La vida (o Dios que rige el destino de los hombres, al decir de Jorge Luis Borges) me ha dado el enorme privilegio de nacer poeta. Desde niño me acunaron los versos que me recitaba mi madre de su sentido repertorio. Me emocionaba a los cinco años con los versos de “El arriero” de Atahualpa Yupanqui y lloraba porque “las penas sonde nosotros y las vaquitas son ajenas”.
Y llegó el descubrimiento de los grandes poetas donde el nicaragüense Rubén Darío, el padre del Modernismo, dejó una huella profunda en mi alma de niño. Y luego vinieron todos como en torrentes y sabía pasar las horas en el fresco hontanar de la lectura, pasión que hasta el día de hoy me acompaña.
Supe que cada poeta nos deja una lección de soledad. Pero también de integridad. Los poetas generalmente son coherentes porque su gran compromiso es con el hombre y sus pesares, con sus pequeñas alegrías y sus trabajos.
Así, a los sesenta y nueve años de mi edad, cada día me encuentro con la poesía que me busca insistente como una mujer coqueta. Me ha acompañado en los momentos de desaliento –la mía o la de otros- y me alegrado algunas veces pero entristecido las más.
Escribo por necesidad. O porque como supo decir el gran Miguel de Unamuno “en vez de hacer algo que valga, escribo”. No sé si mal o bien.
Para escribir, y sobre todo poesía, se debe tener el ánimo bien templado, se debe haber vivido, se debe haber llorado y reído, se debe haber amado, se debe haber sentido la vida con toda el alma.
Hay que haber sido al decir de Estebanillo González “mosquito de todos los vinos, mono de todas las tabernas, raposa de todas las cantinas o cuervo de todas las mesas”.
Escribiendo poesía, ya lo dijo Albert Camus “descubrí que había en medio del invierno dentro mío un verano invencible”.
¡Cuánto trabajo para encontrar una frase feliz, una rima afortunada, un adjetivo de buena vecindad con el sustantivo, una metáfora radiante y riente como un cielo constelado!
La poesía no es una tarea para timoratos o cobardes.
Requiere de una gran valentía porque uno se desangra o descolora con cada verso y es el hombre más solitario y vulnerable del mundo.
El poeta quiere escribir una cosa y escribe otra. Porque la poesía se rebela, se encrespa, se encocora. Es que “el manantial desaprueba casi siempre el itinerario del río”. ¡Cuánta verdad Jean Cocteau.
Y así voy por la vida con mis sueños a cuestas acompañado de esta poesía de “mil puntas cruentas” como el pobre albatros de Baudelaire, majestuoso en el vuelo pero torpe al caminar.
Al poeta, a veces, “ha de dolerle mucho el corazón”, pero con todas sus amarguras y desengaños escribe y suele encender una lámpara para acompañar a los perdidos por un trecho del camino.
La poesía es la más lúcida de las expresiones del ser humano aunque a veces sea hermética y no se entienda, es un grito desgarrador en medio de la noche más oscura. Sin embargo la lucidez en la palabra poética “es un don pero también un castigo”.
Y así andamos por las calles un poco locos y otro poco alienados. Extraños entre los extraños. Desdichados, buscando siempre la luz y defendiendo el último reducto de donde surgirá un hombre mejor.
Los poetas –al decir de mi amigo Hugo Martín Garrido Chalén- resistimos “porque seremos siempre soldados del sol y del estío estaremos siempre presentes, impertérritos, desde la siempre hasta la vendimia”. Sí, poetas, desde la siembre hasta la vendimia.
Publicado en MasRío Negro, 15 de abril del 2021.
Foto Web.
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