Las promesas de segundos semestres mejores no son nuevas. Uno de los más célebres prometedores de mejores futuros en horribles presentes fue uno de los mentores intelectuales de los CEOs que actualmente ocupan el poder. Con su famosa frase “hay que pasar el invierno”, pronunciada en una de sus numerosas apariciones en la televisión para “explicar el programa”, Álvaro Alsogaray orientó la política económica a promover exportaciones, limitar el proceso de industrialización y liberalizar las restricciones impuestas a las importaciones, disminuyendo considerablemente la capacidad expansiva de la industria nacional, a la vez que se recomponía el sector agropecuario, se devaluaba el peso argentino y se limitaban los aumentos salariales. Estas medidas provocaron efectos negativos sobre los salarios reales y disminuyeron la demanda.
Alsogaray abusará de la paciencia de los pocos televidentes que había por entonces y los muchos radioescuchas con maratónicas conferencias, en las que usará cuadros y gráficos para explicar lo inexplicable. Pero estaba claro que cuando hablaba en público no se dirigía a la mujer y al hombre del pueblo sino a empresarios, militares y organismos internacionales, a los que rendía cuentas sobre la tarea que le habían encomendado.
Frigerio tratará de explicar años más tarde la decisión de incorporar a quien iba en contra de los planes desarrollistas y encarnaba el más ortodoxo liberalismo:
“Tuvo en cuenta, básicamente, dos elementos: por un lado era un hombre al que, a la sazón, se lo suponía una garantía contra la inflación, que preocupaba a vastos sectores de la clase media argentina. Por otro, satisfacía evidentemente a los grupos militares que habían sido objeto de una acción psicológica muy profunda y sistemática en el sentido de que nuestro equipo de gobierno era proclive a posiciones de izquierda. […] (Alsogaray) asumió el formal compromiso de continuar con la política que estaba en aplicación [...] nosotros hicimos una mera concesión táctica con la designación [...]. Luego las dificultades con él tuvieron dos razones. Una fue su inoperancia para ejecutar las medidas con las que estaba de acuerdo. Otra, que no cumplió su compromiso y trató de bloquear la política de desarrollo. Así, yo debí escribir un folleto contra su gestión, titulado ‘El país de nuevo en la encrucijada’, y debí asumir el rol de opositor de nuestro propio gobierno”.
Todo sugiere que para el gobierno en pleno era cuestión de “pasar el invierno”. Según el propio Frondizi: “No existió ninguna otra razón para nombrarlo que la crisis militar. En julio [sic] de 1959 el gobierno prácticamente no existía. Había que romper el círculo de la nada con un hombre que pudiera ser factor de distensión. Elegí entre los posibles a Alsogaray, porque se comprometió a proseguir con la política que estábamos realizando. Cuando lo saqué, tomé una decisión a nivel económico y otra a nivel militar, porque poco antes había conseguido relevar a Toranzo Montero del comando en jefe del Ejército, gracias al apoyo del secretario de guerra, general Rosendo Fraga. Alsogaray todavía está preguntando por qué lo saqué, por qué le pedí la renuncia. Es muy fácil explicar por qué lo saqué. Lo que me resulta difícil es explicar por qué lo nombré”.
Durante el cierre de la campaña para las elecciones de febrero de 1958 (en las que su partido obtuvo apenas 38.000 votos), Alsogaray se refirió así a los cuatro millones de ciudadanos que llevarían a Frondizi al gobierno:
“Por el doctor Frondizi votarán todos los resentidos y los que están en contra de este gobierno (el de Aramburu), una buena parte de los que apoyaron el gobierno anterior (el de Perón) y que ven en los intransigentes el menor de los males, y toda esa pléyade de seudotécnicos y seudointelectuales de formación comunoide, que aspiran a integrar el elenco directivo de esa fracción radical”.
A quien así se expresaba, Frondizi lo puso en el manejo de la política económica y laboral, con un poder que excedía ampliamente el de sus tareas específicas. Y don Álvaro emprendió su labor con aquel famoso discurso:
“Lamentablemente, nuestro punto de partida es muy bajo. Muchos años de desatino y errores nos han conducido a una situación muy crítica. Es muy difícil que este mes puedan pagarse a tiempo los sueldos de la administración pública. [...] Estamos viviendo de los préstamos extranjeros. Ninguna solución fácil puede prometerse. Sin embargo, hay un programa de rehabilitación en marcha [...]. Todavía seguiremos por algún tiempo la pendiente descendiente que recorremos desde hace ya más de diez años. Se ha cometido un error en definir a este programa como un programa de austeridad, dejando que cada uno de los habitantes del país viva como pueda y como quiera [...]. Las medidas en curso permiten que podamos hoy lanzar una nueva fórmula: ‘Hay que pasar el invierno’”.#
Justamente en aquel invierno, el diario La Nación daba el siguiente informe sobre cómo habían variado los precios entre junio del ’58 y junio de 1959:
pan, de $ 4,60 a $ 7,60 el kilo; leche, de $ 2,80 a $ 4,60 el litro; azúcar, de $ 4,90 a $ 8,60 el kilo; yerba, de $ 12,20 a $ 22 el kilo [...]; arroz, de $ 5,25 a $ 19,50 el kilo; aceite, de $ 19,85 a $ 70 la botella de un litro y medio; papas, de $ 2,70 a $ 6,80 el kilo [...]; asado, de $ 9 a $ 24 el kilo; cuadril, de $ 12 a $ 34 el kilo; bifes, de $ 13 a $ 38 el kilo.#
Un volante del minoritario Partido Cívico Independiente, liderado por el propio Alsogaray, le pedía paciencia a un pueblo harto de promesas y de vivir en medio de una inflación galopante, recomendando: “Acepte ciudadano. Dele plazo al ingeniero Alsogaray por 180 días”. O sea que ya no se trataba de pasar el invierno sino también la primavera.
Alsogaray pergeñó el Comité Ejecutivo para la Racionalización (Cepra), bajo el lema “Minimizar los controles, eliminar la duplicación y superposición de tareas y prescindir de servicios y funciones no necesarias”. Estaba dirigido por el secretario técnico de la Presidencia, Juan Ovidio Zavala, que, cumpliendo con lo “sugerido” por el FMI, transformó en cesantes a 160.000 agentes estatales, vendió inmuebles del Estado, privatizó los transportes de la capital y –adelantándose a las “leyes federales” de la dictadura y de Menem, inspiradas en la misma filosofía “neoliberal”– transfirió los servicios hospitalarios, los servicios eléctricos y los sistemas de riego a las provincias, no siempre con la imprescindible partida del tesoro nacional para financiarlos.
La “sabiduría” de Alsogaray hizo que el año 1959 concluyera con depresión económica, devaluación del peso y una caída de los salarios del orden del 30%. La inflación, que había llegado al récord del 113,69% en un año, se redujo notablemente sostenida por la baja exponencial de la demanda, liberando los famosos saldos exportables, beneficiando a los clásicos agroexportadores dueños del país. Pero a partir de esas políticas, en los años sucesivos, se contrajo la producción; por ejemplo Fiat, que había producido 12.000 tractores en 1960, sólo produjo 8.000 en 1961. Como era de suponerse, cayó el empleo y se produjeron importantes conflictos gremiales, única arma de defensa de los trabajadores, que serían respondidos con inusitada dureza.
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