Por Mariana Garzón Rogé * - Especial para Los Andes.
“Ahí están los
grasitas yendo de un lado a otro, como almas en pena. La que reza de rodillas
es doña Elisa Tejedor, con el mismo pañuelo de luto en la cabeza que tenía
cuando me pidió el carro lechero y los dos caballos que le robaron al marido la
mañana de Navidad; el que se está arrimando a las vallas de la policía, con el
sombrero ladeado, es Vicente Tagliatti, al que le conseguí trabajo de medio
oficial pintor; aquellos que prenden velas son los hijos de doña Dionisia
Rebollini, que me pidió una casa en Lugano y se murió antes de que pudiera
entregársela en Mataderos. ¿Don Luis Lejía, por qué llora? ¿Por qué se abrazan
todos, por qué levantan los brazos al cielo, injurian la lluvia, se desesperan?
¿Dicen lo que oigo: “Eee vii taa, no te vayás a ir”? Yo no me pienso ir,
queridos descamisados, mis grasitas, vayansé a descansar, tengan paciencia”.
Así novelaba Tomás Eloy Martínez la voz de Santa Evita en el
día de su muerte, mirando por entre las cortinas. La demacrada mujer parecía
conocer personalmente a cada uno de sus deudos, figuras anónimas a las que
había ayudado a sobrellevar tantos infortunios. Era el bajo pueblo argentino
que durante algunos años, muy pocos, había podido escribirle cartas y hasta
visitarla en persona para colmarla de pedidos y bendiciones, el que ahora
poblaba las veredas con velas, crucifijos, paraguas y banderitas argentinas,
penando su partida. Ella, sin embargo, no iría demasiado lejos, convertida en
mito gracias a las impenetrables fluencias de la cultura popular, azuzadas por
una política de proliferación de símbolos que el gobierno del general Perón
impulsaría por un breve período.
En esos mismos días de julio de 1952, Jorge Luis Borges
situaba a un enlutado que apareció en un pueblito chaqueño eligiendo un rancho
cerca del río para armar, junto a unas vecinas, un tablón para poner una caja
de cartón con una muñeca de pelo rubio adentro. Hubo velas y flores y la gente
fue desfilando por allí también: “Viejas desesperadas, chicos atónitos, peones
que se quitaban con respeto el casco de corcho, desfilaban ante la caja y
repetían: Mi sentido pésame, General”. El hombre, de cara aindiada, los recibía
compungido, diciendo con aceptación que se había hecho todo lo humanamente
posible. “Una alcancía de lata recibía la cuota de dos pesos y a muchos no les
bastó venir una sola vez”, escribía el autor de El hacedor en su cuento El
simulacro. Fanáticos, alucinados, farsantes, amantes de Eva Perón, enviudando
colectivamente la partida de un amor de radioteatro, de una mujer tremenda que
había corrido todos los límites conocidos hasta entonces de la presencia
pública femenina. Borges decía que esa historia no había sucedido una sola vez,
se había repetido, como todo ritual, en muchos lugares, protagonizada por
anónimos y desconocidos que, sin saberlo, eran forjadores de un mito.
Esos rituales que, aparentemente, fueron instancias de veneración
y de producción de la Evita mítica se extendieron mucho más allá de 1955,
desmintiendo con la fuerza de los hechos la idea de que eran el fruto ominoso
de la maquinaria propagandística estatal y haciendo inverosímil una explicación
de su popularidad en términos de clientelismo. Las conmemoraciones impulsadas
por grupos de mujeres en su nombre durante la resistencia peronista y más
adelante; los actos políticos relámpago y los mitines de todo tipo iniciados
siempre con un minuto de silencio en su memoria; las “guerras de bustos” en las
cuales facciones peronistas disputaban entre sí por honrar y desagraviar a la
líder fallecida; todas ellas fueron escenas regeneradas durante años, marcadas
por la vitalidad de esos códigos compartidos del engagement peronista. Se
trataba de protocolos necesarios para participar e intervenir en escenarios de
lucha reivindicativa singulares, muchas veces al interior del movimiento
peronista –y también, por supuesto, otras veces fuera de él-. Su efecto fue
gestar y sostener no ya el mito de Eva Perón sino formas comunes de probar una
pertenencia, de hacer creíble una identidad que estaba todo el tiempo
haciéndose a sí misma y siendo requerida por otros compañeros capaces de
ponerla en duda o celebrarla.
Cuando rastreamos historias locales, situadas, el lazo
carismático que unió no sólo a la militancia peronista con Eva Perón sino
también a la gente común con la “abanderada de los humildes” cobra volumen en
términos prácticos, ayudándonos a evadir la problemática idea de creencia que
convierte en misterio a todo lo que pretende explicar. Es que, como decía el
antropólogo francés Jean Bazin, cuando menos conozco lo que las personas están
haciendo, más me dejo impresionar por sus arcanas creencias y costumbres. Una
de las supuestas costumbres deferentes era poner cuadros de Perón y Evita por
doquier. Una mirada exotizante no se pregunta qué acción realizaba alguien al
colocar un cuadro sino que ve al cuadro como signo de una creencia ya presente
en su portador. Recuerdo una anécdota que contó Ignacio González Arroyo,
ministro mendocino durante el mandato del teniente coronel Blas Brisoli, cuando
decía haberse opuesto a una exigencia de los gremios y de la esposa del
gobernador que habían irrumpido intempestivamente en su oficina. Como él se
negaba a acceder al pedido, los demandantes emprendieron la retirada, no sin
antes echar una mirada a la pared del lugar e imprecarle: “¿Pero acá no está el
retrato de Perón ni de Evita?”. El hecho muestra que el señalamiento no era
ideológico, sino un modo práctico de desenmascarar a “falsos peronistas” porque
un “verdadero peronista” debía tener un retrato, sobretodo debía tenerlo si
pretendía enfrentarse al pedido de otros peronistas. Tomar en serio
experiencias como éstas mejora nuestras posibilidades de describir concretos
modos de ser en el peronismo, ampliamente conocidos por sus militantes y
adherentes, que poco tenían de puro y vano ritual pomposo. Esas experiencias,
por supuesto, pasaban desapercibidas a quienes, como Borges, miraron el
fenómeno sin preguntarse con curiosidad genuina de qué se trataba.
Emociones y afectos, ensoñaciones y místicas, propaganda y
usos políticos, todo puede haber sido real en la configuración del lazo
carismático con Evita, claro que sí, pero no necesariamente. Hace unos días una
colega, historiadora de los trabajadores, comentaba cómo su mamá de 86 años la
había sorprendido al narrarle, con algo de picardía, que una vez le había
escrito una carta a Eva Perón. Ella y sus tías no peronistas habían pensado con
cariño en la posibilidad de tener una casita con jardín. La carta nunca fue
respondida (quizás no le llegó, hipotetizaba la anciana entre mates), pero más
allá de eso les permitió atesorar una cálida ilusión durante la espera de una
respuesta. ¿Y si la contestaba? Esta historia permite captar algo que quienes
han trabajado sobre el carisma de Eva Perón, a través del envío de endulzadas y
descarnadas cartas que le fueron remitidas desde los confines más recónditos
del país, no han atendido de manera suficiente y es que, para escribirle una
carta peronista a Eva Perón, no hacía falta ser peronista ni sentir una
devoción específica hacia ella. Al mismo tiempo, es evidente que en esos
lenguajes específicos se tramaban los pedidos y se configuraban los deseos y no
en otros, contribuyendo así en la creación capilar de la centralidad de Evita
no solo en el movimiento político que la vio florecer, sino también en miles de
historias de vida a través de las cuales viaja a través del tiempo y seguirá
viajando mientras haya alguien dispuesto a invocarla.
* Doctora en Historia. Investigadora adjunta del CONICET en
el Instituto Ravignani de la Universidad de Buenos Aires. Autora de El
peronismo en la primera hora (EDIUNC, 2014) y editora de Historia Pragmática.
La acción, las fuentes y el contexto (Prometeo, 2017).
Publicado en Diario “Los Andes” de Mendoza, domingo 10 de
mayo del 2020.
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