La primera mitad del siglo pasado estuvo dominada por los intentos de Alemania de superar a los demás países, en especial a los anglosajones y Francia, en todos los terrenos, tanto los culturales como los económicos y militares. Pudo haberlo logrado, pero la impaciencia agresiva de líderes como el emperador Guillermo II y el canciller Adolf Hitler la hicieron cometer los errores estratégicos que, después de dos guerras atroces, la obligarían a resignarse a ocupar un lugar más humilde en el orden internacional.
En la actualidad, el desafío principal al statu quo es el planteado por China cuya clase dirigente cree que su país será la próxima superpotencia planetaria. A diferencia de los teutones, que miraban con preocupación el progreso de Rusia y entendían que les convendría apurarse, los chinos creen que el tiempo corre a su favor.
Puede que se hayan equivocado, que el envejecimiento rápido de la población debido a la política de un solo hijo que fue aplicada hasta hace poco por el régimen, les impida sacar pleno provecho del inmenso capital humano del que dispone, pero hasta ahora han obrado con un grado sorprendente de cautela.
Para Estados Unidos, el surgimiento – mejor dicho, resurgimiento – de China es un problema mayúsculo.
Sus gobernantes saben que dentro de poco la economía del gigante asiático será mayor que la suya aun cuando el ingreso per cápita siga siendo llamativamente inferior, ya que hay 1.400 millones de chinos frente a los 327 millones de norteamericanos. ¿Y entonces? A juzgar por lo hecho por los chinos de ultramar en Singapur y Taiwán, estarán en condiciones de dejarlos atrás en aquel rubro también.
Demás está decir que al presidente Donald Trump no le gusta para nada la idea de que Estados Unidos esté por verse desplazado de su lugar en el podio internacional por China, de ahí la guerra comercial que, para alarma de virtualmente todos, acaba de iniciar. Aunque Trump tiene razón cuando alude al mercantilismo, al ciberespionaje y otras prácticas que son típicas de Pekín, no hay garantía alguna de que las medidas que está tomando sirvan para debilitar mucho a China que ya está procurando reestructurar la economía para que dependa menos de las exportaciones y más del consumo interno.
Siempre y cuando no estallen conflictos militares, los resultados de la competencia entre Estados Unidos y China se verán determinados por el uso que hagan los contrincantes del “poder blando”, o cultural.
En este ámbito, los norteamericanos cuentan con ciertas ventajas. Por lo difícil que es aprender a leerlo y escribirlo, es poco probable que un día el chino reemplace al inglés como la lengua franca internacional.
La cultura popular anglosajona y sus variantes locales son ubicuas. Y, lo que es más importante aún, en todo lo relacionado con la ciencia y la tecnología, es indiscutible la supremacía de Estados Unidos y Europa que, claro está, tiene mucho más en común con su pariente transatlántico que con China.
¿Podrán los norteamericanos, o los occidentales en conjunto, conservar la delantera en ciencia, investigación y desarrollo tecnológico? Algunos lo dudan. Señalan que las universidades chinas están formando más ingenieros, químicos y físicos que las de Estados Unidos y que, por motivos culturales, los jóvenes chinos se sienten más atraídos por las disciplinas duras que sus coetáneos de otras latitudes.
Como no pudo ser de otro modo, a los norteamericanos les impresiona el éxito notable de los estudiantes de origen chino en todas las instituciones educativas de Estados Unidos; algunas universidades prestigiosas, entre ellas Harvard, discriminan sistemáticamente en su contra como hacían antes con los judíos a fin de privilegiar a negros e “hispanos”, además de mujeres, en nombre de “la diversidad”.
El temor de que la obsesión de las elites norteamericanas por las diferencias étnicas, sexuales y culturales perjudique tanto a los jóvenes más capaces que Estados Unidos pierda la carrera científica, ha dado lugar a debates airados en los medios norteamericanos en que se compara la feroz competitividad de la educación en China con lo que está ocurriendo en su propio país donde, en opinión de muchos, el nivel académico ha bajado a causa de la “discriminación positiva” a favor de miembros de minorías consideradas injustamente rezagadas y la proliferación de cursos politizados muy costosos en que se celebran las presuntas proezas de tales grupos.
Advierten que a menos que los docentes norteamericanos presten más atención a lo aprendido por los alumnos que a la autoestima de quienes se aferran a su condición de “víctimas” de prejuicios ajenos, Estados Unidos caerá derrotado en el campo de batalla más importante de todos.
Publicado en Diario "Río Negro", 23 de Julio de 2018.
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