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...." el pueblo recoge todas las botellas que se tiran al agua con mensajes de naufragio. El pueblo es una gran memoria colectiva que recuerda todo lo que parece muerto en el olvido. Hay que buscar esas botellas y refrescar esa memoria". Leopoldo Marechal.

LA ARGENTINA DEL BICENTENARIO DE LA PATRIA.

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“Amar a la Argentina de hoy, si se habla de amor verdadero, no puede rendir más que sacrificios, porque es amar a una enferma". Padre Leonardo Castellani.

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“Una única cosa es necesario tener presente: mantenerse en pie ante un mundo en ruinas”. Julius Evola, seudónimo de Giulio Cesare Andrea Evola. Italiano.

viernes, mayo 06, 2016

Los adolescentes y el bendito celular por VERÓNICA SUKACZER.


Nuestros adolescentes poseen un nuevo apéndice, una parte externa se les ha hecho carne y sangre, y si se mutilara este órgano se mutilaría también la relación que mantenemos con ellos. Si pierden el teléfono celular, los perdemos.
La huida.
La primera vez que su hijo de 16 llevó a cabo la amenaza repetida y se fue de casa, de madrugada, el matrimonio G. hizo lo que la mayoría haría: desesperarse, culparse, imaginar al hijo solo en la calle, con frío, con hambre, con odio. Dispuestos a iniciar el diálogo, comenzaron a llamar a los amigos. Pero enseguida les resultó obvio que estos no les ofrecerían información (los amigos se deben a los amigos, no a los padres de nadie). Entonces el señor G. jugó su carta secreta: llamó al conocido que trabajaba en esa empresa de telefonía celular y le contó la situación. Lo que siguió fue digno de thriller. El conocido iba informando en qué zona se hallaba el celular y qué llamadas entraban y cuáles salían. Avisó que el muchacho estaba recibiendo cantidad de llamadas que rechazaba al toque. Por supuesto, eran las llamadas del señor y la señora G. Un par de horas después el teléfono dejó de moverse. Por el lugar en el que estaba podía pensarse que iba a pasar la noche en la casa de cierto amigo. El matrimonio, entonces, acorraló al joven hasta lograr que este enviara una foto del hijo en cuestión, dormido y abrigado en una cómoda cama.
Lo que sucedió después no es interés de esta nota. O sí: el hijo regresó al día siguiente, volvió a irse otras veces pero ya nadie se preocupó por seguir el rastro de su teléfono. Siempre regresa. Pero si esa primera vez no se hubiera llevado el celular...
La vida secreta.
Una noche, cuando N. ya estaba dormida con el celular bajo su mejilla (ay de los riesgos de quemaduras, implosión de la batería y otras calamidades que muestran los medios), su madre la arropó, tomó con cuidado el teléfono y, al tocar sin querer uno de los botones, descubrió que estaba desbloqueado. Un celular de adolescente desbloqueado es algo imposible de resistir. Es el equivalente al diario personal de hace veinte años, debajo de la almohada y sin llave.
La madre de N. siempre se jactó de la excelente relación que construyó con su hija de 15. Que le cuenta todo, que entiende los límites, que dice dónde está y con quién, que anticipa sus movimientos. Qué mal podía hacer, entonces, si se asomaba a ese teléfono sin pin, sin patrón, sin clave. La mujer supo enseguida a dónde apuntar: a los chats de Whatsapp. Y allí estaba, por supuesto. Todo lo que la joven nunca había contado y, posiblemente, nunca contaría. Dónde estaba en verdad, con quién, qué hacía, qué probaba, qué tomaba, qué decía. Gracias a los mensajes y a las fotos adjuntas la madre de N. supo que su hija conocía los secretos de la seducción y la manipulación femenina. Que se escapaba de las matinés en donde la dejaba para ir a bailar con los chicos grandes. Que se cuidaba (esto en particular la enojó, ella la había acompañado a las consultas ginecológicas y mantenía el diálogo abierto), que en las previas se ponía más que alegre, que tenía un supuesto novio y que, en definitiva, todo lo divertido e interesante de su vida no lo compartía con ella.
Con cuidado, la madre de N. volvió a dejar el celular en la cama (por lo menos no debajo de su mejilla) y supo que a partir de ese momento la vida de su hija, la real, la iría leyendo en el celular cuando quedara desbloqueado.
“Llevate el celular”.
El discurso materno cambió. De “llevate abrigo” pasamos a “llevate el celular”. Es nuestro moderno cordón umbilical, nuestra última esperanza. Si tienen un teléfono sabremos dónde están, iremos a salvarlos si nos lo piden, conoceremos algo de sus vidas, podremos espiar quiénes son sus amigos. Allí está su vida completa: los diálogos, las imágenes, las ideas, el grupo de pertenencia, hasta la tarea para la escuela y la autorización para el campamento. Sin celular ellos no funcionan. Sin celular –de ellos–, nosotros nos sentimos perdidos. Al extremo de que pagamos para nuestros adolescentes mejores planes que los que abonamos para nosotros y reponemos enseguida el aparato cuando se los roban, que pasa seguido.
En mi caso permití que tuvieran teléfono cuando llegaron a sexto grado de la primaria y comenzaron a volver solos del colegio. Parecía lo más lógico. Necesario. Y ahora, diez años después, los veo crecer en las fotos de Instagram, escucho sus voces en los mensajes de voz que me dejan y comparto con ellos el tiempo que tardo en leer los mensajes que me envían... desde la habitación de al lado. Por supuesto, somos un grupo fuerte y firme. En Whatsapp, llamado Familia. Bendito celular.

Un celular de adolescente desbloqueado es algo imposible de resistir. Es el equivalente al diario personal de hace veinte años, debajo de la almohada y sin llave.
Publicado en Diario "Río Negro", 6 de mayo de 2016.

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