Elpidio González
Por Federico Martín Maglio.
Era una fría y neblinosa madrugada de 1951. El pobre viejito
se había gastado todo el poco dinero que le quedaba, en remedios… cuando no, en
este país, y era el único habitante que quedaba en esa destartalada pensión de muy
mala muerte ubicada en la calle 9 de Julio y Paraguay. Justo en medio de esa
intersección estaba el miserable establecimiento, ya que la 9 de Julio era
todavía de una sola mano, una simple calle orientada hacia Constitución. Le
habían avisado que la iban a demoler, que se fuera, pero... ¿A dónde iba a ir?
Débil, enfermo, sin dinero, la familia hacía rato lo había abandonado y los
amigos se habían ido muriendo también. Su ya desgastada colcha, su fiel
compañera durante las largas noches de invierno pasadas en casi todas las
plazas y húmedos baldíos de la Ciudad, estaba firme junto a él, al igual que el
atadito de diarios que usaba como almohada quién sabe desde cuanto tiempo
atrás… ¿Meses? ¿Años?... No hacía falta más.
Y era así: La terrible maquinaria del futuro, las temibles topadoras del
todopoderoso e incorruptible Intendente Juan Debenedetti que preanunciaban el
Progreso (continuando la obra comenzada en 1936 por el Intendente Juan de Vedia
y Mitre), se encontraban a solo 20 metros de la pensión, una casucha tan simple
de aplastar, como si fuera una hormiga.
Al operario se le ocurre milagrosamente mirar en el interior y ve que estaba
acostado el pobre viejo tiritando de frio, tapado con una vieja colcha. Se
acerca y le pide que salga porque lo van a tirar todo abajo. El viejo se niega.
El operario le dice que lo van a reubicar. El viejo se niega. El operario le
pide el nombre y el viejo, de mala gana (o entregado a su suerte), se lo da.
El operario va corriendo buscando a su capataz…
- “¡Capataz, capataz! Paren, no sigan” …
El operario, corriendo, entra a las oficinas del Intendente
y le dice que hay todavía un viejo enfermo, que no se puede avanzar con el
ensanche y apertura de la 9 de Julio. Debenedetti, conocido por sus malos
modales y sus muy pocas pulgas, le dice a su capataz:
- "me agarrás a seis morochos y no volvés hasta que al
viejo de mierda lo sacás de ahí, a patadas en el culo si es necesario, pero me
lo sacás y tirás todo ya, sino andáte derechito a tu casa".
El operario, temblando, se acerca al Intendente y le susurra al oído:
- "Me dijo que se llama Elpidio González".
- “¿Cómo, qué nombre dijo? Repítalo”.
- “Me dijo que se llamaba Elpidio González”.
Por primera vez en su vida Debenedetti se puso blanco como
una hoja de papel, sus manos temblaban y sus labios también lo hicieron aunque
con una menor intensidad. Cuando al fin pudo emitir sonido, con sus ojos
desbordando lágrimas, ordenó:
- "Te-te-terminen de aplastar todo lo demás, ha-hasta
el fondo. Perforen, corten, quiebren y desmonten to-todo lo necesario. Pero a
esa pensión le pasan por los costados, ni se les ocurra tocarla y mucho menos
molestar al Señor Elpidio González, salvo que quieran que los cague a
patadas".
Debenedetti se dio perfecta cuenta que esa pensión era
intocable para él o para cualquiera, por más que los hubiera amenazado con el
despido: Es que el "Bienamado" estaba allí.
Hoy en épocas de Boudous calcográficos o D'Elias con “honestas jubilaciones
docentes” de miles y miles de pesos, les cuento que cuando uno llega por el
camino del fondo del Cementerio de la Recoleta y se encuentra con el Monumento
a los Caídos en la Revolución del '90 (conocido también como el Panteón
Radical) y observa la placa del frente, puede ver ilustres nombres de quienes
se encuentran allí (Leandro Alem, Hipólito Yrigoyen, Arturo Humberto Illia). Y
mezcladito entre estos tres uno lee "Elpidio González", es raro,
porque "no suena", ¿quién fue? ¿Por qué está mezclado ahí con esos
próceres del radicalismo?
Elpidio González fue, entre otros cargos ejecutivos, vicepresidente
de la Nación Argentina, durante el gobierno de Marcelo Torcuato de Alvear. Está
catalogado como uno de los sólo tres o cuatro más importantes funcionarios que
tuvo nuestro País. Abogado brillante, dos veces diputado, una por la Capital y
otra por Córdoba, ministro del Interior, ministro de Guerra (Defensa), Jefe de
Policía y, como dijimos, vicepresidente de la Nación Argentina.
Lo primero que hizo cuando asumió la vicepresidencia fue renunciar a todos sus
sueldos del Estado, consideraba que si el Pueblo lo había puesto en esa
responsabilidad era incorrecto percibir honorarios, bastaba con el honor de
haber sido electo. Mas aún, consideraba que el trabajo en el Estado era una
carga pública, que un trabajo bien hecho en ese ámbito otorgaba prestigio, y
que eso era suficiente pago por los servicios a la Nación. Desde su punto moral
y ético consideraba que la Nación lo había formado como hombre y como
profesional en forma gratuita y que esta era forma de devolver algo de todo lo
que recibió.
Su horario de trabajo "formal" (en la realidad era de 24 hs.) era de
7 a 18 hs., por eso extrañó el pedido que le hiciera a Alvear de que lo
eximiera de las últimas dos horas de trabajo ministerial, para así poder salir
a las 16 hs.
¿Vagancia? ¿Avivada? ¿Un pequeño acto de corrupción? No,
nada de eso. Al mes, uno de los ministros de Alvear le cuenta al presidente que
mientras caminaba hacia el Palacio de Tribunales para ver el estado de las
obras, se cruza en Plaza Lavalle con Elpidio... ¡que estaba sentado en un
banquito vendiendo Anilinas Colibrí y pomada para los zapatos!
Como este ministro no pudo creer lo que vio, pasó dos días
seguidos más, y ahí seguía estando Don Elpidio vendiendo sus productos, que a
las 18 hs. guardaba en un maletín y los iba vendiendo puerta por puerta hasta
llegar a su domicilio.
¡El Vicepresidente de la Nación Argentina vendía anilinas y pomadas porque
consideraba un deshonor cobrar sueldos del erario público! Y fue así como
mantuvo a su familia, con esos ingresos.
Elpidio González se retira de la política casi apenas
finaliza el mandato de Alvear, consideraba que no podía ocupar cargos con el
Presidente Yrigoyen porque como "El Peludo Yrigoyen" era su amigo, la
"Honra de un funcionario de la Nación debe estar por encima de las
eventuales sospechas de amistad con sus superiores".
En el '46 un Diputado lo encuentra (ya muy demacrado y con una larga barba
blanca producto de la escasez de acero debido a la 2da Guerra Mundial - no
había maquinitas Gillette-) vendiendo sus anilinas y pomadas en la puerta del
subte. El diputado, con los ojos empañados de lágrimas, se dirige a su bancada,
presentan el proyecto de jubilación para ex funcionarios y apenas se aprueba,
se determina que el primer beneficiario sería Don Elpidio González. Un grupo de
catorce funcionarios muy contentos y emocionados van a buscar a Elpidio para
informarle la buena noticia. Una vez que lo hacen...
Elpidio se levantó furioso y los persiguió desde Tribunales
hasta la puerta del Congreso blandiendo su bastón al aire al grito de…
- "¡Degenerados, corruptos, babiecas! Mientras yo tenga
dos manos para trabajar el Estado no tiene porqué mantenerme a mí, habiendo
tanta necesidad en el País". Y estuvo tres horas más golpeando con su
bastón, furioso, la puerta de la Cámara de Diputados, retando a duelo a todos
los que habían votado que le otorgaran la jubilación a él.
El Pueblo lo amó, pero nunca más quiso presentarse a ningún cargo público.
Interpretaba que la ciudadanía no debía incubar ninguna sospecha en las
personas que son honradas con el mandato de servicio y la responsabilidad que
otorga el voto.
El Vicepresidente argentino llamado Elpidio González, a quién el Pueblo todo
(sin banderías políticas), había bautizado "Bienamado", nos enseña
que la política puede ser honesta, ¡debe ser honesta!
Miro en derredor… Miro a los políticos actuales y veo muy
poquitos que aprendieron la lección que nos quiso enseñar el “Bienamado” Elpidio
González; nuestras esperanzas de que algún día sean la gran mayoría no
flaquean. Pero el cambio debe provenir del pueblo, de la gente…
Joselo Rovira
Publicado por Mónica Della Santa como comentario en una
entrada en Facebook
Me lo envió Pina Pozzi
Adaptado por Martín Maglio.
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