Apareció recientemente en este diario una nota de Mario Tesler sobre el Padre Furlong. Excelente nota, por cierto. Y, como tuve el privilegio de tratar bastante al Padre Furlong, quiero dedicar esta nota a comentar aspectos de carácter personal que pueden resultar de interés, referidos a este sacerdote ejemplar.
Mi relación con Furlong obedeció al hecho de ser yo exalumno del Colegio del Salvador, donde el padre tenía una oficinita.
Furlong, jesuita, era un hombre encantador, al cual se le notaba su ascendencia irlandesa en la manera como hablaba en castellano.
Alguna vez que me cruzaba con él en los largos pasillos del colegio me decía: "¿Qué dice esa almita buena?''. Cosa que a mí me daba una vergüenza espantosa.
Furlong era gran amigo del padre Leonardo Castellani, otro jesuita insigne que imprimió su rastro en las letras argentinas.
Y cuentan que, cierta vez, se cruzaron ambos curas en uno de los extensos pasillos mencionados. Venían ambos sumidos en sus cavilaciones y, al levantar la cabeza advirtiendo la presencia del otro, Furlong le preguntó a Castellani de sopetón:
-Castellani, ¿vos creés que se condena mucha gente?
Y respondió Castellani:
-¿Y vos creés que Dios hace las cosas tan mal?
En otra oportunidad viajaba yo en un avión Comet, de los que se caían con frecuencia debido a una fatiga de material, según se descubrió más tarde, para participar en un congreso cultural que organizara Julio César Gancedo -July- en Comodoro Rivadavia. Estaban invitados gente de la cultura y empresarios, con la secreta intención de sacarles plata a éstos para destinarla a emprendimientos culturales.
A poco de despegar, el comandante de la nave envió un mensaje por los altavoces del avión, informando que se aterrizaría de emergencia en Ezeiza, para solucionar un desperfecto mecánico que se había hecho presente. Y que, como medida de precaución se alijaría el combustible del aparato.
Sobrevolamos un largo rato el Río de la Plata, pudiéndose observar desde la ventanilla el chorro de kerosén que escupían los tanques del avión. Como es de imaginar, los pasajeros estábamos aterrados.
Aterrizó el avión después en Ezeiza y los pasajeros desembarcamos. Transcurrido un largo rato, nos invitaron a embarcar nuevamente... en el mismo aparato. Cosa que no nos hizo ninguna gracia. Pero, pese a ello, reembarcamos. Todos menos el padre Furlong que no lo hizo, manifestando para explicar su decisión:
-Ustedes vayan. Yo me quedo. Porque los historiadores estamos para contar el cuento.
* PUBLICADO EN DIARIO LA PRENSA.
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