Se cumplen cincuenta años de Mayo del 68, la explosión contestataria que estremeció París, Francia, Europa y, más indirectamente, Estados Unidos, y pasó a ser un icono político-cultural de nuestro tiempo.
¿Le sirve de algo a un joven de hoy saber qué significó aquello? El solo hecho de que medio siglo después se conmemoren esas semanas de convulsión estudiantil y obrera (Macron ha oficializado la conmemoración y la prensa de medio mundo está inundada de artículos) significa que hay quienes piensan que sí.
¿Le sirve de algo a un joven de hoy saber qué significó aquello? El solo hecho de que medio siglo después se conmemoren esas semanas de convulsión estudiantil y obrera (Macron ha oficializado la conmemoración y la prensa de medio mundo está inundada de artículos) significa que hay quienes piensan que sí.
Recordemos. El movimiento -espontáneo, desordenado, con líderes múltiples, de los cuales Daniel Cohn-Bendit es el más famoso- nació entre los estudiantes, en la Universidad de Nanterre, y pronto se extendió por todas partes.
Era una revuelta contra el Estado, la autoridad, el capitalismo y muchas -demasiadas- cosas más. Los sindicatos se plegaron a los estudiantes y la toma de fábricas y centros de estudio, en medio de una huelga general que paralizó Francia entre banderas rojas y otros símbolos revolucionarios como la cara del Che Guevara, hizo creer que por fin la revolución marxista había llegado a una potencia capitalista. Pero poco después los sindicatos negociaron con el gobierno burguesísimas medidas que devolvieron a los trabajadores a sus puestos de trabajo y el general De Gaulle, es decir la derecha, ganó las elecciones legislativas con comodidad.
Los eslóganes que antes habían encendido la imaginación del mundo (“la imaginación al poder”, “prohibido prohibir” y otros) acabaron arrumbados sobre el recuerdo de anteriores ingenuidades e ilusiones. No modificaron la democracia formal ni el capitalismo trasnochado, y, pasado el tiempo, muchos de los jóvenes rebeldes terminaron ricos, aburridos y ecologistas. La lección fue que el “sistema” -como lo llamaban- era más querido por la mayoría de lo que parecía, como lo demostraron marchas de signo contrario ocurridas a finales de mayo de aquel año detrás de líderes como el célebre escritor André Malraux, ministro de De Gaulle. Tan querido, que hoy sigue imperando en Francia el sistema gaullista: un Estado altamente intervencionista y redistributivo, unas instituciones con buena dosis de paternalismo y un sentido de la patria más nostálgico que contemporáneo.
Sin embargo, no soy de los que cree que aquello no sirvió para nada. Sirvió, sobre todo, para liberar al individuo del corset de ciertas rigideces sociales y costumbres tradicionales, del sometimiento a leyes no escritas que cercenaban su capacidad de acción y, sobre todo, expresión.
Es cierto, como creen muchos conservadores, esto se llevó a cabo de un modo excesivo y que esos excesos ayudaron a debilitar la cohesión social porque erosionaron instituciones como la familia. De hecho, en Estados Unidos el fanatismo de la derecha cristiana que ha tenido tanta gravitación en el Partido Republicano no se entiende sino como reacción a la “contracultura” de los años 60, la versión norteamericana de Mayo del 68. También es cierto que a partir de entonces se empezó a poner mucho más énfasis en los “derechos” que en los “deberes”, y que el hedonismo y el consumismo de quienes querían recibir mucho trabajando hizo sentir su influencia perniciosa. Pero, a pesar de todo, el individuo vio aumentar su ámbito de soberanía enormemente y el poder del Estado pasó a ser un objeto más permanente de crítica y contestación, lo que es en sí mismo saludable.
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