¿UNA RAMA DE LA RELIGIÓN JUDAICA?
Justamente éste sería el gran escollo que debió superar la
Iglesia primitiva. Porque después de nuevas predicaciones y de nuevos milagros,
entre los cuales resultó especialmente impactante la curación del paralítico de
nacimiento, justamente a las puertas del templo, el número de fieles subió
pronto a cinco mil ( cf. Act 4, 4 ). Entre los que se iban convirtiendo, la
mayor parte eran de raza judía.
¿Sería el cristianismo una rama de la religión judaica, o se
trataba de algo nuevo? En otras palabras: ¿Cómo llegó el cristianismo a
independizarse de sus raíces locales y convertirse en una religión universal?
Nuestra religión se llama católica, es decir, universal. Ello es para nosotros
algo obvio y aceptado sin reservas. Cristo envió a los suyos "a todas las
naciones" (Mt 28, 19), diciéndoles: "Seréis mis testigos en
Jerusalén, en toda Judea, en Samaría y hasta el extremo de la tierra" (Act
1, 8). Sin embargo, dicho universalismo no fue entendido de entrada por todos.
Tal desinteligencia constituyó el primer gran escollo con que se topó la
Iglesia en los albores de su existencia. ¿Cuál era la actitud que se debía
tomar frente a la ley antigua, frente a Israel? No olvidemos que los
cristianos, al igual que los judíos, estaban convencidos de que Israel era el
pueblo de Dios; judíos de nacimiento, como los doce apóstoles y los setenta y
dos discípulos, fieles a la ley de Moisés, sólo podían entender el cristianismo
como un complemento del judaísmo. La Iglesia no era sino la flor que coronaba
el viejo tronco de Jesé.
Resultaba lógico que así se pensara. Desde hacía siglos,
Israel esperaba al Mesías. Los profetas le habían enseñado que saldría de sus
filas, y que vendría a establecer el reino de Dios, implantando en la tierra la
justicia y la paz. Es cierto que la mayor parte de los judíos, cuando pensaban
en el futuro reino, lo concebían como un reino prevalentemente material, no
como un reino espiritual, según lo entendieron los cristianos desde el
principio. Pero siempre era para todos, judíos y cristianos, "el reino de
Israel". Por algo Dios le había prometido a Abraham que tendría una
descendencia inmensa, y a Moisés le anunció que entablaría una alianza con su
gente, merced a la cual él sería su Dios e Israel la parte de su herencia, y a
David le aseguró que el Mesías provendría de su casa real. El mismo Cristo
afirmaría que Él no había venido a abrogar la Ley sino a darle pleno
cumplimiento (cf. Mt 5, 17). Más aún, les encargaría a sus discípulos que
cuando se lanzasen a la predicación de la buena nueva empezarán por los judíos.
Parecía, pues, obvio que en el pensamiento de los primeros
cristianos, todos o casi todos de procedencia judía, la Iglesia no era sino la
prolongación de Israel, una nueva rama brotada del pueblo elegido. La Iglesia
era judía: judío su divino fundador, judía su madre, judíos los apóstoles,
judíos sus primeros miembros. Aquellos tres mil hombres que se convirtieron a
raíz de la predicación de Pedro el día de Pentecostés eran también judíos.
Cuando el apóstol les decía: "Varones israelitas, escuchad estas
palabras", estaba hablando exclusivamente a judíos. Y más tarde, cuando
los enviados de Jesús, apóstoles y discípulos, fueron recorriendo Palestina, se
detenían sólo en las ciudades donde existían comunidades judías, iban a las
sinagogas y allí anunciaban que el Mesías por ellos esperado ya había llegado:
no era otro que Jesús de Nazaret, el hijo de María. Como se ve, la Iglesia
hundía sus raíces en la Sinagoga.
Antes de seguir adelante debemos hacer una aclaración. Entre
los judíos había dos corrientes espirituales respecto de los extranjeros, o de
los "gentiles", como gustaban llamarlos, los integrantes de las
diversas "naciones". Una era la del particularismo. Un escritor judío
del siglo II, el autor de la Carta de Aristeo, decía: "El Legislador nos
encerró en lo férreos muros de la Ley, para que, puros de alma y de cuerpo, no
nos mezclásemos para nada con nación alguna." Tal era la posición común
entre los judíos de Jerusalén y de Palestina, que vivían aferrados al Templo y
su entorno cultual. Pero había también otra corriente, más universalista, en
base a lo que Dios le había prometido a Abraham: "En tí serán benditas
todas las familias de la tierra" (Gen 12, 3). Ellos hacían suyas las
palabras de Tobías: "Confesadle, hijos de Israel, ante las naciones,
porque él os dispersó entre ellas... Pregonad que él es nuestro Dios y Señor,
nuestro Padre por todos los siglos" (Tob 13, 3-4). El lugar privilegiado
de esta tendencia era Alejandría, donde vivía una nutrida colonia judía en
estrecho contacto con el mundo helénico. Según una legendaria tradición, el
faraón Ptolomeo II había hecho traducir al griego los libros sagrados de Israel
por una comisión de setenta sabios. Fue la llamada versión de "los
Setenta" que se difundiría por doquier. Allí floreció también el gran
pensador Filón, contemporáneo de Cristo, que sin perder la fidelidad a su
pueblo, no ocultaba su admiración por Platón, tratando conscientemente de
utilizar la cultura griega para ponerla al servicio de la fe judía. Los
seguidores de esta segunda corriente se esforzaban por conquistar a la fe
revelada a los hijos de otros pueblos, en un sincero proselitismo. De ello da
testimonio el mismo Evangelio, según se colige por aquel reproche de Jesús:
"¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que recorréis mar y
tierra para hacer un solo prosélito, y luego de hechos, lo hacésis hijo de la
gehena, dos veces más que vosotros!" (Mt 23, 15). Más allá del aspecto
recriminatorio de las palabras del Señor, se advierte cómo los judíos trataban
de propagar su fe.
Había, pues, una multitud de "prosélitos", es
decir, de adherentes gentiles que abrazaban el judaísmo. Unos eran los
"prosélitos de la puerta", así llamados porque sólo podían franquear
la puerta del primer atrio del templo de Jerusalén. Debían reconocer al
verdadero Dios, observar el sábado, contribuir al sostenimiento del Templo y
frecuentar las sinagogas. Los otros, los "prosélitos de la justicia",
eran los que aceptando el Pentateuco y la circuncisión, entraban en la comunidad
de la alianza y se hacían judíos de nación y de religión. Los primeros, los de
la puerta, por no haber accedido a la plenitud, estaban excluidos de la
participación del culto judío, no pudiendo entrar en el Templo. Eran judíos,
sí, pero de segunda categoría.
Pues bien, para los primeros cristianos la Iglesia era algo
así como una rama de la Sinagoga, una rama peculiar, por cierto, diferente, ya
que no era incluible ni en las filas de los fariseos, con sus filacterias en la
frente, ni tampoco de los saduceos, porque no huían como éstos del mundo. Era
una rama a la que Dios había revelado el sentido real de las profecías, por lo
que podían anunciar con certeza: Ha llegado el Mesías. A la Sinagoga no se
podía entrar sin ser miembro, por nacimiento o por adopción, del pueblo de
Israel. Hoy se nos hace difícil de entender esa manera de pensar: tener que
renunciar, casi, a la propia nacionalidad, para hacerse miembro de ese pueblo
pequeño, universalmente despreciado, objeto de odio para todo el género humano,
como decía Tácito, y luego el mismo San Pablo. Renunciar a ser griego o romano
para hacerse judío. Con todo, así lo han de haber entendido inicialmente
aquellos cristianos. Ni hubieran podido entenderlo de otra manera, si no
recibían una nueva luz sobre dicho problema. Tal sería la primera gran
encrucijada en la historia de la Iglesia.
¿Sería el
cristianismo, asimilado a Israel, una religión nacional? ¿O sería católico, o
sea, universal?
Esta perplejidad se manifestaba asimismo en la liturgia de
los primeros cristianos. Había entre ellos un culto privado, que se realizaba
en las casas particulares, y consistía en la predicación de los apóstoles y la
celebración de la Eucaristía, pero también asistían al culto público, que
celebraban en el Templo, junto con los demás judíos ( cf. Act 2, 42.46 ). Por
eso, como también lo había hecho Jesús, acudieron a las sinagogas, donde les
era posible hacer oír la buena nueva al interpretar la ley y los profetas.
Lo único que los distinguía de los allí presentes era la fe
en el Mesías ya venido.
El vínculo entre la Iglesia y la Sinagoga sólo se rompería
por una señal del cielo y en razón de una imposibilidad absoluta, cuando la
autoridad de la Sinagoga, hasta entonces respetada, rechazase de manera formal
la buena nueva, consumando teológicamente su hostilidad.
http://nacionalismo-catolico-ngnp.blogspot.com/2020/07/la-sinagoga-y-la-iglesia-primitiva.html
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