Discursos: ” A 150 años de la Revolución de Mayo”.
Discurso inaugural de las celebraciones del sesquicentenario
de la Revolución de Mayo, pronunciado en los balcones del Cabildo de Buenos
Aires, el 22 de mayo de 1960.
Desde las venerables salas del Cabildo de Buenos Aires,
donde se oyó hace siglo y medio la voz vibrante de una Patria que nacía,
declaro inauguradas las ceremonias con que celebramos el 150° aniversario de la
Revolución de Mayo.
En este mismo Cabildo y en esta misma plaza, un puñado de
héroes dio los pasos iniciales de una epopeya que el Ejército de los Andes
culminaría en Chile y Perú años más tarde.
El pensamiento de Mayo se hizo carne en el corazón de todo un pueblo,
improvisó sus armas, exigió sacrificios a ricos y pobres y triunfó en praderas,
ríos y montañas, muy lejos de esta Plaza
Mayor.
El ámbito de la gesta es un paisaje de dimensión
majestuosa. Desde los Andes al Atlántico
un continente nuevo y misterioso configura el marco que requería la hazaña
emancipadora. Es en ese ámbito, donde se
desarrolla nuestra pequeña sociedad colonial, simple en su comunidad de aldea,
primaria en su aprendizaje, pero en cuyo seño estaban dadas las condiciones
históricas para la gran transformación.
De ese núcleo elemental, de esa vida quieta y apacible
surgen, sin embargo, los hombres creadores que dirigen el proceso con genio,
con pasión, con desprendimiento religioso.
No existían técnica, ni armas, ni poderío económico.
Toda la acción se improvisaba frente a los hechos. Sin
embargo la revolución se produjo y se propagó triunfante. Es que Saavedra, Moreno, Belgrano, San Martín
y tantos otros poseen en su escala humana la dimensión de los héroes. Ganan batallas, organizan estados, publican
libros. Ellos son los que responden
victoriosamente a la adversidad, los que forjan el estilo y el perfil de la
patria.
Junto a este puñado de hombres está el otro gran
protagonista: el pueblo de la fe y del heroísmo. Unos pocos miles de hombres y mujeres a lo
largo y a lo ancho del dilatado territorio.
Es la legión que se pone en marcha movida por el solo fuego del
espíritu. Esos hombres simples, incultos
y rutinarios se convierten, en virtud de una esperanza, en artesanos
incontenibles de la historia.
En la estela de sus marchas y de sus victorias van quedando
sus hogares, su vida solariega y su suelo nativo.
Dan prueba, en cien combates, de la fe que los anima.
Dan prueba, en cien combates, de la fe que los anima.
Marchan juntos hacia la culminación de la epopeya impulsados
por una misma esperanza; la de crear en este rincón de la tierra americana una
patria libre donde imperen para siempre la justicia y el ideal de la dignidad
humana.
En ese mismo pueblo el que forjó en la acción la unidad
nacional. El gaucho de la campaña y el
hombre de la ciudad, el soldado y el sacerdote, el criollo y el mestizo, se
unieron en el sacrificio común y en el ideal compartido.
El país participa así del milagro de la unión de todos. Es por ello que mayo se graba en el umbral de
la nacionalidad prefijando que nuestro gran destino nunca podrá ser
definitivamente asegurado al margen de la unión y de la concordia.
La historia grande de una nación sólo recoge aquellos
momentos en que los pueblos que la viven han sabido deponer sus discordias en
aras del supremo interés de la patria.
Por ello pudo realizarse en Mayo el esfuerzo genial que triunfó en el
campo político y militar, y superó los obstáculos tremendos de un espacio
americano que parecía inconquistable.
II
Mucha sangre se ha derramado desde entonces. Una nación
independiente se gesta en un largo y cruento proceso de luchas, aciertos y
errores, conquistas y retrocesos.
Ningún pueblo ha escapado a esta implacable ley histórica
que le impone tremendos sacrificios para la conquista de su soberanía y de su
libertad. No es solamente la guerra
contra el adversario extraño; son las disputas internas, entre facciones y
hombres de la misma causa patriótica, que no se ponen de acuerdo sobre las
formas y los métodos de la empresa común.
La historia argentina registra, hasta nuestros días,
episodios sucesivos de esta búsqueda afanosa del camino emancipador. Provincianos y porteños, unitarios y
federales, se enfrentaron en el largo período de la independencia y la
organización nacional. A veces, la
pasión de la lucha los arrastró al odio y a la guerra entre hermanos. Sin
embargo, aun en medio de la confusión y el estrépito del combate, por encima
del rencor y de la sangre, un mismo ideal los inspiraba. El sentimiento de patria estaba presente en
el error de unos, en la clara visión de otros, en las vacilaciones de muchos,
en el coraje de todos. La historia
explica ahora lo que a muchos les parecía incomprensible y realiza la síntesis
que entonces pudo juzgarse quimérica.
Visto en la perspectiva serena del tiempo, el tumulto del pasado se
aquieta y se vislumbra las líneas directrices de la unidad nacional. Nada se ha perdido en la lucha. Todo se proyecta en la experiencia, que
recogen las sucesivas generaciones y que va delineando el patrimonio auténtico
e indivisible de la Nación Argentina.
La lección de grandeza que nos han legado los hombres de
Mayo, sirve para iluminar nuestra senda y templar nuestras voluntades. Sirve también para señalarnos el ideal común,
acerca del cual no caben discrepancias: el afianzamiento definitivo de la
nacionalidad.
La Nación está más allá del espíritu faccioso, más allá del
interés parcial de los sectores, de las clases sociales y de las regiones que
integran su geografía. La Nación es el
bien común, el pasado, el presente y el porvenir. Para defender y engrandecer la comunidad
nacional, se deben deponer todas las consideraciones partidistas, perfectamente
legítimas, siempre que no pongan en peligro la existencia misma de la Patria.
Hemos establecido, a través de siglo y medio de constante
esfuerzo, una democracia representativa y republicana, como lo quisieron los
hombres de Mayo, sirve para iluminar nuestra senda y templar nuestras
voluntades. Sirve también para
señalarnos el ideal común, acerca del cual no caben discrepancias: el
afianzamiento definitivo de la nacionalidad.
La Nación está más allá del espíritu faccioso, más allá del
interés parcial de los sectores, de las clases sociales y de las regiones que
integran su geografía. La Nación es el
bien común, el pasado, el presente y el porvenir. Para defender y engrandecer la comunidad
nacional, se deben deponer todas las consideraciones partidistas, perfectamente
legítimas, siempre que no pongan en peligro la existencia misma de la Patria.
Hemos establecido, a través de siglo y medio de constante
esfuerzo, una democracia representativa y republicana, como lo quisieron los
hombres de Mayo. Es todavía una fórmula
no lograda en su plenitud, una realidad precaria, permanentemente amenazada por
nuestras impaciencias y nuestra intolerancia, pero que los argentinos nos hemos
propuesto consagrar como principio inconmovible y definitivo de la vida
nacional.
La perfección teórica de nuestras instituciones no
corresponde a una realidad económica, social y cultural acorde con esas
elevadas normas jurídicas. Hemos
edificado la República del derecho y de la ley, pero sus bases culturales y
materiales son todavía endebles y vulnerables.
Las presiones externas y las divisiones internas que amenazan nuestra
soberanía desde los primeros tiempos de nuestra vida independiente
desaparecerán solamente cuando seamos una nación totalmente realizada. Para ello, debemos dar contenido real a
nuestra independencia, consolidando nuestras formas espirituales y culturales y
desarrollando nuestros recursos materiales.
No seremos la Nación que los héroes de Mayo proyectaron mientras no
seamos capaces de asegurar los beneficios de la libertad para todos, integrar
nuestra extensa geografía, liberar la economía de todo resabio colonial,
proveer trabajo, bienestar y cultura a todos los habitantes del país.
Cuando hayamos logrado esta síntesis nacional, será más
fácil cumplir en el mundo la misión que nos incumbe. Podremos contribuir a la consolidación de una
gran comunidad americana y desde ella gravitar más decididamente en el ámbito
universal. No queremos una Nación fuerte
pero aislada, sino una Nación con el poderío suficiente para aportar su
esfuerzo a la gran aventura de un mundo unido en la paz y la justicia. De un mundo lanzado a la generosa empresa de
extirpar de la humanidad –de toda la humanidad- el miedo, la opresión, la
miseria y la ignorancia.
Constituimos una sociedad abierta al influjo civilizador de
todas las razas y naciones del orbe. De
ese influjo hemos nacido todos los argentinos, herederos de la cultura
hispánica de nuestros colonizadores y de las culturas de los pueblos de nuestra
diversa y fecunda corriente inmigratoria.
No nos separan odios ancestrales de raza o de religión ni nos divide la
existencia de rencores sociales.
La Argentina está firmando, en medio de incontables
dificultades, la estructura jurídica del Estado. Si somos tenaces y sabemos conducirnos dentro
del marco civilizado de la ley, acortaremos la distancia que nos separa de la
auténtica y definitiva convivencia democrática.
Ya no necesitamos dirimir nuestros pleitos en el campo de
batalla. Rechazamos la violencia en todas sus formas para que la ley sea
voluntariamente consentida por todos en vez de ser impuesta por la fuerza.
Ahora tenemos que ganar otras batallas. Extraer nuestros minerales, mecanizar nuestro
agro, electrificar el país entero, construir caminos, fundir acero, fabricar
maquinarias, formar técnicos, educadores y artistas, y difundir los beneficios
de la salud, la educación y la civilización moderna de todo el país.
Pero las batallas más importantes y difíciles de ganar son
las espirituales. En nuestro caso, la
afirmación en todos los argentinos, del gran principio de amor que encierra la
moral cristiana y de los eternos ideales de libertad, justicia y democracia que
Mayo nos legó.
Este es el mandato que hemos recibido de la historia, el
mandato que específicamente toca cumplir a nuestra generación. Dentro de la paz interna y del orden
constitucional inalterable, con formas económicas en proceso de desarrollo, el
pueblo argentino desplegará ante el mundo sus inmensas riquezas espirituales,
su generosa vocación humanista, su acendrado amor por la libertad y la
democracia, su íntima filiación cristiana.
En este aire jubiloso de las grandes efemérides, desde el
solar que vio nacer el espíritu de Mayo, invoco a los padres de la patria para
que su memoria nos aliente y nos inspire.
Invoco a José de San Martín, quien nos enseñó este noble
concepto de concordia:
“La unión y la confraternidad, tales serán los sentimientos que
hayan de nivelar mi conducta pública cuando se trate de la dicha y de los
intereses de los pueblos.”
El bronce de las campanas del Viejo Cabildo nos convoca al
emocionado recuerdo de los días gloriosos de Mayo.
La Nación que surgió de esas jornadas es hoy una fecunda y
vigorosa comunidad de seres libres, obstinadamente empeñada en afirmar su
independencia y su prestigio en el mundo.
Frente a todas las dificultades de nuestro quehacer
contemporáneo, debemos evocar la fe, la audacia creadora y el genio de los
patriotas que soñaron, lucharon y se sacrificaron para gestar una nación
soberana.
Sus esperanzas y sus luchas siguen siendo las nuestras.
Que sean nuestros también su valor, su nobleza, su pasión
patriótica, su hermandad en la proeza de construir la Patria. Que Dios nos ilumine para que el año del
sesquicentenario sea el de la unión, la justicia y la paz entre todos los
argentinos. Que el espíritu de Mayo
descienda sobre nosotros y nos aliente con su luz inspiradora y eterna.
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