Manuel Gálvez escribe acerca del coronel Perón en 1944.
Fuente: Revista Primera Plana Nº 489, 13 de junio de 1972.
En la Feria Iberoamericana del Libro, celebrada actualmente en el madrileño Parque del Retiro, Primera Plana encontró, en un quiosco de publicaciones latinoamericanas, junto a un ejemplar de La razón de mi vida y otro de La comunidad organizada, un libro editado en Buenos Aires, en 1944. Su título es el de El pueblo quiere saber de qué se trata. Se trata de una obra que recopila los discursos de Perón entre el 4 de junio de 1943, desde la proclama que él mismo escribiera la noche anterior, urgido por el movimiento militar que se iniciaba en la madrugada, y el 9 de noviembre del año de la edición. En esta última oportunidad, el coronel, Secretario de Trabajo y Previsión, habla a los empleados bancarios que le han ido a demostrar su agradecimiento por el escalafón bancario recién establecido.
Preguntado el quiosquero sobre la presencia de tales obras, manifestó al corresponsal de PP, que “cada vez hay mayor interés por conocer el pensamiento del líder justicialista; razón por la cual nos preocupamos en encontrarlas, acá o en cualquier otra parte”.
El artículo de Manuel Gálvez, que se reproduce por significado y perdurabilidad, había sido publicado primitivamente en el diario El Pueblo. El retrato que el gran escritor revisionista —a quien en España se compara con Benito Pérez Galdós— realiza del coronel Perón y la pintura del momento político del país hacen de este artículo, verdaderamente, una pieza de antología.
Soy uno de los pocos argentinos que pueden elogiar a los gobernantes con la conciencia tranquila. Nadie, salvo que no me conozca o que sea un perverso, puede creer que lo hago por adulación. A nada aspiro, y por dos razones: una sordera terrible, que me impediría desempeñar cargo alguno, y mis trabajos literarios e históricos, que no me permiten perder el tiempo. Es un lugar común, en el ambiente literario, que soy el único escritor que sólo ha querido ser escritor. Otros fueron, o son, universitarios, o periodistas, o políticos. Mi única ambición terrena es vivir lo suficiente para escribir los quince libros que aún me faltan escribir.
Esto establecido, diré que voy a elogiar entusiastamente al coronel Perón por su obra social. No lo conozco ni siquiera de vista. No he tenido el placer de estrechar su mano. Tampoco conozco a amigos suyos. Mi opinión sobre él y su obra, que daré con toda serenidad, es la opinión de un patriota.
Es también la opinión de quien, desde su adolescencia, ha sentido agudamente la justicia social. Fui a los veinte años tolstoiano y después simpaticé con otras doctrinas revolucionarias. No me llevaron a ellas ni el esnobismo, ni el propósito de llamar la atención, ni la envidia, ni la venganza. Fui hacia ellas empujado por una honda piedad hacia los proletarios y hacia todos los que sufrían por la injusticia social. ¡Tiempos brutales aquellos! He visto con mis ojos cargar a la policía montada y dejar en la calle muertos y heridos, sólo porque eran huelguistas que iban en manifestación. Esto sucedía en los años en que gobernaba Roca.
En 1913, a principios del año, publiqué un libro titulado La inseguridad de la vida obrera. Es una obra muy documentada sobre el paro forzoso. Tres años atrás, al partir para Europa, el Gobierno me designó delegado a una conferencia que iba a celebrarse en París sobre ese grave mal. No tenía obligación de presentar ese informe de 436 páginas, pero el asunto me apasionó. Ni un centavo me pagó el Gobierno por mi labor. Publicado en uno de los boletines del Departamento de Trabajo, obtuvo repercusión. El doctor Justo, jefe del Partido Socialista, me citó en el Congreso y dos proyectos sobre agencias de colocación o bolsas de trabajo, basados en mi libro, fueron presentados a la Cámara de Diputados: uno del socialista Alfredo L. Palacios, que leyó varios párrafos míos, y otro de los Diputados católicos Bas y Cafferata.
Hace cuarenta, treinta años, las palabras “justicia social” tenían un sentido revolucionario. Ni los gobernantes, ni los ricos, se interesaban por los sufrimientos del pueblo que trabaja. Debo exceptuar a Joaquín V. González, que en 1903, siendo Ministro del Interior —¡Ministro de Roca!—, presentó al Congreso un proyecto de ley del trabajo, que nunca fue siquiera considerado por las Cámaras.
Todo cambió con el advenimiento de Yrigoyen al poder. Sea que lo hiciese con espíritu harto sentimental o paternal, y que en su obra no hubiese contenido alguno, el hecho es que, por primera vez, un presidente argentino demostraba amor al pueblo. Él también propuso una ley del trabajo, ciertamente notable, y que tampoco trató el Congreso. Yo ignoraba la obra de Yrigoyen a favor del obrero y el desheredado en general, cuando pensé en escribir su biografía. Al enterarme de lo que hizo, y que ahora nos parece poco, lo admiré de veras.
He traído a colación estos recuerdos, algunos de carácter personal, porque deseo que los lectores que sólo me juzgan como novelista o literato sepan que no hablo de cosas que ignoro, sino de asuntos que estudié y conozco. En diversos libros he mostrado cómo siento la inquietud y padecimientos del pueblo.
La Revolución del 4 de Junio significa para los proletarios, y en cuanto proletarios, el más grandioso acontecimiento imaginado. Y dentro de la Revolución de Junio, nada tan maravilloso para esos hombres como la obra del coronel Perón.
Es enorme cuanto se ha hecho y no voy a enumerarlo aquí. Basta con recordar los beneficios que han logrado, en pocos meses, numerosos gremios obreros. Los mismos trabajadores lo han dicho, y de modo elocuente. Otras obras que se han comenzado y han de realizarse. Y todo esto, ¿se habría logrado si existiera el Congreso? ¡Jamás! No hay hombres más egoístas, más sensuales, que buena parte de nuestros politiqueros. La clase proletaria debe abrir los ojos. Lo que no consiguieron Joaquín V. González ni Hipólito Yrigoyen, porque las Cámaras no consideraron siquiera las grandes leyes obreras que proponían, lo van dando al pueblo, mediante decretos, rápidamente puestos en práctica, los hombres que nos gobiernan desde el 4 de junio.
El coronel Perón es un nuevo Yrigoyen. Pero, además de la grandeza de corazón tiene méritos que no tuvo Yrigoyen: una actividad asombrosa, la despreocupación de la politiquería, el don de la palabra y un sentido panorámico y profundo de la cuestión obrera. Y a esos dones se debe agregar la suerte de no tener un Congreso de egoístas y politiqueros que lo obstaculice.
Veo al coronel Perón como a un hombre providencial. Creo que las masas —que ya lo adoran— así lo van comprendiendo en su formidable instinto. Es un conductor de hombres, un caudillo y un gobernante de excepción. Aquí, donde faltan los hombres de gobierno, pues la verdad es que ningún partido tiene hoy una gran figura, la aparición inesperada de este soldado, que posee la intuición maravillosa de lo que el pueblo necesita, es un acontecimiento trascendental.Quiera Dios inspirarle siempre, guiarle por el buen camino, para bien de la Patria y del Pueblo.
Ningún gobernante de esta tierra ha dicho jamás palabras tan bellas, tan penetradas de humanidad como las que pronuncia con frecuencia el coronel Perón. Nadie habla como él de la justicia social. Yo he leído con emoción muchos de sus párrafos. En Rosario dijo: “Queremos que desaparezca de nuestro país la explotación del hombre por el hombre, y que cuando este problema desaparezca, igualemos un poco las clases sociales para que ya no haya, como he dicho ya, en este país, hombres demasiado pobres ni hombres demasiado ricos”. Y en este mismo estupendo discurso declaró que para él la justicia superior a las demás justicias era la justicia social.
Las palabras y la obra del coronel Perón colman mis esperanzas de que ha de organizarse en esta Patria un mundo mejor. ¡Sí!, no debe haber hombres ni demasiado ricos ni demasiado pobres. Las grandes fortunas son tan injustas como las grandes pobrezas. Todos somos iguales ante la muerte y ante Dios, pero también debemos serlo, dentro de lo posible, en las realidades de la vida. Las palabras del coronel Perón son verdaderamente cristianas, patrióticas y salvadoras. No obstante, habrá que luchar para establecer la justicia social como él la quiere. Los poderosos, las empresas capitalistas, los ricos, los serviles ante toda riqueza, los hombres sin corazón y hasta algún gobierno extranjero, se han de oponer a nuestra justicia social. Las clases privilegiadas no se conformarán con perder uno solo de sus privilegios, y calumniarán y mentirán y pretenderán burlarse, como ya empiezan a hacerlo, con sus estúpidos chistes. Pero todos los patriotas y todo el pueblo estaremos con este gobierno, que defiende con tanta energía y coraje los fueros de la soberanía en el orden externo; y en el interno la justicia social.
Manuel Gálvez.
Fuente: www.elhistoriador.com.ar
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