Las nuevas costumbres a las que obligó la pandemia provocaron cambios en el paisaje urbano, imágenes que antes del coronavirus eran inimaginables.
El ejercicio es simple, hay que salir a la calle, preferiblemente en el centro, si es en la peatonal mejor, parar un momento, cerrar los ojos y tratar de recordar cómo era ese lugar antes de la pandemia. No hacen falta reparar en los detalles, con una imagen basta y sobra, incluso si es borrosa, descolorida, como esas fotos viejas olvidadas en el fondo de un cajón de la cómoda que con los años perdieron brillo, nitidez y vivacidad y que no hay Photoshop que se los devuelva porque son analógicas, como las canciones de amor, como las películas de Hitchcock, como la fragancia amarga de las flores marchitas. Listo. Con ese fragmento chiquito de memoria en la cabeza, hay que abrir los ojos y mirar alrededor.
El impacto es fuerte. Aparece otra ciudad, muy distinta a la que atesora la memoria, no importa cuál, la de las camisas floreadas y los pantalones pata de elefante de los 70, la de la revista Humor y los psicobolches de la primavera democrática o la de la pizza con champagne y las privatizaciones de los 90, las de los arbolitos y los cacerolazos, cualquiera, ninguna es como la que se revela ante los ojos. El panorama es desolador. “Nadie habla, nadie ríe, nadie vibra en este lugar”, como cantaba el bueno de Roger Muzzio en los tiempos de gloria de Tráfico, aunque los versos eran de Caburo, era él y nadie más el que entraba embolado a El Cairo, al viejo, al de las mesas de nerolite blanco, cansado de que el circo siguiera siempre igual.
Locales cerrados, vidrieras vacías, persianas bajas. Carteles de inmobiliarias, se vende, se alquila, números de teléfono en caracteres enormes. Rojos, negros y azules. Están aquí allá y en todas partes, atados con alambre en balcones voladizos, en la puerta de espaciosos locales de las galerías en penumbras, y repiten los mismos nombres y apellidos que de tanto leerlos ya son familiares. Pasos apurados, miradas esquivas, largos silencios. No se escucha ni el clásico “¡vendo, vendo!” ni los rasguidos de la guitarra arco iris de Marcelito, que siempre estuvo ahí, invisible pero tenaz, frente al maravilloso mundo de golosinas de Royal. Tampoco el ciego Manuel delirando en un mundo de plástico de la legendaria“Rosario” de Lalo de los Santos.
Lo más loco son los barbijos, en esa misma cuadra, en esa misma esquina, en la plaza Pringles o en la vereda de la Pestalozzi, aquí y allá y en todas partes, se empecinan no dejar ver ni el más mínimo rasgo de las caras, como los ladrones de las películas de vaqueros que, cuando se decidían a tomar por asalto la diligencia se subían el pañuelo por encima de la nariz, dejando al descubierto solo los ojos, y ¡manos arriba! Es verdad, no hay que irse al lejano oeste para verlo, la Videoteca de los Robos de “De 12 a 14” tiene cientos de escenas dignas de un western spaghetti de Sergio Leone, cacos con tabapoca y gorrita, armados hasta los dientes y dispuestos a todo por una cartera, un celular o una bicicleta desvencijada.
Costó acostumbrarse, acaso más que a no saludarse con un beso, a evitar los abrazos, a no hablar a los gritos, y no es para menos, andar por el mundo cuidándose como un cirujano, lavándose las manos con alcohol al 70 por ciento y con el alambrecito de la mascarilla quirúrgica ajustado en el tabique, no es fácil para el que no se pasó media vida con la nariz metida en el mamotreto ese, la “Anatomía” de Rouviere, que los estudiantes de Medicina se saben de memoria, del derecho y el revés, como el Cai Aimar y tantos más la formación del Central campeón del 71. La tragedia, no hay nadie a quien la pandemia no le haya piantado un lagrimón, lo impuso a la fuerza y hasta los que se reían a carcajadas de los que los pioneros que lo empezaron a usar hoy no se lo sacan ni a sol ni a sombra.
Un día se volvió costumbre, una más, como el cinturón de seguridad en el auto, el cargador del celular en los viajes y borrar los mensajes de WhatsApp antes de llegar a casa, no sea cosa de que te los lean y tengas que explicar lo inexplicable. Y pasaron cosas, muchas, algunas fastidiosas, como el día que te lo olvidaste y llegaste medio dormido a la puerta del súper y el vigilante de la puerta no te dejó entrar, o la mañana que chocho de la vida saludaste sacudiendo la mano, como un náufrago que ve pasar un avión, y la chica que pensaste que era tu ahijada te miró con cara de “qué le pasa viejo verde” y te quisiste morir, o mejor, desaparecer, en un abrir y cerrar de ojos, como el gran Houdini, y escuchar el aplauso desde bambalinas.
Se convirtió en la excusa perfecta, si llegás tarde al trabajo, a una cita, al dentista, con decir las palabras mágicas, “me olvidé el barbijo y me tuve que volver a buscarlo”, listo el pollo, no hay nada más que hablar, la demora queda justificada. Si te cruzás con alguien que no querés ver ni en figuritas, te lo subís hasta casi tapar los ojos y seguís de largo como si nada. Cero problema, seguro que el otro tampoco te quiere saludar, así que todos contentos. Lo mejor todo es que evitó de una vez y para siempre tener que sufrir los besos de la tía Chocha, que te raspe te la mejilla con el bigote y que te deje esa sensación viscosa en la piel, como si te hubiera acariciado un alien baboso y maloliente.
De vuelta al juego. Ya elegiste el lugar, cerraste los ojos, recordaste los buenos viejos tiempos y te enfrentaste a la cruda realidad. Ahora hay que hacer un esfuercito más, ahora sí hay que mirar con atención, fijarse en los detalles, eso que a primera vista pasa inadvertido. Ahí lo vas a ver, con claridad meridiana, como les gustaba decir a los políticos cuando no había redes sociales ni coronavirus y se animaban a reunir a una multitud en una plaza, un teatro, un sindicato, sin temor a terminar bajo una lluvia de tomates podridos. Eso fue hace mucho tiempo, internet lo cambió todo, le puso una lupa enorme a la realidad y ahora es difícil dejarse seducir por un muchacho que recita bien el preámbulo de la Constitución.
¿Qué ves cuando hacés foco, cuando no dejas que la hojarasca te distraiga? La verdad desnuda. Por supuesto. Los barbijos están, como los veíamos en las películas japonesas que dejaban que la cámara se enamorara del cruce peatonal de Shibuya y su enjambre de tristes oficinistas que van de acá para allá en un movimiento incesante y mecánico, con las caras tapadas, las miradas perdidas, sí, están, pero también hay muchas caras al descubierto, la del florista que fuma y fuma y fuma mientras riega las plantas, la de la chica fresca que no para de grabar y escuchar audios de WhatsApp, la de la abuela que para hablarle a la nieta se le acerca al oído y se baja el barbijo hasta el mentón. Hay muchos más, claro, mucho más. Final del juego.
Por Ricardo Luque.
Publicado en Diario "La Capital" de Rosario.
https://www.lacapital.com.ar/opinion/lo-que-nos-enseno-el-barbijo-n2671787.html
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