Tiene razón Nicolás Maduro, el hijo predilecto del comandante eterno Hugo Chávez: Venezuela enfrenta una ofensiva económica despiadada liderada por Estados Unidos. Sin habérselo propuesto, los norteamericanos, con la ayuda de los europeos, japoneses y, últimamente, chinos, han creado una forma de imperialismo, el económico, que es mucho más eficaz que todas las anteriores. Lo es porque no los obliga a asumir responsabilidades engorrosas. Mientras que los imperialistas europeos y nipones de antes tuvieron que gobernar los territorios que conquistaron, lo que a menudo les resultaba bastante difícil, los actuales prefieren dejar tales tareas en manos de los nativos, limitándose a decirles que sería de su interés respetar ciertas reglas avaladas por lo que llaman la comunidad internacional. El planteo es sencillo: negarse a acatarlas significa resignarse a la miseria. Puesto que, con la excepción notable de los islamistas y, a su modo particular, algunos religiosos como el papa Francisco, nadie está dispuesto a reivindicar la pobreza, virtualmente todos los pueblos del mundo se sienten obligados a someterse al orden establecido.
Los imperios tradicionales se desintegraron cuando las elites de las viejas metrópolis se dieron cuenta de que, lejos de enriquecerlas, las posesiones de ultramar les costaban mucho dinero y esfuerzo. Puede que en otros tiempos aportaran recursos muy valiosos, además de prestigio, a sus dueños, pero al hacerse cada vez más sofisticadas las diversas economías nacionales, los imperialistas se enteraron de que les convendría mucho más concentrarse en el desarrollo interno. Después de todo, países sin colonias como Suecia o, luego de la Segunda Guerra Mundial, Alemania no eran más pobres que el Reino Unido, Francia y Holanda, para no hablar de Portugal que, por orgullo y nostalgia, a pesar de su atraso durante años se resistió a salir del siglo XIX. Por el contrario, el que los suecos, alemanes y otros no tuvieran que preocuparse por asuntos en lugares exóticos los ayudaba a prosperar.
Hasta ahora por lo menos, los más beneficiados por el hundimiento de los viejos imperios han sido los eximperialistas mismos que, al adoptar la variante norteamericana de intervenir esporádicamente sin por eso comprometerse a administrar de manera permanente un territorio ajeno, siguen encontrándose entre los países más ricos del mundo. ¿Y los pueblos liberados? La descolonización no les ha sido tan ventajosa como muchos habían previsto y como aún es habitual suponer. En buena parte de África y el Oriente Medio, el desmantelamiento de los imperios europeos, en especial el británico y francés, fue un desastre para todos salvo un puñado de oportunistas que pronto se las arreglaron para monopolizar el poder y la riqueza disponibles. Aunque la mayoría podría festejar la independencia nacional, no tardó en aprender que le correspondería ocupar un lugar decididamente subalterno en la nueva, y en muchos casos muy violenta y sumamente desigual, sociedad poscolonial.
Andando el tiempo, los interesados en tales cosas comenzaban a preocuparse por los "Estados fallidos", por el destino trágico de los habitantes de países incapaces de autogobernarse y los peligros que planteaban a sus vecinos ya que, como agujeros negros, desestabilizan todo cuanto se encuentra a su alrededor. Hace poco más de medio siglo, la ONU o su equivalente habrían entregado un "mandato" a una potencia imperial experimentada para que los administrara, pero en la actualidad tal alternativa es considerada tan aborrecible que a pocos se les ocurriría proponerla.
No sólo en los países atrasados sino también en los más ricos, si bien por razones un tanto distintas, es tan fuerte la oposición a cualquier arreglo que tendría connotaciones imperialistas que el consenso es que es deber de cada pueblo resolver sus propios problemas. Así, pues, los habitantes del Estado fallido por antonomasia, Somalia, se han visto en efecto abandonados a su suerte por la "comunidad internacional".
Si solo fuera cuestión de un país africano paupérrimo en el que líderes tribales e islamistas disputan la primacía, uno podría tomar la anarquía sanguinaria en que viven los somalíes por una aberración pasajera, pero sucede que Somalia dista de ser el único "Estado fallido". Ni siquiera los más optimistas creen que sea posible que Siria reencuentre un mínimo de paz y orden en los años próximos; lo más probable es que mueran centenares de miles más y que millones queden desplazados. No son menos truculentas las perspectivas ante Irak, Yemen, Libia y Afganistán, y una docena de países en África.
A los miembros más estables de la "comunidad internacional" les gustaría alejarse de los ya fallidos o aquellos que corren peligro de sufrir un destino parecido, pero no les es dado ponerlos todos en cuarentena. En busca de seguridad o, en el caso de algunos, con el propósito de desquitarse por agravios históricos, una multitud de refugiados y migrantes económicos está tratando de escapar de África y las zonas más turbulentas de Asia, pero una mayoría creciente de europeos ha llegado a la conclusión de que dejarlos entrar sería catastrófico. Incluso los que, el año pasado, se proclamaban resueltos a brindar una cálida bienvenida a quienes huían de la guerra se han puesto a hablar de la necesidad de que los países ricos y militarmente poderosos hagan algo para restaurar por lo menos un simulacro de paz en Siria y Libia. Con todo, la conciencia de que una intervención sería claramente imperialista los ha mantenido paralizados.
Todo sería más fácil si hubiera motivos para suponer que una campaña rapidísima por parte de "fuerzas especiales" solucionaría el problema pero, por desgracia, en Bruselas y Washington los estrategas entienden que, a lo mejor, sólo serviría para castigar a los fanáticos del Estado Islámico, y a lo peor haría todavía más complicado un embrollo que ya es inmanejable. Para que una fuerza internacional –es decir, foránea– lograra construir algo duradero sobre las ruinas de un Estado fallido, tendría que administrar el territorio un par de generaciones por lo menos, o sea, actuar como las potencias imperiales del pasado que suponían que su presencia sería permanente. En Irak y Afganistán, los norteamericanos no disimularon su voluntad de retirarse lo antes posible, de tal modo garantizaron el fracaso del intento ingenuamente ambicioso de "construir una nación". Si para defender sus fronteras externas la Unión Europea interviniera militarmente en Siria y Libia, como algunos en Bruselas dicen es necesario, sin comprometerse a continuar gobernando tales países hasta nuevo aviso, los resultados del operativo serían igualmente negativos.
Publicado en Diario "Río Negro", viernes 19 de febrero de 2016.
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