Cuando juega la selección nacional en los campeonatos
mundiales o en la Copa Sudamericana, se produce un fenómeno social de
identificación emocional entre los competidores que representan a nuestro país
y los millones de argentinos que seguimos las alternativas por la televisión.
La distancia geográfica y cultural que generalmente nos
separa de las sedes de esas competencias nos genera una creciente expectativa y
una carga de intenso afecto hacia nuestros deportistas antes y durante el
tiempo que se hallan afuera.
En esos días andamos excitados y nerviosos, pues por
intermedio de la selección todos nos enfrentaremos como nación con los países
adversarios. Por lo menos, así lo sentimos.
La apertura de los Juegos Olímpicos se abre con magníficas
exhibiciones artísticas y emotivos desfiles de las delegaciones nacionales con
sus banderas, en megaestadios abarrotados de gente de todo el planeta.
Antes de cada torneo se izan las banderas nacionales de los
adversarios mientras se oyen fragmentos de sus himnos nacionales; cuando llega
nuestro turno la emoción nos atrapa inmediatamente pese a la distancia que nos
separa de la escena.
En realidad, lo que se halla en juego y lo que produce esa
exaltación sentimental y emocional no es tanto una pasión deportiva –el fútbol
es la más fanática de las nuestras– sino lo que la competencia internacional
representa simbólicamente para nosotros, es decir, un motivo para poner en
juego la nacionalidad misma, sentida como síntesis de la dignidad y el honor
colectivos. De modo que los eventuales resultados representarán el glorioso
triunfo o la ignominiosa derrota de Argentina, metafóricamente, de la patria.
Por unas horas, unos días, unas semanas o unos meses,
suspendemos nuestros debates cotidianos y la resolución de nuestros
desencuentros societarios –nuestro deporte nacional de tiempo completo– y
entonces sí, una sola voluntad, un solo sentimiento y una misma emoción
recorren monolíticamente el cuerpo de la Nación y todos nos sentimos
nacionalistas en el buen sentido de la palabra. Si llega el triunfo será de
todos, igual que la derrota.
Este comportamiento no es una exclusividad argentina, por
cierto. Lo singular es que ese sentimiento de unidad nacional aflore tan
intensamente tan sólo por un motivo tan circunstancial y acotado como una justa
deportiva.
No queremos ganarle a cualquier país y menos a uno
latinoamericano, aunque sea Brasil, nuestro secularmente hegemónico vecino
sudamericano, sino siempre a los grandes, a esos que manejan el mundo, sobre
todo a Inglaterra que tiene buen fútbol, y con la cual tenemos una vieja
historia de malas relaciones.
Aunque perdiéramos la Copa igualmente seríamos felices de
poder derrotarla tan sólo una vez, al igual que a los EE. UU., ya que no nos
satisface ganarle a los africanos, asiáticos o latinoamericanos y perder con
aquellos.
Ganarle a Inglaterra o a Estados Unidos es mucho más
importante que la consiguiente confirmación de nuestra capacidad futbolística,
ya que representa nuestra pequeña revancha, una reparación simbólica de
nuestros agravios irredentos. Es, quizá, el único momento en la vida del país
en que estamos contestes en un mismo anhelo, y que, aún provisoriamente,
deponemos las armas entre nosotros y nos sentimos purificados por esa ocasión
de gozo y sufrimiento compartidos, que nos "une" transitoriamente por
encima de nuestras disensiones habituales.
Si ganamos, la alegría y el festejo nos seguirán uniendo un
rato más, y haremos todo lo posible para volvernos tiernos y simpáticos todos:
pueblo, gobierno, instituciones y grupos sociales para no interrumpir la magia
de la apoteosis colectiva. Mientras tanto, pensaremos con tristeza que así como
somos "grandes" en el fútbol podemos serlo en otros aspectos, como la
economía por ejemplo. Y filosofaremos acerca d por qué no podremos ponernos de
acuerdo para construir un país como la gente siendo que la naturaleza nos dotó
de todo lo que se nos ocurra. En cambio, si perdemos, buscaremos el consuelo de
lo que pudo haber sido o de lo cerca que estuvimos de..., o de lo feo que lo
pasó tal o cual jugador "enemigo".
En todo caso, cualquiera sea el resultado de la justa, lo
viviremos como un triunfo y una alegría o como una derrota y un nuevo dolor
popular.
Esta es una de las formas actuales de construcción de
identidad en tiempos de crisis de la modernidad, por cierto, supletoria y
fragmentariamente, lo cual es peligroso en un contexto social que bordea la
posibilidad de caer en la anomia, y en el que el fútbol, además de ser una
poderosa industria es una herramienta política eficaz del Estado contemporáneo.
En definitiva, nos hallamos en presencia de una tensión
espiritual colectiva que no se origina en sus aparentes motivaciones deportivas
sino que actúa por desplazamiento de la competencia político-económica
internacional entre un país como el nuestro –insuficientemente desarrollado
después de dos siglos de haber optado por construir su soberanía nacional– y
naciones pertenecientes al núcleo de los poderes centrales del sistema mundial,
en una situación histórica donde esta confrontación es para nosotros sumamente
difícil de sostener por la desproporción de ambas fuerzas.
La competencia deportiva "empareja" las potencias
en pugna y permite imaginar la posibilidad del triunfo de los cada vez más
pequeños y débiles, de los David (nosotros) frente a los Goliat. La
movilización de las energías espirituales de los argentinos se convierte así en
un factor dinámico disponible para la ilusión y la fantasía del resurgimiento
nacional. Un estallido de nacionalismo popular compensa simbólicamente las
frustraciones colectivas como sociedad política a través de un tema menor que,
sin embargo, permite rescatar y poner en tensión una sorprendente vitalidad
colectiva que dura poco tiempo. Algo que ya no logra producirnos un acto
patrio, ni un discurso apelativo a las reservas morales de los argentinos,
puesto que la patria, ésa con mayúscula, muy pocas veces nos ha convocado a la
celebración de la vida, ya que siempre nos ha demandado sacrificios y eso nos
ha ido alejando espiritualmente de ella en forma veloz y creciente.
La presencia de nuestros símbolos nacionales en esas
circunstancias, junto a los de las potencias políticas y económicas del mundo,
dispara nuestros sentimientos fraternales y actúa como pocas veces en nuestras
vidas, galvanizando los más diversos componentes de nuestra dimensión
patriótica tal como predominantemente ha sido plasmada en nosotros, es decir
con connotaciones místicas y míticas.
Lo mismo nos ocurre con los "astros" deportivos en
general, cuando su prestigio trasciende la Argentina. Los idolatramos, los
adoramos y nos sentimos sus hijos, sus hermanos y sus padres, puesto que
nosotros los hemos producido, es decir, la patria, este suelo y este aire, la
Argentina, esta sociedad anónima de la que cada uno es accionista. Depositamos
en ellos el amor y las gracias por los momentos de gloria que nos han brindado
pero vamos más allá al transferirles nuestra representación ante el mundo como
expresión de lo argentino, de la patria y del pueblo, aunque no del gobierno al
que nunca damos por nuestro.
Esos ídolos populares, entre los que se incluyen los
musicales, ocupan cada vez más lugar en nuestros corazones, en desmedro del
privilegiado espacio que antaño ocuparan los grandes caudillos y líderes
políticos, así como el club deportivo reemplaza y monopoliza crecientemente
devociones que antes correspondían al partido político. Convertidos en mitos
populares pasan a formar parte de la historia del pueblo, como símbolos
sociales y anclajes de la memoria colectiva.
Ello no significa que hayamos crecido y superado nuestra
necesidad colectiva de un padre o de un padrastro, sino tan sólo que lo que
antes era un espacio simbólico de carácter público hoy se ha privatizado, y
cada uno rellena ese hueco como puede, con "lo que hay". Después de
dos siglos de existencia continuamos en la edad de la infancia, y no sabiendo vivir
sin una ley, sin una política y sin una dosis de fuerza que se nos imponga, nos
obliguen nos reforme y nos dé seguridad, nos resistimos a crecer y nos volcamos
hacia afuera de nosotros mismos en el amor que le brindamos al ídolo, en un
renovado proceso de alienación que junto con otras irracionalidades no nos
darán seguridad, pero por lo menos nos anestesiarán los dolores del alma, lo
cual nos permitirá soportar la zozobra y las angustias que como pueblo nos
provocan las tribulaciones de la vida cotidiana y la pérdida de la esperanza.
He ahí la importancia de los ídolos y de los mitos, que
cuando están vivos nos ayudan a sobrevivir sin disgregarnos del todo, tanto en
nuestra interioridad como socialmente. Sin embargo, a pesar de su función
terapéutica, entre otras, con frecuencia se escuchan voces de intelectuales,
periodistas y comunicadores que descalifican este comportamiento típicamente
nuestro, sobre la base de reputarlo como expresión de un patriotismo
cavernario, elemental, frívolo, evidencia de inmadurez, de resentimiento social
y hasta de cobardía para acometer la lucha principal que nos cabe como sociedad
y que es principalmente de carácter político por su carácter abarcador de otros
desafíos.
No comparto esa posición, ni aún en el caso de una Argentina
distinta a la actual, es decir, si fuéramos una nación próspera, seria y
ordenada, ya que esas competencias son una de las pocas ocasiones en que el
desplazamiento de una problemática político social a otro terreno en el cual es
posible alcanzar una resolución simbólica de aquella, no constituye fuga ni
olvido sino otra forma de conservar la memoria de lo principal y de realimentar
el sentido de lo nacional ausente en lo que tiene de identificación del
nosotros y de los otros, ya que no lo podemos hacer por otros medios.
Por otra parte, el fútbol, como antes el tango, es popular,
pero de pueblo mayoritario, que es pueblo de abajo, por lo que es
representativo de los anhelos y las frustraciones colectivas; y también es
fiesta dominical y juego con un adversario que es de los nuestros. Por eso,
cuando Argentina juega en el exterior a veces no es juego, es simulacro
nacional de guerra nacional, ya que el partido equivale a una guerra localizada
con veintidós combatientes y dos ejércitos de reserva de millones de soldados.
Pero nos une, que no es poco. Y que siempre es un buen comienzo para empezar
algo. Sobre todo cuando, a diferencia de los estados totalitarios esa unidad no
es para la agresión ni la conquista exterior sino tan sólo, como en el caso
argentino, para reflotar las solidaridades populares y autoconvocarnos
simbólicamente para la defensa de la Argentina.
No es cierto que la mera vigencia del fútbol-circo implica
cobardía o incapacidad popular para acometer el desafío de la lucha política
desde un planteo nacional. Esa es una visión paternalista e hipócrita; además,
los hechos lo desmienten cotidianamente ya que el fútbol no es un soporífero
del cerebro sino un sedante del alma: la protesta social no está ausente de las
calles porque las masas estén en las canchas o frente a los televisores pues la
gente está saliendo de los vapores de los narcóticos ideológicos de turno, y a
los falsos ídolos que ayer levantó hoy los está haciendo añicos contra el
suelo. O sea que la pasión futbolera no impide usar el cerebro.
Además, es falso que el fútbol sea plebeyo, vulgar o
impropio de una nación respetable. El fútbol es parte de nuestra cultura como
otras tantas cosas buenas y malas, lindas y feas, que nos caracterizan. Lo que
es vulgar y no respetable en la Argentina es la defección y la traición al
pueblo de la mayoría de los sectores dirigentes del campo político y económico,
junto a muchos de sus intelectuales.
En definitiva, ese "patriotismo" emergente en las
grandes competencias internacionales, aun siendo una expresión fragmentaria y
desviada de la identidad nacional, no es una expresión decadente de nuestra
cultura sino una muestra de la vitalidad del sentimiento de amor comunitario y
un pequeño espacio simbólico de la patria popular.
Publicado en el Diario Río Negro, martes 20 de diciembre de 2005.
Imágenes de internet.
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