destruidos.
El ultimátum de Rojas y el bombardeo al puerto de Mar del Plata fueron la señal para que los comandos civiles armados en distintas ciudades del país comenzaran con atentados terroristas y tiroteos a distintos representantes del orden, preferentemente simples policías de consigna.
Con la intención de evitar una masacre –lo que con el tiempo le sería amargamente reprochado por varios de sus seguidores– el 23 de septiembre el presidente puso su renuncia a consideración de una junta de generales que, en vez de iniciar negociaciones con los sublevados, inmediatamente se la aceptó. Sorprendido, y sin garantías, Perón se vio obligado a ponerse a salvo en la legación paraguaya sin que por eso cesaran los atentados contra su vida.
Tras una semana, el coronel Frías ya no estaba solo: en Azul, la noche del 22 de septiembre, marinos y comandos civiles irrumpieron en el domicilio del sindicalista Manuel Chaves, secretario general de ATE, a quien ametrallaron luego de violar a su esposa delante de los cuatro hijos de la pareja.
Chaves y Frías fueron acompañados por otras 150 víctimas fatales, que serían seguidas de varios centenares más a medida que trascurrieron las primeras semanas, durante las que se fue “pacificando” el interior del país.
El asesinato a mansalva del coronel Frías cometido por el propio jefe de la sublevación tiene un alto valor simbólico y un inquietante sentido profético, que alcanzará niveles siniestros días después, cuando el asesino de Frías inaugure una dictadura libertadora y democrática en la que no habría “ni vencedores ni vencidos”. Palabras que habían sido pronunciadas por Justo José de Urquiza luego de mandar colgar de los árboles de Palermo al entero regimiento Aquino, fusilar por la espalda a Martiniano Chilavert y degollar por la nuca al coronel Santa Coloma, entre otras muestras de misericordia.
No obstante la decisión de los golpistas de actuar con la mayor energía y brutalidad, tras duros enfrentamientos en Córdoba (con más de un centenar de víctimas fatales), donde los rebeldes eran apoyados por civiles armados y numerosos atentados terroristas, la firme reacción de las tropas leales hubiera hecho fracasar el golpe de estado de no ser por la amenaza de la Flota de Mar, sublevada por el almirante Rojas y financiada por el Imperio Británico, de bombardear la ciudad de Buenos Aires y destruir la destilería de La Plata. Para demostrar que estaba dispuesto a llevar a cabo su amenaza, Rojas ordenó al crucero 17 de Octubre (más tarde rebautizado General Belgrano y años después hundido por esa misma marina británica que lo había aprovisionado en alta mar) abrir fuego sobre los depósitos de combustible del puerto de Mar del Plata. Luego de más de 70 cañonazos, en un pandemónium de explosiones e incendios, los depósitos quedaron completamente destruidos.
El ultimátum de Rojas y el bombardeo al puerto de Mar del Plata fueron la señal para que los comandos civiles armados en distintas ciudades del país comenzaran con atentados terroristas y tiroteos a distintos representantes del orden, preferentemente simples policías de consigna.
Con la intención de evitar una masacre –lo que con el tiempo le sería amargamente reprochado por varios de sus seguidores– el 23 de septiembre el presidente puso su renuncia a consideración de una junta de generales que, en vez de iniciar negociaciones con los sublevados, inmediatamente se la aceptó. Sorprendido, y sin garantías, Perón se vio obligado a ponerse a salvo en la legación paraguaya sin que por eso cesaran los atentados contra su vida.
Tras una semana, el coronel Frías ya no estaba solo: en Azul, la noche del 22 de septiembre, marinos y comandos civiles irrumpieron en el domicilio del sindicalista Manuel Chaves, secretario general de ATE, a quien ametrallaron luego de violar a su esposa delante de los cuatro hijos de la pareja.
Chaves y Frías fueron acompañados por otras 150 víctimas fatales, que serían seguidas de varios centenares más a medida que trascurrieron las primeras semanas, durante las que se fue “pacificando” el interior del país.
La desperonización permanente.
Como corresponde, el “ni vencedores ni vencidos” fue seguido de la disolución del parlamento; la expulsión por decreto de todos los integrantes de la Corte Suprema; el encarcelamiento de sus integrantes junto al de todos los diputados y senadores peronistas (rama femenina incluida), ministros y demás funcionarios del poder ejecutivo nacional y miembros de la mayor parte de los gobiernos provinciales; así como renombrados músicos, escritores y artistas; la anulación por bando militar de la Constitución votada en 1949; y la reapertura del penal de Ushuaia a fin de contener a parte de los miles de presos políticos y sindicales que abarrotaban las diferentes cárceles del país.
Días después, en consulta únicamente con los altos mandos de las Fuerzas Armadas, el autoerigido “presidente” designaría nuevos integrantes de la Corte Suprema e interventores en las distintas provincias. Mientras, los comandos civiles asaltaban locales sindicales y destruían cientos de unidades básicas, ensañándose muy especialmente con la iconografía peronista.
Fueron intervenidas todas las universidades y expulsados miles de profesores identificados como peronistas, designándose sus reemplazos en forma arbitraria y prescindiendo de los concursos, pasándose por el cuarto la cacareada Reforma Universitaria. Diputados, senadores y jueces “depuestos”, así como el propio Perón, serían procesados por “traición a la patria”, mientras se imponía una estricta censura de prensa y eran clausuradas numerosas publicaciones.
En una parodia del disuelto Senado nacional, se instauró una Junta Consultiva que, presidida por el almirante Rojas, fue integrada por dirigentes políticos de distintos partidos “democráticos”, cuyos nombres corresponde no olvidar: Oscar Alende, Juan Gauna, Oscar López Serrot y Miguel Ángel Zavala Ortiz por la Unión Cívica Radical; Américo Ghioldi, Alicia Moreau de Justo, Nicolás Repetto y Ramón Muñiz por el Partido Socialista; Luciano Molinas, Julio Argentino Noble, Juan José Díaz Arana y Horacio Thedy por la Democracia Progresista; Reinaldo Pastor, José Aguirre Cámara, Adolfo Mugica y Rodolfo Corominas Segura por los conservadores; Rodolfo Martínez y Manuel Ordóñez en representación de la Democracia Cristiana; y Horacio Storni y Enrique Arrioti en nombre del nacionalismo.
Los dirigentes del Partido Comunista, que habían marchado del bracete de obispos conservadores en la procesión de Corpus Christi, fueron en cafúa, en sintonía con los nuevos aires de la guerra fría en la que el nuevo gobierno había metido al país de cabeza.
Esta violación inaugural de las normas y procedimientos constitucionales, más que excepción sería regla durante casi tres décadas.
No conforme, en noviembre el sector más antiperonista de las Fuerzas Armadas derrocaría a Lonardi, quien decía aspirar a una suerte de peronismo sin Perón, nombrando en su lugar al general Aramburu. Tras lo que fueron intervenidas la CGT y la CGE, a su vez declarada ilegal, secuestrados los restos de Eva Perón y dictado el decreto 4161 que penaba con prisión «la utilización de imágenes, símbolos, signos, expresiones significativas, doctrinas, artículos y obras artísticas representativas del peronismo», e incluía una lista de palabras proscritas, como «peronismo», «peronista», » justicialismo», «justicialista», «tercera posición», las marchas Los muchachos peronistas y Evita Capitana, los discursos de Perón y de Eva Perón, así como «el nombre propio del presidente depuesto», «o el de sus parientes».
Fueron formadas 60 comisiones investigadoras, dotadas de amplios poderes y dirigidas por comandos civiles y políticos antiperonistas que además de alentar la denuncia y la delación, sancionaron en forma disparatada y discrecional a ex funcionarios así como a sus parientes, a artistas como Hugo Del Carril, Nelly Omar, Tita Merello o el anciano Enrique Muiño, a quien un grupo de energúmenos de los comandos civiles arrancó por la fuerza de los estudios de Radio Belgrano durante la emisión del radioteatro “Así es la vida”, o a deportistas, desde la afamada tenista Mary Terán de Weiss al maratonista Osvaldo Suarez, pasando por el boxeador Pascual Pérez, quien nunca más volvió a actuar en el país, o la entera selección de basket, que sería proscripta por el delito de haber ganado el campeonato mundial de 1950.
Se liberó el comercio exterior, fueron eliminados muchos gravámenes a la importación y se privilegiaron las exportaciones agropecuarias, privatizaron los depósitos bancarios y anularon diversas restricciones al sistema financiero. La consecuencia inmediata fue el déficit fiscal y comercial, la pérdida de reservas, el aumento de precios, el congelamiento de los salarios, mientras el país se incorporaba al FMI y comenzaba un proceso de endeudamiento que aun hoy no parece tener fin.
La Constitución nacional, eliminada mediante un bando militar con al argumento de prohijar una dictadura debido a la posibilidad de la reelección presidencial, fue reemplazada por un simulacro de convención constituyente electa con el partido mayoritario proscripto y sesionando sin quorum y en minoría luego del retiro de los delegados frondicistas. A último momento, los diferentes derechos sociales fueron reemplazados por un único artículo 14 Bis gracias a la iniciativa del radical Crisólogo Larralde. De otro modo, habrían corrido la misma suerte que el artículo 40 que prohibía la enajenación de los bienes y recursos naturales: la desaparición forzada.
Como corresponde, el “ni vencedores ni vencidos” fue seguido de la disolución del parlamento; la expulsión por decreto de todos los integrantes de la Corte Suprema; el encarcelamiento de sus integrantes junto al de todos los diputados y senadores peronistas (rama femenina incluida), ministros y demás funcionarios del poder ejecutivo nacional y miembros de la mayor parte de los gobiernos provinciales; así como renombrados músicos, escritores y artistas; la anulación por bando militar de la Constitución votada en 1949; y la reapertura del penal de Ushuaia a fin de contener a parte de los miles de presos políticos y sindicales que abarrotaban las diferentes cárceles del país.
Días después, en consulta únicamente con los altos mandos de las Fuerzas Armadas, el autoerigido “presidente” designaría nuevos integrantes de la Corte Suprema e interventores en las distintas provincias. Mientras, los comandos civiles asaltaban locales sindicales y destruían cientos de unidades básicas, ensañándose muy especialmente con la iconografía peronista.
Fueron intervenidas todas las universidades y expulsados miles de profesores identificados como peronistas, designándose sus reemplazos en forma arbitraria y prescindiendo de los concursos, pasándose por el cuarto la cacareada Reforma Universitaria. Diputados, senadores y jueces “depuestos”, así como el propio Perón, serían procesados por “traición a la patria”, mientras se imponía una estricta censura de prensa y eran clausuradas numerosas publicaciones.
En una parodia del disuelto Senado nacional, se instauró una Junta Consultiva que, presidida por el almirante Rojas, fue integrada por dirigentes políticos de distintos partidos “democráticos”, cuyos nombres corresponde no olvidar: Oscar Alende, Juan Gauna, Oscar López Serrot y Miguel Ángel Zavala Ortiz por la Unión Cívica Radical; Américo Ghioldi, Alicia Moreau de Justo, Nicolás Repetto y Ramón Muñiz por el Partido Socialista; Luciano Molinas, Julio Argentino Noble, Juan José Díaz Arana y Horacio Thedy por la Democracia Progresista; Reinaldo Pastor, José Aguirre Cámara, Adolfo Mugica y Rodolfo Corominas Segura por los conservadores; Rodolfo Martínez y Manuel Ordóñez en representación de la Democracia Cristiana; y Horacio Storni y Enrique Arrioti en nombre del nacionalismo.
Los dirigentes del Partido Comunista, que habían marchado del bracete de obispos conservadores en la procesión de Corpus Christi, fueron en cafúa, en sintonía con los nuevos aires de la guerra fría en la que el nuevo gobierno había metido al país de cabeza.
Esta violación inaugural de las normas y procedimientos constitucionales, más que excepción sería regla durante casi tres décadas.
No conforme, en noviembre el sector más antiperonista de las Fuerzas Armadas derrocaría a Lonardi, quien decía aspirar a una suerte de peronismo sin Perón, nombrando en su lugar al general Aramburu. Tras lo que fueron intervenidas la CGT y la CGE, a su vez declarada ilegal, secuestrados los restos de Eva Perón y dictado el decreto 4161 que penaba con prisión «la utilización de imágenes, símbolos, signos, expresiones significativas, doctrinas, artículos y obras artísticas representativas del peronismo», e incluía una lista de palabras proscritas, como «peronismo», «peronista», » justicialismo», «justicialista», «tercera posición», las marchas Los muchachos peronistas y Evita Capitana, los discursos de Perón y de Eva Perón, así como «el nombre propio del presidente depuesto», «o el de sus parientes».
Fueron formadas 60 comisiones investigadoras, dotadas de amplios poderes y dirigidas por comandos civiles y políticos antiperonistas que además de alentar la denuncia y la delación, sancionaron en forma disparatada y discrecional a ex funcionarios así como a sus parientes, a artistas como Hugo Del Carril, Nelly Omar, Tita Merello o el anciano Enrique Muiño, a quien un grupo de energúmenos de los comandos civiles arrancó por la fuerza de los estudios de Radio Belgrano durante la emisión del radioteatro “Así es la vida”, o a deportistas, desde la afamada tenista Mary Terán de Weiss al maratonista Osvaldo Suarez, pasando por el boxeador Pascual Pérez, quien nunca más volvió a actuar en el país, o la entera selección de basket, que sería proscripta por el delito de haber ganado el campeonato mundial de 1950.
Se liberó el comercio exterior, fueron eliminados muchos gravámenes a la importación y se privilegiaron las exportaciones agropecuarias, privatizaron los depósitos bancarios y anularon diversas restricciones al sistema financiero. La consecuencia inmediata fue el déficit fiscal y comercial, la pérdida de reservas, el aumento de precios, el congelamiento de los salarios, mientras el país se incorporaba al FMI y comenzaba un proceso de endeudamiento que aun hoy no parece tener fin.
La Constitución nacional, eliminada mediante un bando militar con al argumento de prohijar una dictadura debido a la posibilidad de la reelección presidencial, fue reemplazada por un simulacro de convención constituyente electa con el partido mayoritario proscripto y sesionando sin quorum y en minoría luego del retiro de los delegados frondicistas. A último momento, los diferentes derechos sociales fueron reemplazados por un único artículo 14 Bis gracias a la iniciativa del radical Crisólogo Larralde. De otro modo, habrían corrido la misma suerte que el artículo 40 que prohibía la enajenación de los bienes y recursos naturales: la desaparición forzada.
Vómitos del ayer.
Pedro Eugenio Aramburu gobernó hasta el 1 de mayo de 1958, cuando fue reemplazado por Arturo Frondizi, pero la “revolución libertadora” no terminó ahí: por medio de la proscripción y los golpes de estado, se extendió durante 45 años más. Hasta que gracias a la dupla Videla-Martínez de Hoz, sucedió la dictadura más sangrienta de la historia argentina; la desindustrialización y las privatizaciones impulsadas por el binomio Menem-Cavallo, con la reforma constitucional de 1994 quedara sancionado el estatuto legal de la dependencia y la casi definitiva disolución del Estado consolidado durante el peronismo, así como la destrucción de la que había sido una de las sociedades más desarrolladas e igualitarias de América.
La deuda externa, la pauperización de los estados provinciales, la debilidad del Estado Nacional, la pérdida de la soberanía energética, el sostenido crecimiento del poder de los monopolios económico-financieros, la colonización del sistema de justicia, la existencia de un sector político-cultural empeñado en reducir todavía más los derechos sociales y laborales, la intención de eliminar las indemnizaciones por despido y volver a la privatización del sistema jubilatorio, no son otra cosa que la negra sombra de la Revolución Libertadora extendiéndose hasta nuestros días y amenazando el futuro y hasta la existencia misma de la sociedad argentina.
Habida cuenta el “sentido común” imperante en la mayor parte del arco opositor, el poder judicial y el establishment mediático y cultural, la Revolución Libertadora no ha desaparecido sino que se encuentra tan vivita y coleando como en las peores épocas de nuestra historia.
https://revistazoom.com.ar/el-gran-golpe-de-los-conocidos-de-siempre/
Pedro Eugenio Aramburu gobernó hasta el 1 de mayo de 1958, cuando fue reemplazado por Arturo Frondizi, pero la “revolución libertadora” no terminó ahí: por medio de la proscripción y los golpes de estado, se extendió durante 45 años más. Hasta que gracias a la dupla Videla-Martínez de Hoz, sucedió la dictadura más sangrienta de la historia argentina; la desindustrialización y las privatizaciones impulsadas por el binomio Menem-Cavallo, con la reforma constitucional de 1994 quedara sancionado el estatuto legal de la dependencia y la casi definitiva disolución del Estado consolidado durante el peronismo, así como la destrucción de la que había sido una de las sociedades más desarrolladas e igualitarias de América.
La deuda externa, la pauperización de los estados provinciales, la debilidad del Estado Nacional, la pérdida de la soberanía energética, el sostenido crecimiento del poder de los monopolios económico-financieros, la colonización del sistema de justicia, la existencia de un sector político-cultural empeñado en reducir todavía más los derechos sociales y laborales, la intención de eliminar las indemnizaciones por despido y volver a la privatización del sistema jubilatorio, no son otra cosa que la negra sombra de la Revolución Libertadora extendiéndose hasta nuestros días y amenazando el futuro y hasta la existencia misma de la sociedad argentina.
Habida cuenta el “sentido común” imperante en la mayor parte del arco opositor, el poder judicial y el establishment mediático y cultural, la Revolución Libertadora no ha desaparecido sino que se encuentra tan vivita y coleando como en las peores épocas de nuestra historia.
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La diferencia de opiniones conduce a la investigación, y la investigación conduce a la verdad. - Thomas Jefferson 1743-1826.