El fallo de la Justicia neoyorquina, lejos de desestabilizarlo, contribuye a restablecer el mercado de capitales y dotarlo de mayor confiabilidad. Aunque algunos políticos despistados de la oposición sugieren como solución que nuestro país no admita en lo sucesivo la jurisdicción de otros países, es fácil entender que nadie, incluídos los autores de la iniciativa, aceptaría poner un centavo en comprar bonos en condiciones tan poco confiables.
De acuerdo con los particulares parámetros con que se manejan el actual oficialismo y una porción de la opinión pública nacional, los fondos buitre que acaban de obtener éxito en su reclamo ante la Justicia norteamericana pertenecen a miserables depredadores carentes de todo límite moral, que consiguieron esos bonos a precios irrisorios para obtener ahora su valor original.
No utilizan la misma vara para juzgar y calificar la conducta simétrica de los gobiernos argentinos que posibilitaron ese mecanismo. Los bonos fueron emitidos en su momento por el gobierno nacional a un valor determinado y luego, default mediante, fueron sustituídos por nuevos bonos por el 35% de su valor original y con plazos varios años superiores a los previstos en su lanzamiento. Además, como una innovación propia de la inagotable creatividad criolla, aquellos bonistas que no aceptaron la truculenta oferta quedaron fuera del canje, por lo que sus acreencias quedaron reducidas a cero. Sus responsables no son al parecer dignos de reproche alguno, sino patriotas que defendieron el interés nacional, como aquellos que aplaudieron emocionados en el Congreso el sonriente anuncio de la bancarrota argentina.
Muy poco tiempo después de asumir su cargo como jefe de Gabinete, Jorge Capitanich afirmó eufórico que la reestructuración de la deuda pública llevada a cabo por el kichnerismo había sido la más exitosa en la historia de la humanidad.
Según pautas aceptadas universalmente, una reestructuración exitosa es aquella en la que, respetando hasta donde sea posible el derecho de los inversores, un gobierno responsable trata de reducir al mínimo el daño causado a los ahorristas, de manera de preservar el prestigio y restablecer la confianza en el país. En definitiva, asegurar el retorno a los mercados financieros, lo que significa acceder a tasas de interés razonables tanto para el gobierno como para las empresas privadas, similares a las que paga la mayoría de los países del mundo, incluídos aquellos de calificación supuestamente menos sobresaliente, como Bolivia.
Cabe suponer que, para los miembros del actual gobierno y sus seguidores, una operación exitosa en grado superlativo sería aquella donde no se pagara un centavo a nadie y se consumara una forma extrema de lo que, para los ahorristas, sería una estafa perpetrada por un Estado civilizado, en teoría respetuoso de la ley.
La Justicia neoyorquina, y en última instancia la Corte Suprema, debía en definitiva resolver un formidable desafío al orden jurídico internacional. Los sucesivos gobiernos de origen peronista desde la restauración democrática habían creado una estrategia para endeudarse hasta donde fuera posible y luego, en nombre de la soberanía nacional, devolver sólo una parte y a veces nada del dinero recibido, aunque los incautos bonistas fueran no solamente europeos, japoneses y norteamericanos sino, y en buena proporción, también argentinos.
La Justicia del país del norte hizo prevalecer las razones jurídicas sobre las complejidades que el precedente podía desencadenar en la economía mundial por futuras cesaciones de pago. Lo hizo por cierto en un caso al límite difícilmente repetible. Contribuyó también al previsible desenlace la actitud desafiante de funcionarios argentinos y la propia presidenta, poniendo en duda el acatamiento al fallo, de manera que era casi inevitable el resultado para restablecer un mínimo de seguridad en las operaciones financieras que los "Estados soberanos" realizan para obtener fondos en el mercado de capitales.
Algunos gobiernos tan influyentes como el de Estados Unidos o el de Francia, o instituciones tan decisivas como el Fondo Monetario Internacional, parecieron respaldar la posición argentina. Al margen de la condescendencia meramente diplomática para dejar alguna puerta abierta en el futuro, ninguno de esos países ni instituciones pueden tener la menor simpatía por la actitud contestaria del gobierno argentino, aunque tuvieran preocupación por un fallo que condicionara en adelante la solución para otros países.
Es posible que ese temor sea excesivo. Un fallo de esta naturaleza puede crear alguna turbulencia circunstancial en el corto plazo, sobre todo en momentos en que los países europeos no terminan de salir de la crisis en que están inmersos y que afectan tanto a naciones con cierta tradición de inestabilidad como Grecia y Portugal, como también a Italia y España, que parecían haberse incorporado definitivamente al Primer Mundo. Pero el inconmensurable abismo al que se enfrentó la Argentina por despreciar tan ostensiblemente las reglas del juego es tal vez el mejor antídoto para disuadir su reiteración.
El fallo de la Justicia neoyorquina, lejos de desestabilizarlo, contribuye a restablecer el mercado de capitales y dotarlo de mayor confiabilidad. Aunque algunos políticos despistados de la oposición sugieren como solución que nuestro país no admita en lo sucesivo la jurisdicción de otros países, es fácil entender que nadie, incluídos los autores de la iniciativa, aceptaría poner un centavo en comprar bonos en condiciones tan poco confiables.
Por el contrario, la jurisdicción de los jueces de Nueva York, Londres o París, como acaba de hacer Cristina con los bonos emitidos para pagar a Repsol por la expropiación de YPF, permitiría el ingreso de muchos inversores que por razones muy evidentes no tienen la menor confianza en la Argentina, pero que acaban de confirmar algo que todos sabían, excepto nuestros bisoños gobernantes. Con la Justicia norteamericana no se juega.
Publicado en Diario "Río Negro", 22 de junio de 2014.
Imágenes: internet.
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