Dogmas, anatemas y mentiras
Por María Moreno.
En 1978, la inolvidable Rosana Rossanda, durante un programa
de radio comentaba la que consideraba la palabra más huidiza de la revolución
francesa (fraternidad), asociándola a los movimientos incipientes donde la
gente busca reconocerse en una horizontalidad solidaria, antes de que los
hermanos se vuelvan ciudadanos, sujetos al estado y al partido. Entonces
pensaba en el feminismo antes que se le impusiera la traducción protocolar a
sororidad. La antropóloga Clara Gallini le recordó que fue la secta de los
primeros cristianos la que se definió como “hermanos en Dios frente al mundo
pagano”, el origen cristiano de la palabra “fraternidad”. Y Rossanda recuperará
la palabra para la revolución de Octubre como hermandad ante la opresión frente
al patrón, es decir la explotación, luego que su interlocutora Clara Gallini
sintetizara en el micrófono que entonces la fraternidad se produce dentro de la
clase y no frente a Dios.
Dejemos para les expertes las críticas a Francisco por su
encabezamiento de “Fratelli tutti” a su nueva encíclica, que lejos de ser una
fórmula ceremonial con la coartada de citar al Francisco original (san) es la
declaración–confirmación de sus anatemas contra el aborto legal, les
homosexuales (aunque preocupado por abrazar en su tolerancia a sus atribulados
padres, siempre que sean cristianos) y, en general, las disidencias sexuales.
San Francisco y las palabras.
Mi madre, Irma Burgo de Forero, doctora en química, trabajó
en un laboratorio de análisis clínicos llamado Hickethier y Bachmann. Allí
tenía dos compañeros, entonces anónimos : Jorge Bergoglio, el Papa Francisco, y
Esther Ballestrino de Careaga, Madre de Plaza de Mayo, detenida desaparecida,
arrojada al mar en 1977, cuyo cuerpo fue devuelto por las aguas en una playa de
Santa Teresita en 1984, hoy enterrado en el patio memoria de la Iglesia de la
Santa Cruz en mi barrio de Balvanera. Escribí esta historia en una contratapa
de Página12. Entonces Jorge Bergoglio era arzobispo de Buenos Aires y me mandó
llamar por teléfono. Luego llamó él. Se identificaba sin el rango: “Habla Jorge
Bergoglio”.
Cuando mi madre murió, pensé en escribir su retrato, en
levantar testimonios entre los pocos compañeros que la sobrevivían. Contacté a
alguno por teléfono. Guido Correa, también paraguayo como Esher y militante
comunista, me confirmó que era él, Jorge, su compañero de laboratorio, entonces
arzobispo de Buenos Aires y que aún lo visitaba en el barrio, lo había casado,
bautizado a sus hijos.
Fui a ver Los dos papas porque sabía que aparecía el
laboratorio Hickethier y Bachmann.
No descuento que el llamado de “Jorge” formara parte de sus
factor campechano como el que la película muestra claramente en las secuencias
donde Jonathan Pryce come pizza de parado en los alrededores del Vaticano,
conversa con los parroquianos de un bar y se desgañita en la cancha cuando al
gol lo hace San Lorenzo.
En Los dos papas, él aparece como el enterado que aviva a la
militante ingenua y como el profeta de la traición de Astiz, y quiere
convencerla de que abandone la militancia: la anunciación de un alma bella
contribuiría a eliminar a un enemigo de la dictadura sin el recurso de los
“excesos”, simplemente persuadiéndolo. Pero Esther Careaga era una militante de
experiencia y no descuento que le sacara información a Bergoglio, útil para una
lucha de la que no desistiría.
Busqué en youtube imágenes del juicio por la megacausa ESMA
cuando el Tribunal Oral Federal 5 lo intimó a testimoniar sobre los secuestros
de los curas jesuitas Orlando Yorio y Francisco Jalics.
Su rostro luce desencajado como nunca lo está el de Jonathan
Pryce en la película y cuya serenidad parece provenir de una confesión con el
entonces papa Benedicto XVI (Anthony Hopkins) y su calculado perdón. Sus
respuestas son evasivas pero su lenguaje es significativo. Afirma dos cosas
contradictorias, su amistad con Esther y no haber tenido contacto con
“guerrilleros”. Para él existirían dos cosas: la verdad y la calumnia. Todo
aquel sacerdote que trabajaba por los pobres, dice, era motivo de
“habladurías”. Los nombres que oculta son los de sus contactos en la marina y
el ejército. Se evade ante cada pregunta precisa e insistente del fiscal.
¿Quiénes le habían informado sobre la suerte de sus subordinados? Inventa un
eufemismo haciendo gala de sus latines de sacerdote con un lugar común, “Vox
Populi”. Llama “habladurías” a la vigilancia ejercida sobre la población,
“redada” al secuestro y desaparición. Toma distancia de su amistad con Esther,
no la niega pero la enfría sin dar detalles. Salvo el de que era su jefa en el
laboratorio, en la sección metales. Siempre el mismo punto ciego en el
interrogatorio: sí, averiguó por ella, intentó protegerla, a través de quien,
no lo recuerda. Podía haber sido cualquiera. Su teoría es que todo el mundo
sabía, es decir que todos eran cómplices, no solo él, su responsabilidad se
fundía en la de todos o sea nadie. Ha aprendido a decir “subversivos” con una
subordinada posterior: “es así como se los llamaba en aquella época”. Confiesa
lo que ya es público y ha sido demostrado: sus entrevistas con Massera. Dice
que en la última fue maltratado pero que ha pedido “¡quiero que aparezcan!”
¿Quién que no fuera del palo podía tomarse esa confianza?
En la película se lo muestra como un héroe ético, el que
debe ensuciarse las manos para intervenir, deslizarse entre el fingir y el
quedar pegado, un mediador entre los cuerpos a desaparecer y los a rescatar,
sin perder la gracia del Amo asesino. Del guante blanco a las alpargatas, se
habría movido ida y vuelta, como del escritorio donde se imparten las ordenes a
los jefes de la patota a la mesa de caballete del asado villero. Tal vez se
imaginara como ese Daniel Bello, el personaje de la Amalia de Mármol, capaz de
moverse con soltura entre el aguantadero unitario de la Calle Larga y el salón
mundano de Rosas en Palermo. Admite que Yulis habló mal de él pero pasa de
confesor a confesado cuando se le escapa ”pero no habló de entrega”. El mismo
mecanismo de aquel paciente de Freud que luego de contar su sueño con una mujer
mayor dijo “No es mi madre”.
O intentó una defensa patética al pronunciar la palabra que
estaba en la mente de sus acusadores: “entrega”.
Y yendo de la tragedia a la comedia ¿qué decir del lapsus de
cazzo, teniendo en cuenta que al hablar del casamiento igualitario, aun
pronunciándose en contra y para señalar la complejidad del Dogma, el papa
Francisco a menudo habló de contextualizar, y para eso repitió y repite que
habría que ver caso por caso?
Una vez el dr Oliver Sacks escuchó unas carcajadas
convulsivas que provenían de la sala de afásicos del hospital donde trabajaba.
Al entrar descubrió que la reacción se estaba produciendo ante el discurso del
presidente –Sacks no dice cuál, aunque se puede sospechar que se trataba de
Ronald Reagan. Según su diagnóstico, cierto tipo de afásicos no pueden
comprender el significado de las palabras y sí, con una peculiar precisión, la
expresión que las acompaña, es decir la teatralidad, en cambio otros perciben
con especial lucidez crítica su sentido pero no captan la emoción con que se
las pronuncian. Su conclusión es que a un afásico no se le puede mentir. Si
bajo el volumen de la pc, mientras atiendo a su testimonio durante el juicio
por la megacausa ESMA, sé por cada uno de sus gestos, que miente. Si lo escucho
puedo subrayar ciertas palabras y darles sentido sin atender su rostro
desencajado. No soy afásica pero he aprendido a leer un poco más allá de los
libros. Y me cuesta incluirme en su fratelli tutti aunque le agregaran sorelle,
putanne y amici del cazzo, por más bandera roja que Octubre que le haya
sacudido a la palabra.
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