Pregunté a un colega del Conicet, siempre mejor informado que yo, por uno de los carteles ostentados por diputados K en ocasión de la apertura de sesiones: “No a los despidos en el Conicet”. Hasta ahora no hubo despidos, me explicó, pero los contratados (principalmente personal administrativo) están con mucho miedo. También temen el abandono de la política científico-tecnológica de la década pasada. Pero además –dijo– hay otra cosa:desánimo por el nuevo viraje de la sociedad argentina hacia concepciones que expresan individualismo, triunfo del poder del dinero y desprecio de los sectores subordinados y marginados. Esta respuesta me dejó pensando. Inquietud y hasta acción preventiva frente a eventuales despidos o posibles reversiones de política tienen sentido, en especial donde no hay confianza, y en este caso no tiene por qué haberla, seríamos ilusos pensando lo contrario. Pero el desánimo porque en la sociedad estaría ganando terreno el individualismo, y la calificación de los cambios recientes como triunfo del poder del dinero y desprecio al pueblo, creo que nos habla de un fenómeno cultural y político a la vez, que denominaré aquí “cultura K”.
Es cierto: los K, en términos político-partidarios, están en serios aprietos. No sólo se les vino el mundo encima al perder la elección y se les secaron casi todas (todas no) las fuentes de numerario con las que habían aprendido a hacer política. Han quedado cada vez más arrinconados en la interna peronista, en un cambio bastante vertiginoso y de difícil reversión. Y no tienen buenos liderazgos para la hora: me atrevo a decir que CFK no lo es, porque le falta el juego de cintura necesario para manejarse en el llano, conciliar posiciones y entenderse con dirigentes que ya no dependen de ella ni le temen. Ni hablar de Máximo, o de Ottavis. Quizás una excepción sea el Chino Navarro, pero aún es temprano para decirlo.
Pero si en términos político-partidarios están tan mal, son, en cambio, una extraordinaria cultura política. Una cultura política robusta, blindada, que no se ha conmovido en nada por la derrota; al contrario: siente esa derrota como aquellas experiencias duras que fortalecen (lo que no mata cura). Esta cultura política es, bien miradas las cosas, poco más o menos la cultura política del papa Francisco, lo que muestra que tiene raíces importantes, aunque, creo, no demasiado extendidas. Una cultura política populista, antiliberal y anticapitalista. Claro, el Papa no es de izquierda, y muchos pertenecientes al mundo cultural K sí se consideran a sí mismos de izquierda. Esto cambia muy poco las cosas. En esa cultura, ser un poco más de derecha o un poco más de izquierda no impide convivir perfectamente bien. Y el populismo configura su noción de la democracia. Se trata de una democracia orgánica, no pluralista e institucional, sino la expresión del pueblo como entidad única e identidad política y fundamento del poder. El gobierno de la ley y la división de poderes son sinsentidos, como lo es la misma noción de poder limitado, porque la voluntad del pueblo está por encima de estos conceptos republicanos, como lo está de cualquier idea idiota de pluralidad sociopolítica. Y la derrota electoral, aun cuando ha sido admitida, no puede ser entendida como el resultado de cambios en las preferencias de la opinión pública o los ciudadanos. Es explicada como el artificial resultado de la acción de los enemigos del pueblo (los poderes fácticos concentrados, etc.) en conjugación con los sempiternamente siniestros (si no están sometidos) medios masivos. Los K gobernaron 12 años mal sujetos a las instituciones y tuvieron tiempo y recursos para acendrar su populismo antiliberal, no para adquirir costumbres republicanas. Y otro tanto debe decirse sobre su anticapitalismo. La tradición populista de andar combatiendo al capital (retóricamente) es de larga data, pero el peronismo hace tiempo se apartó de ella. Pero los K no; los K, como el Papa, odian el capitalismo. Claro, uno siempre puede encontrar buenas razones para odiar el capitalismo, pero yo, que creo que el capitalismo es el peor de los sistemas una vez descartados todos los otros, me preocupo por este odio constitutivo de una cultura política bien implantada en la Argentina.
Esta cosmovisión constituye algo más que una ideología: se trata auténticamente de un modo de estar en el mundo. Para él, que tiene pocas contradicciones internas, si alguna, que es muy cerrado y está completamente libre de la amenaza de los hechos y es inmune a argumentos que lo cuestionen, gobiernos ajenos son por definición también ajenos a la patria, entreguistas. Hagan lo que hagan, esos gobernantes tienen las peores intenciones. Marcos Novaro ha observado con agudeza que la iracundia K constituye al kirchnerismo en el enemigo soñado. Esto es sin duda cierto, pero la otra cara de la moneda de la iracundia ideológica es la fuerza de su resistencia y el potencial de esta última. La cultura K tiene un rico capital simbólico (cuenta con toda la tradición nacional popular, que por supuesto no toda es K, del mismo modo en que no todos los españoles son gallegos) y ha movilizado ese capital para sobrellevar la depresión o la negación de una derrota electoral inapelable. Pero no tengo dudas de que los creyentes en la fe nacional y popular se van a recuperar. Por lo pronto, gracias a la caracterización elaborada sobre el gobierno de Cambiemos (“... vos sos la dictadura”), han conseguido ser tan impermeables a los cambios como una roca azotada por las lluvias. Y no es un dato menor que la calle sea, por lo menos virtualmente, de ellos (en un país que tiene a las calles por uno de los locus principales de la política). En Cambiemos, la UCR perdió el poder de movilización de antaño, y el PRO nunca lo tuvo. La imagen más fiel de esta diferencia está dada por la densa multitud concentrada en la Plaza de Mayo para despedir el gobierno de Cristina. Son, en verdad, empresarios políticos de la movilización. Si una conmoción política de algún tipo creara condiciones favorables para movilizaciones más o menos espontáneas, entonces los fieles de la cultura K estarán entre quienes puedan activarla, o canalizarla, o darle un sentido.Y el Gobierno no tendría garantía alguna de no perder la disputa por las calles. En verdad, no es fácil que quienes se sienten expresados por la cultura K vuelvan a competir exitosamente en el terreno electoral. La estrategia de resistencia K no tiene mucha viabilidad en términos electorales o institucionales. Pero nuestra política no se hace solamente ahí, y la cultura K podría expresar una minoría intensa con capacidad de liderar quejas socioeconómicas y vinculadas a derechos. Es mejor que tanto macristas como radicales y peronistas no se confíen en lo sencillo que está siendo superar a los K. Contentarse con soluciones simplistas a problemas complejos y críticos, como es el caso del protocolo de seguridad, no contribuye mucho.
La cultura nacional y popular sobrevivió en varias ocasiones fuera del Estado, y, acorralada por otros proyectos de momento más exitosos, se mantuvo incólume. Podría ser la base de una nueva renovación peronista, esta vez edificada sobre pilares que concilien la justicia social con la república y la prosperidad, pero también de un núcleo cultural recalcitrante que aunque carezca de poder para formular orientaciones político-estatales generales, lo tenga en cambio de sobra para bloquearlas. Los que anhelamos una democracia menos populista y más republicana, y un capitalismo próspero y que haga menos cuesta arriba la lucha por la equidad, seamos oficialistas o no lo seamos, no podemos ser indiferentes ante este problema.
Publicado en Diario Perfil, 12-3-2016.
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