Dijo una vez Cristina que su filósofo de cabecera es Georg Friedrich Hegel. Será porque le encantó la frase, es de esperar jocosa, que se atribuye al maestro alemán: “Si los hechos contradicen a mi teoría, tanto peor para los hechos”. Desgraciadamente para millones de personas que, mal que les pese, tienen que vivir en el mundo real, Cristina basó su gestión en dicho principio, subordinando todo al relato en que ella misma desempeñaba un papel estelar, asegurándose así el apoyo de una parte significante de la progresía local, ya que, como señalaba George Orwell, “algunas ideas son tan estúpidas que sólo los intelectuales creen en ellas”. Si bien la gente común se sintió indignada al enterarse de las riquezas amasadas por la familia Kirchner y sus amigos de la burguesía nacional, muchos que se suponen más listos, mejor informados y, desde luego, más sensibles que los demás, insisten en que se trata a lo sumo de un desliz menor, ya que lo único que importa es el “modelo” que la jefa procuraba armar.
Tal actitud por parte de cierta intelectualidad progre no se limita a la Argentina. Desde hace muchos años, pensadores celebrados como referentes éticos se especializan en justificar crímenes cometidos no sólo por corruptos de ideas consideradas avanzadas sino también por genocidas. A Stalin y Mao nunca les faltaron aplaudidores occidentales prestigiosos, literatos como Pablo Neruda, Simone de Beauvoir y Jean-Paul Sartre que desdeñaban tanto la democracia liberal que legitimaban los horrores perpetrados por los presuntamente resueltos a construir una alternativa superadora.
Se entiende: a tales individuos les importan más las teorías que los hechos, prefieren un relato lindo a la realidad deprimente. Asimismo, puesto que los delitos atribuidos a Cristina y sus cómplices, los que según un arrepentido se alzaron con varios centenares de miles de millones de dólares, parecen meramente anecdóticos en comparación con lo hecho por tiranos cuyas proezas sanguinarias entusiasmaban a los deseosos de remplazar el orden existente por otro radicalmente distinto, sin preocuparse en absoluto por los detalles truculentos, no sorprende demasiado que muchas personas inteligentes sigan siéndoles fieles.
Tampoco sorprende que hayan reaccionado con indiferencia frente a lo que está sucediendo en Venezuela. Para los militantes kirchneristas más fervorosos y también para muchos referentes morales europeos y norteamericanos, el comandante Hugo Chávez, mientras estuvo con nosotros, encabezaba la marcha de América Latina hacia la tierra de promisión. El que los chavistas se las hayan arreglado para depauperar un país que, en buena lógica, debería estar entre los más ricos del planeta, y que, de haberse mantenido en el poder los kirchneristas, la Argentina lo estaría acompañando en su viaje hacia la miseria generalizada les parece insignificante.
La caída calamitosa del nivel de vida del grueso de la población venezolana es obra exclusiva del régimen chavista cuyo portaestandarte actual es Nicolás Maduro. En los años últimos, el producto bruto del país que los kirchneristas tomaban por un modelo a imitar se ha jibarizado, achicándose más del cuarenta por ciento, dejando a buena parte de la clase media por debajo de una línea de pobreza que sería más apropiada para las zonas más atrasadas del África subsahariana que para la Venezuela saudita de la imaginación popular.
Aunque está en marcha un movimiento “revocatorio” que podría culminar con la destitución de Maduro, el político que Chávez adoptó como heredero por suponer que le beneficiaría posmortem la diferencia entre sus propios talentos histriónicos y la mediocridad crasa de su sucesor, es tan espeluznante el desastre que el régimen ha producido que muchos opositores se sientan más intimidados por lo que les sería necesario hacer para frenar la caída que por la eventual reacción de las brigadas de choque chavistas.
El régimen liderado por Maduro no sabe qué hacer para impedir que Venezuela termine transformándose en un inmenso basural. Para ahorrar energía ha decretado que la semana laboral de los empleados públicos dure sólo dos días. También quiere que las mujeres, además de conformarse con la “ducha socialista” recomendada por Chávez, desistan de usar los secadores de pelo. No se ha resuelto el problema ya tradicional causado por la incapacidad de producir papel higiénico. Faltan alimentos básicos en los almacenes y supermercados. Los apagones son rutinarios, lo mismo que los delitos violentos que han hecho de Venezuela uno de los países menos seguros del mundo entero.
Por un rato, los esquemas clientelistas que el régimen puso en marcha parecieron funcionar, pero aun cuando el precio internacional del petróleo superara nuevamente los 100 dólares el barril no alcanzaría para demorar el colapso. Al precipitarse el precio gracias al fracking norteamericano, el régimen se vio privado de la caja milagrosa que le había permitido anotarse algunos éxitos sociales pasajeros. Si bien en comparación con muchos períodos del pasado reciente el valor comercial del crudo sigue siendo relativamente alto, para que “el socialismo del siglo XXI” chavista se recupere tendría que duplicarse o triplicarse. Mientras tanto, la economía venezolana continuará desintegrándose.
Se prevé que en los meses próximos los habitantes de la “república bolivariana” sufran hambrunas. En un esfuerzo por mitigar las consecuencias de su propia ceguera, Maduro y sus adláteres culpan al “imperio” norteamericano, supuestamente aliado con sectores económicos locales, por las calamidades que ellos mismos han provocado, pero parecería que sólo los militantes lo toman en serio. Entienden que, como ya está ocurriendo en la Argentina, los emotivamente comprometidos con un “modelo” alocadamente heterodoxo que se cae en pedazos luego de haber ocasionado un sinfín de desastres no tardarían en aprovechar la amnesia popular para acusar al gobierno siguiente de ser responsable de todas las penurias del pueblo. En efecto, convendría mucho más a los defensores de la ideología anticapitalista fraguada por los chavistas y sus admiradores que otros, personas como Mauricio Macri y sus colaboradores, se encargaran del desbarajuste que han creado de lo que les sería aferrarse al poder.
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