“Beatriz, ¿querés saludarlo a Pablo? Se refería a Pablo Moyano y la pregunta la hizo una mujer que marchaba con las primeras filas de Camioneros. Caminaban por Entre Ríos hacia la Plaza de los Dos Congresos, precedidos por una banda de bronces que metía más volumen que los percusionistas largamente entrenados en las canchas y las movilizaciones.
La escenografía del acto fue la acostumbrada: los globos con las leyendas de los sindicatos flotando sobre la plaza; los carteles a veces rotosos o sucios; las mochilas de donde salen los cartones de vino; los puestos con las latas de cerveza, las gaseosas y los choripanes. En los umbrales, como suele suceder, muchachos sentados, flotando en el tenue humo de algún porro. Supongo que nadie se escandaliza, salvo que piense que la cerveza es para que entren en coma alcohólico los vecinitos de Barrio Norte durante la previa del sábado y que el olor a porro está reservado a media docena de adolescentes en las veredas de algún colegio poblado por hijos de prestigiosos profesionales. Nunca fui a un acto donde no se tomara alguna lata ni se fumara algo. Es el consumo culturalmente más extendido, quizás el único que comparten los pobres con las capas medias. Lo que no hubo es violencia: ningún encontronazo, ningún empujón. “Cuídese compañera”, me aconsejaron, probablemente porque veían en mí a una mujer que llegaba de otro lado.
Movilizados. El acto de la CGT y las organizaciones sociales empezó puntual. El locutor exhortaba a serlo porque, dijo, tenían pantalla de televisión. También, como precisó un antropólogo amigo, porque la gente, a las cinco, quiere emprender el regreso a su casa. Los trabajadores, los desocupados y los subempleados viven lejos. Este es un rasgo de geografía social que se pasa por alto cuando quienes critican las movilizaciones piensan que la gente puede teletransportarse desde municipios que están a decenas de kilómetros de la capital. Por supuesto, llegan en los ómnibus alquilados por las organizaciones, porque, caso contrario, sencillamente no llegarían.
“Nadie moviliza hoy miles de personas”, es un lugar común que se repite con nostalgia o con alivio, según quien lo enuncie. Algunos asesores políticos que se apoyan en estas creencias para inventar variadas alternativas proselitistas. Por ejemplo, la simpática estrategia de salir a timbrear los domingos a la mañana. Las organizaciones que confluyeron al acto, en cambio, pueden movilizar miles de personas, porque (se dirá) son viejas estructuras de costumbres tradicionales. Sus jefes tienen la ventaja de no levantarse temprano los fines de semana para chapotear en los suburbios intentando un cara a cara ante las cámaras de televisión. Pero todavía, en algunos grandes sindicatos, son moderadamente representativos, incluso cuando su representación sea discutida y discutible.
La multitud del viernes a la tarde, iluminada por un sol que ningún orador llamó peronista, era eso: una multitud, es decir un conjunto abigarrado y heterogéneo, con baja presencia de capas medias (excepto las de algunos sindicatos como los de la administración pública y los bancos). Hombres más bien oscuros, que los sectores medios urbanos conocen sólo de a uno, en singular: el pintor, el albañil. Mujeres con racimos de chicos, sentados en las veredas, mientras repartían la comida y la bebida. Todos formaban parte de ese colectivo difuso pero real que se puede llamar el mundo popular, los trabajadores manuales, los desempleados, los que se agruparon en cooperativas precarias con el objeto de enfrentar una crisis que, para ellos, lleva años.
Sensaciones. Los he visto en los actos de la CGT durante el gobierno de Cristina Kirchner. En ese entonces no estaban con la CGT todas las organizaciones sociales, que hicieron sus piquetes y se manifestaron de forma independiente a la de sindicatos que no los tomaban en cuenta. La peculiaridad de este acto es que marcharon juntos. Es una señal para quienes se preocupan por el “uso político” de los reclamos. Como se dijo, no se nombró al anterior gobierno. En cambio, se le recordó a Macri que había hecho promesas que no cumplía y que así transgredía un pacto democrático que él había presentado para ser elegido. Aquí un aprendizaje para futuras campañas: no prometer la felicidad.
¿Qué sabemos de esta gente? Que para un elevado porcentaje de ellos la vida es precaria, sujeta a la imprevisibilidad del despido, la suspensión o la reducción de las horas de trabajo. Viven sometidos al cálculo cotidiano de la estrechez. Sin duda, hay sindicatos excepcionales (como camioneros o bancarios), pero incluso ellos saben que, si les va mal a todos, inexorablemente, algo de esa maldita precariedad va a tocarlos. Los que estaban en el acto se diferenciaban precisamente por esto de algunos políticos y de los pocos intelectuales que allí también estaban. Nosotros, los que mirábamos, no conocemos esa sensación de precariedad que asalta cuando la idea de futuro es afectada por la insoportable inestabilidad del presente.
Nadie (de todos con quien hablé) recordaba una época reciente que le pareciera mejor. No escuché el nombre de Cristina Kirchner. El pasado también es precario cuando el futuro es un tiempo corto y asaltado por la duda. Esas mujeres, esos chicos desparramados en las veredas y esos hombres oscuros que sostenían las banderas están sometidos al presente. Marcharon no sólo porque sus dirigentes los disciplinaron, no sólo porque los obedecieron, sino porque saben que su vida es incierta. Y saben también que para quienes viven una vida incierta no existe el mediano plazo. El mediano plazo es un lujo que cuesta plata.
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