La palabra caballo no relincha. Macri y y sus funcionarios tardaron más de dos años en darse cuenta de que necesitaban un frente político no sólo para ganar elecciones sino para gobernar.
Se equivocaron en aquel comienzo de 2016, cuando Macri fue a Davos y se creyó a la par del primer ministro canadiense, Justin Trudeau. El periodismo que lo siguió no supo o no quiso corregir esa fantasía, y las notas desde Davos reafirmaban la consagración internacional del nuevo presidente. El futuro era nuestro. El séquito de Macri difundía la buena nueva de que los más astutos capitalistas internacionales querían invertir aquí, porque la Argentina era un gran país, y su presidente recibía universales pruebas de confianza.
Fue una ilusión. Se dirá que con el diario del lunes nadie se equivoca y que, con el diario del domingo, todavía puede prevalecer el deseo infundado o el mal cálculo. Pero las metáforas que inspira el fútbol, en general, solo sirven para pensar ese deporte, si es que sirven para algo. En primer lugar, porque la Argentina no es un gran país, sino que trabajosamente ha tratado de no recibir la calificación de nación decadente e inestable. Hoy, el macrismo se aviene a reconocer que, desde hace setenta años, hemos vivido de crisis en crisis y que las condiciones para que lleguen los inversores no son buenas. La fortuna de la familia Macri desmiente esta cronología. Deben haber sido muy inteligentes empresarios, durante la dictadura y en los años 90. Pero aquel “gran país” se ha convertido en un lugar donde todos piensan diez veces antes de enterrar acá su capital.
Las preguntas más obvias son: ¿cómo pudo Macri empezar su gobierno equivocándose tanto? ¿Qué optimismo ingenuo o hipócrita lo llevó a sentirse protagonista triunfal? ¿Sobrestimó su capacidad de decisión? ¿Lo convencieron de que podían modificarse leyes de la noche a la mañana como si viviéramos bajo una dictadura? ¿Sus ministros olvidaron que esos cambios debían ser aprobados por el Congreso, donde no tenían los votos suficientes? ¿Ignoraban que los sectores sociales afectados por una reforma laboral iban a reaccionar, por buenas y malas razones?
Un toque de optimismo es indispensable para hacer política. Sin embargo, un político hábil, haya leído a Gramsci o no sepa quién es, debería, por experiencia, por reflejo de conservación, por táctica, moverse con su conocido aforismo: “Pesimismo de la inteligencia, optimismo de la voluntad”. Si algo no mostró el macrismo, si algo no exhibieron los socios de Cambiemos, fue ese pesimismo de la inteligencia, indispensable para que el optimismo de la voluntad no se convierta en un sentimiento bobalicón. Repetir que la Argentina es un gran país no sirve para serlo realmente. Sirve, más bien, para producir escenarios donde, tarde o temprano, alguien se siente defraudado. Cualquier diplomático sabe que, de visita en el extranjero, el presidente de un país recibe un trato excepcional que no refleja el juicio realista, en ocasiones muy divergente del que se escucha en los discursos de bienvenida. A ningún huésped se le dice, en una recepción oficial: “Ustedes son pequeños y poco interesantes”.
El optimismo de la voluntad se vuelve obtuso cuando no escucha las advertencias pesimistas de la inteligencia y prefiere autoengañarse con necesidades y deseos. La semana pasada, Macri habló diez minutos con Trump: diez minutos, incluso Trump no se los niega a una región que pesa poco en sus políticas globales (no culparlo demasiado en este aspecto, tampoco a Obama le interesaba mucho América del Sur). ¡Diez minutos! Sirvieron para que Trump dijera que apoyaría a la Argentina frente al FMI. Todo lo que puede traducirse de la frase (si tiene algún significado) es que no se opondría al pedido de los funcionarios que manejan las finanzas argentinas ante esa institución. Y, en esos escasos diez minutos, a Trump y Macri todavía les sobró tiempo para hablar del G20, de Corea del Norte y de Venezuela. Después hubo un tuit del norteamericano, que algunos diarios locales publicaron como si se tratara de una resolución del Departamento de Estado.
Así como Macri fue un optimista de la voluntad, sin el recaudo del pesimismo de la inteligencia, él y sus funcionarios tardaron más de dos años en darse cuenta de que necesitaban un frente político no sólo para ganar elecciones (y repartir algunos cargos entre los aliados, chucherías comparadas con el poder que concentran los leales), sino para gobernar. Hace pocos días casi le dicen adiós a Emilio Monzó sin que les temblara la voz; hoy, a las apuradas, lo sientan a la mesa que preside Marcos Peña. Tanta torpeza, porque no supieron entender la política; y no la supieron entender, porque la desprecian (o la despreciaban).
Ahora se dieron cuenta, después de meses de ninguneo, que lo necesitaban a Monzó en la mesa chica, aunque sólo fuera por ser presidente de la Cámara de Diputados y tercero en la línea de sucesión presidencial. Hace dos o tres días, reapareció Ernesto Sanz en Buenos Aires. Después de meses de ausencia, la mesa chica se dio cuenta de que lo necesitaba no sólo en debido agradecimiento por haber asestado un golpe a la UCR entregándosela al PRO, sino porque es un político hábil, acostumbrado al tejido cotidiano de discusiones y alianzas. Un hombre que sabe lo que sabe Monzó, esas cosas que recién está aprendiendo Marcos Peña. Un aforismo parece haber sido escrito para caracterizar al jefe de Gabinete: “Hay gente que cree que lo que hace con rostro grave es ineludiblemente razonable”. Lichtenberg, que lo escribió, se burlaba de esos rostros graves.
Se dieron cuenta tarde, por mezquindad política, por sectarismo, por impericia y prepotencia dulcificada con buenos modales, por desprecio de una historia que no conocen. Creyeron que, al cambiar el estilo carismático y autocentrado de Cristina Kirchner ya habían hecho gran parte del trabajo. Creyeron que con los timbreos de María Eugenia Vidal alcanzaba. Creyeron que Macri, con su mantra de la felicidad, era suficiente. Pero la repetición de esa palabra no garantiza lo que promete su significado. Todos sabemos que la palabra caballo no relincha.
En el PRO se desprecia el arte de la política. Esperemos que se hayan dado cuenta de que no debe despreciarse lo que se ignora. En ese caso (y si no es mucho pedir), que dejen de decir que las “metas” no son metas, en cuanto se dan cuenta de que no se alcanzan. Ustedes eligieron ese nombre. Por lo menos cambien la palabra.
Por Beatriz Sarlo.
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