El fenómeno es extraordinario, llamativo y preocupante: podría haber peronismo sin Partido Justicialista. Podrían sobrevivir peronistas sin necesidad de ni de una organización ni una referencia institucional. Sucede que el peronismo trascendió la política y es parte de la identidad cultural argentina. Esta realidad debería provocar, en especial en los antiperonistas, reflexiones y construcciones mucho más complejas que el facilismo 'gorila' de la Revolución Libertadora y otros movimientos similares. Esa raigambre de escala antropológica es la que abordan Ezequiel Adamovsky y Esteban Buch en su interesante texto "La marchita, el escudo y el bombo - Una historia de los emblemas del peronismo, de Perón a Cristina Kirchner (Editorial Planeta). Adamovsky es doctor en Historia por University College London, licenciado en Historia por la Universidad de Buenos Aires, investigador independiente del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET) y profesor de la Universidad Nacional de San Martín y de la UBA. Buch es profesor en la École des Hautes Études en Sciences Sociales (EHESS) de París, donde dirige el Centro de Investigaciones sobre las Artes y el Lenguaje (CRAL). Él es un especialista de las relaciones entre música y política en el siglo XX. Precisamente aquí un fragmento suyo sobre el bombo peronista: Por ESTEBAN BUCH.
A pesar de que existían precedentes, la aparición de los
bombos en las manifestaciones peronistas fue considerada en su momento una
novedad, un aporte del nuevo movimiento, y así quedó instalada en la memoria
colectiva. ¿Cuándo y cómo comenzaron a utilizarlo los peronistas? Comencemos
por las historias que circulan hoy para ver luego cuáles de ellas encuentran
asidero en los documentos de la época.
Las referencias que lo ubican en un momento más tardío son
las que afirman que el bombo hizo su debut en el acto de proclamación de la
candidatura de Perón del 12 de febrero de 1946. Esa historia proviene de un
testimonio recogido por una revista peronista de los años setenta, según la
cual fue aportado por uno de los “Fortines” que se habían organizado
espontáneamente para promover esa candidatura. Ese día, fortineros de diversos
barrios porteños y del Gran Buenos Aires confluyeron en la intersección de las
calles Cabildo y Juramento. Los muchachos del Fortín de Munro habían llevado
una banda para acompasar la marcha, pero decidieron regresar a guardar sus
instrumentos por temor a que se destruyeran por si había disturbios. Entonces
su líder, el Dr. Asdrúbal Figueredo, pidió que trajeran al menos un bombo. Así
fue que un dirigente del Sindicato del Plástico, de nombre Talabán (más
conocido como “Sofina”), fue enviado en taxi a traer su bombo de murga, antes
de avanzar hacia la Avenida 9 de julio, donde tuvo lugar la proclamación. Como
no tenía maza, ese día lo tocó con la pata de una silla que rompieron para la
ocasión.
A juzgar por sus publicaciones y sitios web, la mayoría de
los peronistas cree hoy que el debut fue un poco anterior. Siguiendo la versión
difundida por el historiador Fermín Chávez, se afirma que la primera vez que
sonó un bombo fue en el acto que el Partido Laborista realizó en Buenos Aires
el 14 de diciembre de 1945. Otros, sin embargo, se apoyan en la autoridad de
Norberto Galasso, para argumentar que en verdad el debut había sido muy
anterior y fuera de Buenos Aires. Había sido en Berisso, durante una visita de
Perón en junio de 1944 para hablar en una concentración de los trabajadores de
la carne, que espontáneamente unos muchachos con bombos se pusieron al frente
de la caravana que avanzaba rumbo al palco. La fuente de esa información es el
testimonio que diera en sus memorias el propio Cipriano Reyes, legendario
dirigente gremial de los frigoríficos de Berisso (aunque correspondiera corregir
la fecha de esa visita de Perón, que en verdad fue el 10 de agosto).
Ignorando este dato, finalmente el famoso bombista, cantante
y compositor de murga Eduardo Pérez (alias “Nariz”) aseguraba que fue él el
primero en Plaza de Mayo el 18 de octubre de 1945. El bombo era el que usaba
con la murga “Los averiados de Palermo”, con cuyos integrantes marcho ese día,
llevándolo desde el Jardín Zoológico hasta el centro en el techo del tranvía;
según su testimonio, fue el único que sonó en esa concentración. Aunque Nariz
negaba enfáticamente que el día anterior el mítico 17 de octubre, hubiera
habido bombos, otros testigos presenciales aseguran que sí los hubo. Así lo
recordaba, por caso, la escritora María Rosa Oliver, quien vio pasar ese día
uno yendo de Retiro hacia Plaza de Mayo, llevado por un grupo de personas a pie
que le pareció una murga de carnaval.
¿Qué podemos saber con certeza a partir de estos
testimonios? Pasadas décadas, los recuerdos pueden ser muy imprecisos en lo que
a fechas se refiere. Dado que el bombo llegó al principio de forma más o menos
fortuita y, como veremos, no fue hasta mucho más tarde considerado un emblema
del peronismo, es perfectamente posible que todos creyeran ser los primeros,
son conocer los precedentes. La primera mención del 18 de octubre de 1945 en
Plaza de Mayo, así que podemos estar seguros de que a más tardar se hizo
presente en esa fecha (los diarios también lo mencionan en el acto de
proclamación de febrero del año siguiente). ¿Qué sabemos respecto de momentos
anteriores? Los audios de las grandes concentraciones del 10 de octubre (la
despedida de la Secretaría de Trabajo y Previsión) y del discurso de Perón del
17 de octubre del '45 no registran sonidos de percusión, por lo que pueden
ponerse en duda los recuerdos que lo ubican allí. ¿Qué decir del precedente de
Berisso del 10 de agosto de 1944?
La cuna berissense del bombo puede darse por probada. Las
memorias de Cipriano Reyes en este sentido están confirmadas por las de juan
Clidas, entrevistado para este trabajo. En los tempranos años cuarenta Clidas
era un joven trabajador del frigorífico Swift, activista de base en el
movimiento huelguístico y, además, entusiasta miembro de la murga “Los
martilleros”, una de las más importantes del lugar. Recuerda haber salido con
sus bombos en el acto de agosto de 1944 y nuevamente en octubre de 1945,
siempre en compañía de sus compañeros de la murga (quienes, al igual que él,
eran trabajadores de la carne). En la zona de Berisso y La Plata, las
manifestaciones habían comenzado del día 12 de octubre del ´45; desde ese
momento y hasta el 17 Clidas y sus amigos salieron son varios bombos,
convocando con su ritmo a la gente a agruparse para marchar a pie hacia la
capital provincial. Clidas fue peronista ferviente desde entonces, acompañando
innumerables manifestaciones con el sonido de sus bombos (salió por última vez
en 1974). Otro informe asegura que el 17 de octubre de 1945 ora murga de allí,
“Los locos de la terraza”, también sacó sus bombos a las calles de Berisso.
El sonido del bombo, en fin, estuvo presente ya en 1944,
apoyando al coronel Perón antes de que existiera un movimiento peronista
propiamente dicho. No es posible, con los conocimientos parciales que todavía
tenemos, hacer un mapeo completo, pero todo indica que de su cuna berissense
pasó a La Plata y Buenos Aires ya en 1945, extendiéndose con posterioridad,
progresivamente, a otras partes del país.
El primer bombo: un sonido entre otros.
Como vimos, las historias sobre los primeros bombos
peronistas coinciden en relacionarlo con las murgas de carnaval. Los contextos
que enmarcaron sus primeros latidos confirman esa procedencia. En estas
primeras apariciones, lo mismo que en las murgas, el bombo era uno más entre
otros instrumentos sonoros. Las descripciones del 17 y 18 de octubre destacan
que iban acompañados de “platillos, triángulos y otros instrumentos de
percusión” o de “tambores improvisados con latas” y “megáfonos hechos con
viejas bocinas de gramófonos”. El aspecto y las actitudes carnavalescas que
tenían las multitudes de esos días en Bs. As. Y otros sitios ha sido bien
descritos por nuestros autores: Los manifestantes se burlaron de los
transeúntes que iban elegantemente vestidos, abundaron esos gestos obscenos,
pintarrajearon monumentos y en algunos sitios causaron daños a edificios
públicos. El bombo y los demás instrumentos eran parte de una atmosfera
carnavalesca de desafío a las jerarquías sociales y de desenfado. Algo similar
se percibe algunos meses más tarde, en la concentración de proclamación de la candidatura
de Perón.
Así la describía un diario: “El aspecto de mitin de
proclamación de los candidatos del Partido Laborista ofreció el acostumbrado
matiz bullanguero de todas las anteriores manifestaciones realizadas por dichas
agrupaciones. A partir de las 19, por las principales calles de acceso a la
Plaza de la República comenzaron a llegar pequeñas pero numerosas columnas de
concurrentes al acto, provistas de carteles y retratos del líder laborista, que
habían sido adornados con flecos y colgajos de colores. Levaban también
símbolos desconcertantes, tales como un palo con un fumigador en el extremo;
una picana con un par de zapatos en la punta; bombos, platillos y matracas,
cuyos “tantanes” se introdujeron constantemente en el micrófono y matizaron la
transmisión radial. Algunos manifestantes, provistos de altavoces, detonaban su
procedencia de tierra adentro al repetir, dentro de corros, pintorescas
“versadas” de sabor gauchipueblero”.
En un sentido similar pero tres años más tarde, otro
periodista destacó las “matracas, bombos y silbatos” y los muñecos mezclados
entre las pancartas como presencias típicas en las manifestaciones de entonces.
El bombo, en fin, no era todavía una elección exclusiva, ni siquiera dominante:
Era apenas un sonido más en el bullicio carnavalesco que había desatado el
peronismo.
¿Cómo sonaba el bombo en ese concierto? El reportero que lo
escuchó el 18 de octubre 1945 anotó que lo hacía “con compás de candombe”. La
grabación más temprana que tenemos; la de una manifestación de marzo de 1948;
registra una secuencia repetida de tres golpes y un silencio, un ritmo que
solían usar por entonces las murgas.
Aunque no era el único ritmo que podía ejecutar un bombista,
los registros de décadas posteriores muestran que los tres toques seguidos de
silencio (quizás con un tempo algo más lento) siguieron siendo en las
manifestaciones.
El bombo se convierte en emblema.
No hay ninguna evidencia de que en esos primeros años del
peronismo el bombo fuera considerado un emblema del movimiento. Ni siquiera
parece haber sido percibido por los peronistas como un elemento típico de las
manifestaciones.
En verdad quienes primero notaron su presencia y lo
convirtieron en el instrumento peronista por antonomasia fueron los
antiperonistas. Ya desde la campaña electoral de febrero de 1946 la prensa
opositora representó insistentemente a Perón y a sus seguidores en dibujos
satíricos en los que destacaban el bombo, como modo de relacionarlos con algo
vulgar y carnavalesco, impropio de la política seria. No había nada original en
ello. Desde hacía muchas décadas la prensa satírica argentina publicaba
caricaturas de referentes políticos y sociales tocando el bombo, sea para
desacreditarlos relacionándolos con el carnaval o para reírse de sus ínfulas.
La prensa peronista también representaba por entonces a la
oposición como una murga, con idéntico fin. Solo en años posteriores
comenzarían a hacer propia la imagen del bombo en un sentido opuesto, para
destacar el arraigo popular del nuevo movimiento. Entre las cientos de fotos de
manifestaciones que publicó el diario “El Laborista” a partir de comienzos de
1946, la primera que eligió hacer visible nuestro instrumento es de 1951. Por
entonces también la revista “Mundo Peronista” insistió en utilizar
ilustraciones y fotografías de bombos encabezando a grupos de manifestantes
como marca de identidad. Solo entonces comenzó a ser más que un simple instrumento
entre otros, hasta formarse en un verdadero emblema del peronismo. Ese carácter
también fue asegurado a su modo por los propios bombistas.
La escasez de fotografías de los años cincuenta no permite
saber con certeza si entonces ya existía la costumbre, pero al menos las de la
década siguiente muestran que era habitual que pintaran los parches y n el
cuerpo de los bombos imágenes alusivas a la pertenencia política: Los rostros
de Perón y Evita, el Escudo peronista, las siglas del partido, el nombre del
sindicato de origen o de los referentes a los que apoyaban. Los mismos
instrumentos reforzaban así, como objetos visuales, el sentido que buscaban
transmitir a través de sus sonidos.
Que el bombo no fue al principio una presencia obvia no
siempre valorada como parte de la liturgia peronista lo confirma un curioso
incidente acontecido en 1948. El 1º de marzo, frente a la terminal de retiro,
se realizó un acto multitudinario para celebrar la reciente decisión del
gobierno de estatizar los ferrocarriles. Por un problema médico Perón no pudo
asistir al evento, por lo que envió a su ministerio de Obras Públicas, Juan
Pistarini, a que leyera un discurso en su nombre. En la calle, mezclados entre
los manifestantes había varios bombos bien dispuestos a aportar su sonido al
festejo.
Con poca experiencia en esas ideas, el enviado intentó
cumplir su misión en medio del bullicio. Varias veces pidió silencio sin éxito;
los bombistas no atendieron sus pedidos, o acaso no lo escucharon, ensordecidos
por sus propios instrumentos. El general Pistarini fue perdiendo la paciencia y
amonestó a la multitud: "Si no les interesa escuchar el discurso que
escribió Perón"; dijo; "es que no son auténticos peronistas”.
Pero los bombos no se dieron por aludidos y continuaron como
si nada. Ya fuera de quicio el ministro gritó a su impotente micrófono
indicaciones a la policía: “¡Hagan sacar eso! ¡Vea, agente! ¡Haga sacar eso!
¡Saque el candombe!”. En la grabación del audio de ese acto se escucha el
sonido del bombo continuar por un lapso y luego extinguirse, en medio de un
griterío que tardó algo más en acallarse. Conseguido el anisado silencio,
Pistarini pudo terminar con lo suyo.
Los muchachos que habían causado las iras del ministro
pertenecían a dos murgas berissenses, las mismas que en 1944 habían aportado
por primera vez el sonido que nos ocupa a una manifestación de Perón. Juan
Clidas estaba allí, golpeando su bombo con la maza atada a su mano, como
acostumbraba a hacer para no perderla. Recuerda que, a la orden de Pistarini,
la policía se lanzó sobre ellos y les dio una buena golpiza. Las cachiporras la
emprendieron también contra los mismos bombos, con intención de destrozarlos.
Pero como eran duros de romper, la saña policial causó todavía más sonidos
percusivos hasta que los parches finalmente cedieron, lo que no dejaba de ser
una situación risueña para quienes presenciaban la escena. Clidas supone que
fue la insignia de su murga; dos martillos rojos cruzados, pintados en los
parches; lo que hizo suponer a Pistarini que se trataba de “comunistas”.
En cualquier caso, que se haya irritado tanto con el sonido
y lo haya atribuido a otra fuerza política indica que todavía en 1948 los
bombos no eran una presencia del todo esperable en las manifestaciones
peronistas. Ni mucho menos de simpatía garantizada. En el recuerdo de Clidas y
de otros berissenses la ofensa del irascible ministro quedó reparada tiempo
después, cuando le llegaron otros bombos en reemplazo de los que la policía
destrozó, según supieron, enviados por orden de la mismísima Evita.
Un ruido siniestro: el sonido del bombo y la memoria
histórica.
Pero además de los de orden práctico, hubo motivos más
profundos por los que el bombo captó la atención de los antiperonistas tan
rápidamente, tanto como para decidir que se trataba de algo típico del
peronismo incluso antes que los propios peronistas. Si detectaron
inmediatamente al bombo entre los múltiples instrumentos que utilizaba quienes
marchaban por Perón fue porque interpretaron ese sonido intenso, grave y rítmico
el anuncio de una presencia temible, ominosa, inquietante. Para entender qué
evocaba esa sonoridad para ellos, es necesario detenerse un momento en el modo
en que fue interpretado el fenómeno peronista en sus inicios.
Contrariamente a lo que indicaría el sonido común, el
anti-peronismo no surgió como reacción al peronismo. Si hiciéramos un
repertorio de los temas, estereotipos, críticas y vocabularios propios del
anti-peronismo, encontraríamos que casi todos ellos estaban ya presentes en
1945. Por el contrario, ese año el peronismo todavía no existía como tal. Por
supuesto, estaba Perón, estaban las medidas que venía tomando al frente de la
Secretaría de Trabajo y Previsión y estaba también el apoyo que recibía de las
clases bajas. Pero en lo que refiere a sus ideas, si visión sobre el país, sus
prácticas políticas, sus formas de organización, incluso sus liderazgos, se
trataba de una corriente todavía en estado magmático.
Solo luego de legado al gobierno el movimiento peronista se
constituiría como tal. Buena parte de los rasgos con los que lo asociamos hoy
fueron surgiendo luego de 1946, forjados también ellos, en buena medida, como
reacción a la oposición y los rechazos que había cosechado en el amplio campo
del anti-peronismo. Las antipatías y resistencias de los otros fueron
orientando su desarrollo tanto como las ideas previas que Perón y sus
seguidores aportaron. En otras palabras, no puede afirmarse que llegara primero
el peronismo como una propuesta ya completa y cerrada, produciendo luego, como
reacción, el anti-peronismo. Ambas identidades políticas se forjaron juntas y
en relación. Si de alguna pudiera decirse que tuvo precedencia sería más bien
de la segunda.
De hecho, el anti-peronismo surgió como una lectura del
fenómeno peronista informada por ideas, conceptos, narrativas y ansiedades que
eran previos, heredados de etapas muy anteriores. Además de percibir a Perón
como un posible líder fascista, el movimiento que desató entre las masas fue
inmediatamente interpretado como la reactualización de amenazas más antiguas
que acechaban a la nación argentina.
En el contexto de 1945 se volvió a hacer presente el temor
recurrente, para ciertos grupos sociales, de que alguna forma de democracia
plebeya viniera a poner en riesgo la República. Se trataba de una angustia que
venía desde tiempos de las guerras civiles del siglo XIX, relacionada con la
idea de que en el pueblo argentino anidaban tendencias igualitarias turbulentas,
inorgánicas, emocionales, colectivas, enemigas de la racionalidad y de la
dignidad del individuo, que conspiraban contra el normal funcionamiento de las
instituciones. Pasado el contexto de las luchas entre Unitarios y Federales,
ese temor se había vuelto a activar cuando Irigoyen llegó al poder en 1916 y
por supuesto resurgió en 1945. Aunque se trataba de un movimiento típicamente
liberal presente en intelectuales y políticos argentinos; por caso, Vicente F.
López o Ricardo Levene; tanto como de otros países, aquí se entrelazaba con
narrativas acerca de la nación y de su historia que eran más peculiares.
En efecto, el temor por la posible irrupción de un
democratismo plebeyo e inorgánico se manifestaba especialmente cuando aparecía
en el horizonte alguna figura carismática, un “caudillo” como aquellos del
siglo XIX, capaz de excitar y dar cauce a impulsos plebeyos que de otro modo
estarían bajo control. Se temía de esos caudillos no tanto su autoritarismo,
como la perspectiva de que abrieran las puertas para que la plebe pisoteara las
jerarquías sociales fundamentales, el régimen que establece quién es más que
quién en la sociedad.
Domingo F. Sarmiento y otros luego de él expresaron esa
preocupación con toda claridad, en particular con referencia a los tiempos
traumáticos de Juan Manuel de Rosas, al accionar violento de sus mazorqueros, a
la “traición” de los negros del servicio doméstico que actuaban como espías
denunciando a los patrones de simpatías unitarias, o a los gauchos que asolaban
la ciudad y la campaña con sus montoneras. El peligro de ese caudillismo
plebeyo parecía haber quedado conjurado con la organización nacional. Y sin
embargo, el sufragio universal reactivó esos viejos temores; tanto Irigoyen
como, más tarde, Perón fueron inmediata e insistentemente comparados con Rosas
y sus seguidores con La Mazorca. Y por supuesto, todas estas ansiedades,
ancladas en formas particulares de imaginar el pasado y el presente, remitían a
una narrativa que, desde Sarmiento, había explicado la trayectoria de la
Argentina como trabajosa lucha de la civilización contra la barbarie, de la
cultura europea contra las costumbres criollas, de lo blanco contra lo negro y
trigueño, de lo urbano contra lo rural, de Buenos Aires contra el Interior, de
las leyes y la Republica contra los lazos personales y la emotividad en
política. Para comienzos del siglo XX esa lucha se había proclamado concluida
con la victoria del primer polo.
Pero era una victoria sobre la que nunca dejó de haber dudas
y ansiedades. Lo bárbaro y la incultura; se sospechaba; seguían allí
agazapados, listos para aforar apenas se relajaban los controles. Contra
Irigoyen nuevamente, se movilizaron estas nociones. Los conservadores lo
acusaron de liderar un movimiento “de manumisión de los negritos”; los
socialistas, de ser expresión de la vieja “política criolla” personalista y
demagógica. Y naturalmente fueron nociones que también se reactualizaron con el
ascenso de Perón. Por ejemplo, en una serie de conferencias que el intelectual
socialista Américo Ghioldi dictó en noviembre y diciembre de 1945, advirtió que
“los argentinos confrontemos otra vez y bajo nuevas reformas, ya que han
vuelto, a galope tendido, odios que creíamos extinguidos, fuerzas primitivas
lanzadas en asalto…” Acusada a Perón de ser un nuevo “caudillo de la guerra
civil”, lanzado a explotar los resentimientos de ese resto primitivo que hoy
“se desborda en las calles, amenaza, vocifera, atropella…”. Para el conservador
Adolfo Mugica el país vivía en esos días como en una especie de “inmensa
merienda de negros”.
En rigor de verdad, es discutible que esas evocaciones
estuvieran justificadas en 1945. Salvo en La Plata, donde hubo algún hecho de
vandalismo, las manifestaciones del 17 y 18 de octubre habían sido bastante
pacíficas. Difícilmente pudiera decirse que Perón fuera favorable a una
democracia turbulenta, plebeya o inorgánica. De hecho sus ideas, formadas en la
carrera militar, apuntaban más bien en sentido inverso, a un orden orgánico y
planificado, con más disciplina que lugar para el tumulto. En sus discursos de
entonces él mismo fustigaba el “caudillismo” como una forma inaceptable de la
vieja política. Y en esos años no sentía ningún aprecio por la figura de Rosas
ni por las interpretaciones de la historia que venían planteando los
historiadores revisionistas.
Por otra parte, ni él ni sus partidarios habían planteado
todavía ninguna reivindicación de los “negros”, algo que llegaría al peronismo
varios años más tarde. En fin, buena parte del anti-peronismo procedía de
contextos históricos previos, de temores animados por memorias de otros
tiempos, antes que de la experiencia concreta de esa coyuntura. Algunos de las
cosas de Perón y del peronismo que irritaban en 1945; una expresión coloquial
en un discurso, un gesto demagógico desde el palco, un cantico belicoso en las
calles; lo hacían porque eran incluidos en una serie histórica más antigua,
eran interpretados como indicios de amenazas de más larga data y mayor
profundidad. A ojos de muchos argentinos, esos obreros de los arrabales que
marcharon el 17 de Octubre para pedir por Perón “ya eran” la encarnación de los
candomberos rosistas y de La Mazorca antes de haber salido de sus casas.
¿Qué tiene que ver el bombo con todo esto? Mucho antes del
peronismo, antes incluso de que Perón hubiera nacido y de que en Berisso
hubiera obreros, frigoríficos y murgas, el sonido grave y rítmico que nos ocupa
ya se había entrelazado con las narraciones y ansiedades que acabamos de
reseñar. El toque del bombo evocaba el fantasma de ese asedio plebeyo a las
jerarquías sociales y al andamiaje institucional que con tanto esfuerzo las
elites argentinas habían edificado. Parecía anunciar la presencia de la
barbarie, de ese primitivismo atávico que supuestamente había animado el
fenómeno del federalismo, poniendo en jaque durante años al proyecto de
“civilización” de la Argentina. Y sobre todo, obligaba a rememorar lo africano,
algunas vez enclavado en el corazón de la nación y acaso todavía latente en
alguno de sus pliegues.
El primer registro de ese efecto de las sonoridades del
bombo viene precisamente de la época de Rosas. Como parte de su proselitismo
entre las clases populares, el caudillo federal y los suyos habían cortejado
también el apoyo de los numerosos afro-porteños de entonces, muchos de los
cuales eran todavía esclavos o libertos. Los gaceteros rosistas escribieron
periódicos especialmente dirigidos a ellos y, en un hecho inédito, en 1838 las
celebraciones oficiales de la Revolución de Mayo los incluyeron tocando sus
tambores en la plaza central, algo que causó escandalo entre los opositores. El
propio Rosas y su hija se habituaron a acercarse a las celebraciones del
candombe, por entonces un rito exclusivamente para negros en el que la gente
“decente” no participaba. Los afro-porteños adhirieron mayoritariamente a la
facción rosista, a la que desde entonces quedarían asociados.
El candombe, que tuvo su época de apogeo justo en esos años,
había aparecido poco tiempo antes. Todavía en los primeros años del siglo los
diversos grupos de esclavos que habían sido traídos de África mantenían cada
uno sus propias tradiciones. Las de los procedentes del Congo, de Sudáfrica o
de Mozambique podían ser tan diferentes como las que distinguen hay a un
noruego de un napolitano. El candombe surgió en el Río de la Plata como un
ritual novedoso, una tradición original inventada a partir de la combinación y
mezcla de los cantos, las creencias, los sonidos y las danzas que cada pueblo
traía, recombinadas bajo nuevas formas. Ese ritual novedoso los ayudó a construir
un sentido de “nosotros” que antes no tenían y que se volvía indispensable
ahora que ya no eran personas de tal o cual nación sino; para la sociedad;
todos simplemente “negros”. El canto coral, el baile en conjunto, la vibración
que los tambores transmitían de cuerpo en cuerpo, eran elementos fundamentales
para la forja de ese nuevo sentido de pertenencia compartida.
Los candombes se realizaban por entonces varios días del año
y especialmente durante carnavales; en estos, las comparsas de negros tuvieron
un lugar central desde que Rosas les permitió participar por primera vez en
1836, protagonismo que mantuvieron al menos durante las siguientes cuatro
décadas.
Un testigo de aquellos años, Vicente F. López, dejó anotadas
las sensaciones que producía ese contexto, para una familia “decente” y
furiosamente anti-rosista como la suya, refugiada dentro de su casa, el sonido
que llegaba desde los “tambos” de los barrios periféricos en los que se
desarrollaban los candombes:
“Los domingos y días de fiesta, ejecutaban sus bailes
salvajes, hombres y mujeres la ronda, cantando sus refranes en sus propias
lenguas al compás de tamboriles y bombos grotescos. La salvaje algazara que se
levantaba al aire, de aquella circunvalación exterior, la oíamos (hablo como
testigo) como un rumor siniestro y ominoso desde las calles del centro,
semejante al de una amenazante invasión de tribus africanas, negras y desnudas.
Desde que subió al gobierno, Rosas se hizo asistente asiduo de los Tambos. Cada
domingo se presentaba en ellos con las insignias del mando, y con los
relumbrones de su uniforme de brigadier general, con su señora, con su hija y
con los adulones y paniagudos de su casa. (…) En el resto de la semana, su
familia recibía a los reyes y favoritos del Tambo como súbditos de su imperio,
pero los ida enrolando como amigos fieles en los diversos cuerpos que seguía
formando (…), mientras las negras y mulatas, idólatras como sus congéneres
varones, juraban por el héroe con el orgullo de la barbarie armada y eran
vehículos de toda clase de chismes y declaraciones, llevadas a la casa de Rosas
contra las familias del vecindario”.
López, que en esa época era un muchacho, se transformaría más
adelante en uno de los primeros y más destacados historiadores del país.
Incluyó el párrafo citado en un “Manual de la historia argentina” para las
escuelas, publicando a fines de siglo XIX y reimpreso múltiples veces durante
las primeras décadas del siguiente. Así, las nuevas generaciones y un público
amplio recibieron esas memorias acústicas que asociaban el sonido del bombo a
los tiempos de Rosas y a la presencia siniestra de la plebe morena en la vida
política, calificada como algo bárbaro, salvaje, grotesco y peligroso. Otro
destacado intelectual de fines de siglo, José María Ramos Mejía; como López,
también de familia activamente antirrosista; incluyo ese mismo párrafo e “Rosas
y su tiempo”, una de las biografías del caudillo más leídas de su época.
En su obra, el sonido de esos bombos y tambores aparecía
incluso más destacado. Para él no era música, “sino un ruido del más desastroso
efecto”, “rítmicos gruñidos” que dejaban “una impresión dolorosa en el
espíritu”, el “presentimiento de lo que serían aquellas pobres bestias” una vez
que el Restaurador las animara al saqueo.
Las imágenes que Ramos Mejía buscó asociar a esos sonidos
eran deliberadamente repulsivas: Los negros que marchaban tras el caudillo iban
con sus cuerpos “sudorosos”, agitándolos en “movimientos de una lascivia
solemne y grotesca”. Las mujeres, “muchas de ellas jóvenes y esbeltas, luciendo
las desnudeces de sus carnes bien nutridas”, con sus bocas “untadas de hez”,
prorrumpían “largos rumores de huracán”. Para el escritor, en fin, las
“piruetas simiescas” de los cuerpos morenos en el candombe o el carnaval, sus
“alusiones alcohólicas”, al exuberancia sexual de esas “negras livianas y
loquescas”, los olores hediondos “de atmosfera de celo”, el sonido temible de
los bombos y tambores, toda esta “orgía” de tonos “diabólicos” era el marco del
encuentro entre Rosas y la plebe. Además de sus contenidos propiamente
políticos, la barbarie plebeya del rosismo se explicaba por sus rasgos
sensoriales. Tenían cuerpos, imágenes, olores y sabores particulares. Y también
tenía sus sonidos: gritos, cánticos y, sobre todo, bombos y tambores.
Durante algún tiempo luego de la derrota de Rosas y con la
organización nacional hubo pocos motivos para temer nuevos desbordes de la
plebe. Para algunos, sin embargo, los temores se reavivaron ante la perspectiva
de elecciones libres y democráticas que abrió desde 1912 la Ley Sáenz Peña. Un
diario de Santa Fe; la primera provincia donde se aplicaría la nueva ley, con
victoria para la UCR frente los conservadores; planteó los riesgos de la hora
apelando a evocaciones sonoras. Los instrumentos musicales, afirmaron, no son
tan solo los medios que tienen los pueblos para exteriorizar los sentimientos
de su alma: “son sus almas mismas corporizadas en cajas de armonía”. En la
Argentina, el bombo y la guitarra se disputan esa función. La “guitarra
española” representa la armonía, la sinceridad, el patriotismo, la ley, la
justicia y la honradez. El bombo, en cambio, “es lo ruidoso, lo inarmónico, lo
aturdidor”.
Es el “instrumento ancestral” propio de “todos los pueblos
salvajes”, de “las tribus del África” y del “indio”. Su ruido nos habla del
engaño y del delito, de las “naturalezas dormidas en la bestialidad”, incapaces
para la armonía y la afinación del “hombre civilizado”. Dentro de un mes,
concluye el diario, “en Santa Fe guitarras y bombos van a librar su batalla (…)
¿Vencerán las guitarras? ¿Valdrán más los bombos? El pueblo dirá”. Nuevamente
en este caso, el sonido del bombo aparece asociado a valoraciones políticas: es
el ruido, lo bárbaro, lo incivilizado, lo no-blanco y por todo ello, una
amenaza para la nación.
Fuera de contextos políticos, el sonido del bombo como parte
del carnaval también generó voces de protesta que lo asociaban a un ruido
molesto pero además “diabólico” capaz de incitar a los niños de los
conventillos a realizar “contorsiones de candombe africano”. En la prensa
tampoco faltaron recordatorios de que el carnaval, los tambores y la
africanidad se habían asociado a la figura de Rosas aterrorizando a la
población “decente”.
¿Cómo saber si esas memorias históricas y acústicas
influyeron en el modelo en que el sonido del bombo afectó a los antiperonistas
y, con ello, a su propia percepción del peronismo? A juzgar por los textos que
produjeron algunos de ellos, la incidencia parece evidente. Apenas caído Perón,
un destacado intelectual de esos años, Ezequiel Martínez Estrada, publico ¿Qué
es esto?, uno de los escritos más furibundos que produjera una pluma
antiperonista. Su libro atacaba no solo al líder depuesto, sino también al
pueblo argentino que lo había encumbrado, descrito como el producto híbrido
surgido de la cruza entre el “elemento arrabalero y suburbano” de Buenos Aires
y la “hez de la vieja barbarie campesina”, la “resaca” bárbara llegada del
interior.
El culto a Perón, irracional y de ribetes religiosos, era
una “especie de viruela” que, si bien atacó a todos, lo hizo “más intensamente
a los negros”, es decir, a “los residuos sociales”. Como parte de sus
diatribas, el intelectual asoció insistentemente el fenómeno del peronismo con
la africanidad; la “quilombificación” del país; y con el carnaval. Y siguiendo
lo que para entonces ya era un lugar común, esa asociación lo llevó
inevitablemente a abusar de las comparaciones con la época de Rosas (la
“Primera Tiranía” antecedente de la “Segunda” que acababa de terminar, según el
vocabulario de los militares que derrocaron a Perón). Entre las evocaciones al
caudillo, Martínez Estrada reprodujo “in extenso” el párrafo del manual de
Vicente F. López que aludía al sonido de los bombos. Pasado y presente se
conectaban así a través de la centralidad de ese “ruido” siniestro.
En los años por venir, como veremos, la persistencia del
sonido del bombo en la política nacional seguiría evocando entre los
antiperonistas sensaciones de rechazo y angustias. Como se lee en la carta que
un inmigrante español envió a un amigo, desolado al volver a escucharlo en
1971, ese sonido le reavivaba “recuerdos de miedos, robos, atropellos”.
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