Leandro N. Alem (Balvanera, Buenos Aires, 11 de marzo de 1842 – Ib., 1 de julio de 1896) fue un abogado, político, revolucionario, estadista y masón argentino, destacado por haber fundado la Unión Cívica Radical y liderado dos insurrecciones armadas. Bautizado como Leandro Alen, él mismo modificó su apellido de joven, reemplazando la n final por una m. Tradicionalmente su nombre ha sido escrito como Leandro N. Alem y, en algunos casos, como Leandro Nicéforo Alem, aunque su segundo nombre es objeto de debate entre los historiadores.
Comenzó en la política desde el Partido Autonomista de
Adolfo Alsina, por el cual sería diputado provincial en dos oportunidades.
También fue diputado nacional por el Partido Republicano.
En 1890 fue uno de los fundadores de la Unión Cívica y jefe
político de la fallida Revolución del Parque, contra el régimen fraudulento del
PAN. En 1891 lideró el sector de la Unión Cívica que fundó la Unión Cívica
Radical. En 1893 lideró una segunda insurrección armada, que volvió a ser
derrotada.
En las elecciones legislativas de 1895 fue elegido diputado
nacional. El 1 de julio de 1896 se suicidó, luego de escribir un célebre
testamento político.
Llegó a ser Grado 33 y Gran Maestre de la Gran Logia de
Libres y Aceptados Masones de la República Argentina. (Wikipedia).
Testamento político de Leandro N. Alem
Por: Leandro N. Alem
He terminado mi carrera, he concluído mi misión…Para vivir estéril, inútil y deprimido, es preferible morir. ¡Sí! Que se rompa pero que no se doble.
¡He luchado de una manera indecible en estos últimos tiempos, pero mis fuerzas -tal vez gastadas ya-, han sido incapaces para detener la montaña…y la montaña me aplastó…!
He dado todo lo que podía dar; ¡todo lo que humanamente se puede exigir a un hombre, y al fin mis fuerzas se han agotado…y para vivir inútil, estéril y deprimido es preferible morir!
¡Entrego decorosa y dignamente lo que me queda, mi última sangre, el resto de mi vida!
Los sentimientos que me han impulsado, las ideas que han alumbrado mi alma, los móviles, las causas, y los propósitos de mi acción y de mi lucha -en general-, en mi vida, son, creo, perfectamente conocidos. Si me engaño a este respecto será una desgracia que yo no podré ya sentir ni remediar.
Ahí está mi labor y mi acción desde largos años, desde muy joven, desde muy niño, luchando siempre de abajo. No es el orgullo que me dicta estas palabras ni es debilidad en estos momentos lo que me hace tomar esta resolución. Es un convencimiento profundo que se ha apoderado de mi alma en el sentido que lo enuncio en los primeros párrafos, después de haberlo pensado, meditado y reflexionado mucho, en un solemne recogimiento.
Entrego, pues, mi labor y mi memoria al juicio del pueblo, por cuya noble causa he luchado constantemente. En estos momentos el partido popular se prepara para entrar nuevamente en acción, en bien de la patria.
Esta es mi idea, éste es mi sentimiento, ésta es mi convicción arraigada, sin ofender a nadie; yo mismo he dado el primer impulso, y sin embargo, no puedo continuar. Mis dolencias son gravísimas, necesariamente mortales.
¡Adelante los que quedan!
¡Ah! Cuánto bien ha podido hacer este partido si no hubiesen promediado ciertas causas y ciertos factores… ¡No importa! Todavía puede hacerse mucho. Pertenece principalmente a las nuevas generaciones. Ellas le dieron origen y ellas sabrán consumar la obra. ¡Deben consumarla!.
Leandro N. Alem, 1 de Julio de 1896
Felix luna en el libro Yrigoyen hace referencia al testamento político de Leandro Alem. «Una noche escribe algunas cartas de despedida, y un testamento político conmovedor, en el que manifiesta la serena convicción de su fracaso, y la firme creencia de que la obra del radicalismo no ha de quedar trunca. Y el 1° de julio de 1896, Leandro Alem, el amado de las multitudes argentinas, el caudillo bueno del alma y las barbas cándidas, se da la muerte por su propia mano. Murió en la calle, escenario de sus mejores triunfos y ágora de las más resonantes arengas que de su corazón salieron.
Alguien escribió al día siguiente, que Alem era el único argentino que había ganado el derecho de matarse. Era mucho decir. Ningún hombre puede usurpar ese poder supremo de arrancarse una vida que no pertenece a los mortales. El derecho que había, sí, conquistado Alem, era el de vivir conforme a su destino: entre su pueblo, orientándolo, acaudillándolo. Él renunció a ese derecho cuando se condecoró el pecho con las cintas púrpuras de la orden de la muerte. Pero no pudo escapar a su destino auténtico e irrenunciable de pastor de pueblos, y hoy sigue viviendo en millares de corazones argentinos con potestad de mandato, en una suerte de segunda vivencia que no podrá arrancarle nadie, ni siquiera él mismo».[1]
Luna Feliz, «Yrigoyen». Editorial Raigal. Buenos Aires 1954.
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