Regina Pacini y Marcelo T. de Alvear.
Por Camila Eugenia Castro.
Regina Pacini había nacido en Lisboa. Su padre era un barítono italiano de buena familia alejado de su medio debido a su afición al teatro; en esos tiempos ser artista era algo casi pecaminoso. Siendo muy niña Regina quedó impresionada por un artista que valiéndose de un pito imitaba gorjeos de pájaros. Al volver a su casa, la niña empezó a repetir los trinos con su voz infantil. El padre notó de inmediato esta cualidad de la muchacha y la hizo estudiar canto. Durante varios años fue perfeccionando su arte sin actuar públicamente. Su debut tendría características singulares. Se iba a realizar una velada de gran gala en el Teatro Real de Lisboa. Asistiría la familia reinante y toda la nobleza lusitana. Pero hete aquí que la primera actriz enferma repentinamente. ¿Quién hará el papel de La Sonámbula? Desesperación entre los dirigentes del teatro. ReginaElla sabe cantar La Sonámbula. Fue un delirio. La reina Amelia le regaló la estola que lucía en su real cuello. Regina contaría, años más tarde, que ésta fue la única ocasión en su vida en que no tuvo miedo de actuar en un teatro… No era raro que tuviera la inconsciencia de la juventud: esa noche cumplía dieciséis años… Después de este deslumbrante éxito, Regina empezó a actuar en toda Europa. Las salas de más jerarquía la disputaban. El Scala de Milán, el Real de Madrid, el Liceo de Barcelona. Regina se había dado enteramente a su arte. Era una gran actriz, una estupenda soprano, pero sobre todas las cosas, una gran señora. Hacia fines de siglo no había una artista lírica que reuniera las preferencias del público europeo como ella.Marcelo la conoció en Buenos Aires, en 1898, en la temporada del teatro San Martín. Desde el primer momento quedó enamorado de la diva. No faltaba noche a su palco ni dejaba de enviarle puntualmente enormes ramos de flores. La voz de Regina producíale una intensa emoción. Cuentan sus coetáneos que cuando la Pacini empezaba a cantar alguna de sus famosas arias —La Sonámbula, Lucía, El Barbero— Marcelo se retiraba al antepalco y allí, apoyado en los amplios cortinados, lloraba dulcemente. Asedió a la Pacini durante su estadía en Buenos Aires con la suficiencia y el entusiasmo que le prestaba su experiencia galante. Acostumbrado a las fáciles conquistas de cupletistas, le obsequió costosos regalos. La muchacha aceptaba las flores, devolvía invariablemente los presentes… Terminó la temporada, marchóse la Pacini a San Petersburgo… y Marcelo atrás de ella. No fue un breve capricho. Ocho años duró la persecución. Ocho años por Europa siguiendo tras las huellas de su amada, cubriendo de flores su itinerario, oyendo embelesado sus arias, recibiendo de vuelta sus regalos. Finalmente triunfó la devoción de Marcelo. Un buen día la madre le dijo a Regina que era tiempo de decidirse. La resolución que tenía que tomar la diva era bien dura: si se casaba, su carrera artística debía concluir. Y ella tenía una acendrada vocación. Es difícil arrancarse del aplauso de los públicos fieles. Pero Regina conocía bien a su adorador y sabía de sus bellas prendas. Al fin tuvo Marcelo respuesta a su fervorosa pregunta.
Se casaron el 26 de abril de 1906. El regalo de bodas de Marcelo fue principesco: el «Manoir de Coeur Volant», una villa cercana a París, de estilo normando, con varias hectáreas de parque. Había tenido una afortunada sesión en Montecarlo que le ayudó a pagar la compra. Allí vivió el matrimonio Alvear durante sus largas estadías en Francia. En la suntuosa recepción la casa tenía un órgano donde a veces solía cantar Regina, acompañada por el maestro organista del Sacre Coeur. El casamiento de Marcelo fue una bomba en Buenos Aires. Su familia había mirado al principio con risueña indiferencia el capricho de este muchacho. Después, cuando el asunto empezó a ir para largo, hubo inquietud. Ángel de Alvear, su hermano, le pidió en alguna ocasión a Le Breton que disuadiera de esa locura a Marcelo.
La noticia tuvo un efecto no menos sensacional en la sociedad porteña. Todas las posibles suegras, todas las probables novias desollaron a Marcelo y su mujer. El mejor partido de Buenos Aires se había casado con una extranjera dada al teatro, lejos de su país y en oposición a la familia. Los diarios no publicaron la noticia durante algunas semanas, probablemente a pedido de los Alvear; pero finalmente trascendió la novedad y fue la comidilla de la temporada.
La pareja recorrió Europa en un extraño artefacto ruidoso y humeante, llamado automóvil, al que era muy aficionado Marcelo. Fueron felices. Ella se consagró a su fiel adorador: fue la compañera insustituible de su vida. Supo ser una gran señora cuando su marido ocupaba la jerarquía máxima de su país y puso paz y serenidad en el desorden y violencia de los años de lucha. Regina demostró en algunas ocasiones más carácter y agudeza de criterio que su marido, que a veces pecaba por ingenuo. No sabía nada de política y se guardó muy bien de inmiscuirse en las actividades cívicas de Alvear, pero solía a veces brindar su femenino realismo en momentos difíciles, y cierta intuición le indicaba qué hombres podían perjudicarlo o quiénes debían rodearlo. Marcelo fue solidario con ella en todo momento. Cuando regresó a Buenos Aires con su flamante esposa se encontró con un ambiente bastante hostil en determinados círculos. La actriz extranjera que se había robado al hombre más codiciado de Buenos Aires sintió desde el comienzo esta atmósfera. Pero Marcelo no la abandonó en la emergencia. Peleó a su lado hasta que ambos pudieron romper los prejuicios, las envidias, los celos, y ambos volvieron a ocupar el lugar que Marcelo tenía desde siempre. Fue el general Roca quien ayudó a disipar ese ambiente. En una gran recepción que ofreció en su residencia brindó al matrimonio Alvear la jerarquía de invitados de honor. Marcelo no olvidaría nunca ese gesto de su adversario político, ya retirado de la vida pública. Tal vez su actitud frente al conflicto con Córdoba, gobernada en 1924 por un hijo del general Roca, tuvo algo que ver con aquel generoso gesto del Zorro, que fue decisivo para introducir a Regina en la sociedad porteña sin desaires ni humillaciones.
Aunque esto no fue fácil. Alguna vez tuvo que percibir Regina la hostilidad de la sedicente aristocracia porteña, ¡ella, que estaba acostumbrada a alternar con reyes y princesas! Una vez Marcelo ve que en una reunión Regina se encuentra aislada y triste.
—¿Qué te ocurre, Regina?
Ella nada dice, pero su marido observa en seguida lo que pasa. Las damas habían dejado sola a su mujer.
Y entonces, con su voz aguda, estentórea, mechada de ceceos, grita para que todos lo escuchen:
—No te preocupes, Regina… ¡A todas esas que están ahí yo les he levantado las polleras!
Así era Marcelo. Noble y temperamental, jugado a fondo, a
muerte, por la gente que quería. Merecía una mujer como la que tuvo. Pero se
nos ocurre pensar que si en vez de ablandar la hostilidad de la oligarquía
Marcelo hubiera roto lanzas con ella y se hubiera apartado de su círculo tal
vez se habría encontrado en mejores condiciones para cumplir con el papel
político que le tocó jugar después.
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