Detrás de la Celia Cruz folclórica y extrovertida, la
artista que conquistó escenarios de todo el mundo al grito de ¡Azúcar!, había
una persona celosa de su espacio íntimo y muy organizada, con un llamativo
gusto por acumular toda clase de papeles y documentos de su vida y su carrera.
El archivo íntimo de la cantante cubana más universal (La Habana, 1925-Nueva
Jersey, 2003) está en manos de su albacea y último mánager, Omer Pardillo, que
lo conserva en Miami como oro en paño y ha dado a EL PAÍS acceso para consultarlo.
“Todo lo que tenía que ver con ella lo guardaba. Contratos, cartas, periódicos,
fotografías, carteles. Tenía en casa unas cajas de plástico y cuando llegaba de
un viaje metía los papeles que se había traído”, cuenta Pardillo en su oficina.
El material pasaba entonces a manos de dos hermanas portuguesas, emigrantes ya
mayores y siempre vestidas de negro, que eran sus empleadas de la limpieza,
cocineras y archiveras. Hoja a hoja, dos señoras sobrias y herméticas,
encarpetaban los documentos de la intérprete de La vida es un carnaval.En
privado, Celia las llamaba con cariño “mis urracas”. “Les tenía un aprecio
enorme”, dice Pardillo. “Trataban sus cosas con un rigor escrupuloso”.
Pero su acopio arrancó décadas atrás, en Cuba. Uno de los
documentos que su albacea custodia con más celo, depositado en un banco del que
lo sacó por un día para este reportaje, es su primer pasaporte, expedido en
1947 para un viaje a Caracas en el que hizo sus primeras grabaciones. Joven y
atildada, Celia Caridad Cruz Alfonso ya firmaba Celia Cruz. Otra joya es su
carné de empleada del espectáculo El Caribe del hotel Habana Hilton, que en 1959
fue rebautizado Habana Libre y donde Fidel Castro tuvo su oficina unos meses.
De octubre de 1959 es un visto bueno de la Policía Nacional
Revolucionaria que autorizaba a Celia, ya estrella en Cuba con la orquesta La
Sonora Matancera, a “abandonar el territorio nacional a su entera libertad”. En
1961, la banda y su cantante tomarían el avión del exilio con destino México.
Un desarraigo que intensificaría la tendencia de la artista a conservar cosas,
hasta dejar un vasto legado de documentos y archivos. La mayor parte lo tiene
el mánager a resguardo, otra porción menor, aunque sustancial, está en el
Smithsonian Institute y la Universidad de Miami posee una muestra de cartas y
fotos.
“El exiliado cubano de su generación salía de aquel país sin
nada y tendía a guardar y atesorar todo lo que tuviese. Ella solo pudo sacar
una maleta en la que llevaba básicamente su ropa y una figura de la Virgen de
la Caridad del Cobre”, dice Pardillo, de 45 años, cubanoamericano de Nueva York
nacido en la isla.
De natural anticomunista.
Ojeando las numerosas carpetas que trajo el albacea a la
cita, tan solo una muestra de un material inédito más amplio y merecedor de una
investigación documental de la que no ha sido objeto hasta ahora, aparecen
diversidad de documentos personales y profesionales: un certificado de
vacunación cubano de 1959; una foto de carné dedicada en 1961 por Celia a su
marido Pedro: “A mi Adonis negro, tu muñeca que te adora”. Un número sin
contabilizar de contratos para conciertos de los sesenta en adelante, como uno
de 1971 que estipula que en el anuncio su nombre figurará “un 100% mayor que el
de los otros artistas”; una carta a la dueña de un teatro de Ciudad de México
en la que la caribeña avisa de que llegará cinco días antes: “Para aclimatarme
a la altura”; otra de 1970 a Joaquín Prats pidiéndole que ponga su música en la
radio —“El público de España no me conoce y mi propósito es conquistarlo”—,
avanza ante su estreno en Madrid.
También figuran recibos de los pagos que hizo a lo largo de
su vida como uno de 260 dólares (211 euros) por 40 clases de inglés que tomó en
Nueva York en 1972; un préstamo de un banco de EE UU por 37.000 dólares (30.000
euros); un análisis de laboratorio de su marido; una garantía oficial de un
Rolex; una reseña de The New York Times de un concierto suyo, mecanografiada en
español, que dice que “podría ser la última de las grandes artistas del pop que
suena como si hubiera aprendido a cantar sin un micrófono”. Además, figuran
cosas tan nimias como un recibo de un restaurante de la Pequeña Habana de Miami
o de tanta prestancia como un carta que le envió Ronald Reagan desde la Casa
Blanca firmada de puño y letra; por aquí una carta a Whoopi Goldberg comentando
la idea de que la actriz la interpretase en una película sobre su vida; por
allá una hoja donde Celia escribió a bolígrafo la canción Cruz de navajas, de Mecano,
para cantar su versión; y por otro lado, una carta de un coleccionista español
de autógrafos, José Manuel Lorenzo, desde Lugo, que le rogaba en 1994 a la
Guarachera de Cuba (¡en inglés!) que le mandase su firma por correo. “Esto te
demuestra que, de verdad, Celia lo guardaba todo”, bromea Pardillo.
La política también toca los papeles de Celia Cruz. En 1963,
estaba tramitando el permiso de residencia en EE UU y en plena Guerra Fría una
cubana debía dar cuenta al Departamento de Estado de su probidad ideológica.
Así, el grupo paramilitar anticastrista en el exilio Alpha 66 redactó una carta
en la que afirmó que “la formidable y sensacional cantante cubana” era “una
legítima amante de la democracia y por lo tanto una anticomunista por
naturaleza”.
“QUE DIOS ACOJA EN SU SENO A LA FARAONA”
El mismo día de la muerte de Lola Flores, 16 de mayo de
1995, la cantante cubana Celia Cruz cogió un bolígrafo y escribió a la familia
Flores —esposo e hijos y hermana— unas líneas breves pero al mis tiempo
emotivas que les envió por fax desde el hotel Biltmore de Los Ángeles, en el
que se encontraba alojada. “Pedro [su marido] y yo estamos sumamente afectados
con la desaparición de nuestra adorada Lola”, dice. “Que Dios acoja en su seno
a nuestra Faraona”.
El albacea de sus documentos, Omer Pardillo, recuerda que
entre las artistas Celia Cruz y Lola Flores había una conexión especial. La
española —que en la Cuba de antes de la Revolución era aclamada “como una Lady
Gaga de los años cincuenta”, dice el exmánager— solía tratarla en su país a
cuerpo de rey, y la cubana la apreciaba tanto que después de su muerte no había
vez que pasase por Madrid y no cumpliese con la visita a la tumba en el
cementerio madrileño de la Almudena.
En una ocasión, recuerda Pardillo, la cubana deslizó un
disco suyo por debajo de la puerta del panteón de los Flores, y una “fuerza
oculta, porque no había aire, lo movió y lo llevó directo al lugar en que
estaba escrito el nombre de Lola Flores”.
https://elpais.com/cultura/2018/03/02/actualidad/1520016675_078343.html
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