Todos los años se radican más de 200.000 personas, en su mayoría de Paraguay y Bolivia; y ahora venezolanos: llegan 300 por día; algunos hablan de locura y otros, de bendición; controles muy laxos.
Nicanor, 57 años, retacón, la cara como un mapa de surcos, carga en una suerte de carretilla a un hombre que lleva dos bolsas. El viaje es corto: no más de tres o cuatro metros. Lo suficiente como para que el pasajero no se moje al atravesar el hilo de agua, de apenas centímetros de profundidad, que separa a Villazón de La Quiaca, a Bolivia de la Argentina. El servicio se paga "a voluntad". Unas monedas. También es posible cruzar pisando piedras o, claro, con botas. Así de fácil y rápido es entrar en el país. Y salir de él.
El marco de este tránsito irregular de personas y mercaderías, que se repite decenas de veces cada día ahí y en otros puntos cercanos, no es un lugar inhóspito amparado por selvas abigarradas. A 150 metros en línea recta y despejada está el Puente Horacio Guzmán, el paso que une los dos países. El tráfico ilegal es un espectáculo a la vista de cualquiera, incluidos los gendarmes apostados en el puente. Lo mismo ocurre a lo largo de toda la frontera norte. En Clorinda (Formosa), la Pasarela de la Amistad, que conecta con Nanawa (Paraguay), es incluso menos rigurosa. Se atraviesa como si uno caminara por la calle Florida.
Una ley no escrita dice que cuando la frontera es tan franqueable "no hay frontera". Y si no hay frontera, un país renuncia, de hecho, a tener una política migratoria. "Nuestra legislación es de puertas demasiado abiertas, y sin reciprocidad de nuestros vecinos", dice el gobernador radical de Jujuy, Gerardo Morales.
Del lado boliviano, a pocas cuadras del paso internacional, el cónsul argentino en Villazón, Ezequiel Barakat, admite que "los controles son laxos" y responde con una mueca a la pregunta de si las disposiciones aduaneras y migratorias del país no se convierten en palabras vacías ante la evidencia de su brutal incumplimiento.
En el centro del debate en las grandes capitales del mundo, el auge imparable de la inmigración involucra hoy a 258 millones de personas (3,4% de la población global), según cifras de la ONU, que incluyen a 20 millones de refugiados. Un aumento de 49% en apenas 15 años y una de las mayores diásporas de la historia. Europa es el principal receptor, con 76 millones de inmigrantes (los últimos 20 millones, desde el año 2000); le siguen Asia, 75 millones; Estados Unidos-Canadá, 54 millones; África, 20 millones; América Latina, 9 millones, y Oceanía, 8. "La migración internacional se ha convertido en un factor integral de nuestras economías y sociedades", ha dicho la ONU.
Muros y leyes.
A este flagelo de enormes masas que huyen de sus países -de guerras, hambrunas, dictaduras o de falta de trabajo y vivienda- y buscan refugio en otros, Trump le encontró la solución: la construcción de muros, legales o de ladrillos. Como se acaba de ver, al presidente norteamericano no le tembló el pulso incluso para ordenar separar a los hijos de sus padres en las fronteras, una política resistida por la propia primera dama, Melania , y por medio país. Trump tuvo que dar marcha atrás.
La Unión Europea está en consulta permanente, pero no logra encontrar una solución a los barcos repletos de africanos que llegan uno tras otro. El Papa clama para que el mundo sea solidario, mientras que gobiernos y sociedades enteras se plantean si una apertura indiscriminada no pone en riesgo su propia existencia.
En la Argentina, donde la inmigración constituye parte esencial de su identidad y de su historia, la cuestión no puede ser más actual: en los últimos dos años y medio se han radicado en el país, legalmente, unas 500.000 personas, en su mayor parte provenientes de naciones vecinas. A pesar de sus recurrentes crisis económicas y políticas, la Argentina sigue siendo la meca para, básicamente, paraguayos, bolivianos y peruanos. Y, ahora, también venezolanos: están llegando 300 por día.
¿Es eso bueno o malo? Unos hablan de locura. Otros, de bendición. Y la mayoría calla, porque la inmigración se ha convertido en un tema incómodo, estigmatizante. En los hechos, un tema prohibido.
Para muchos, lo que se ve hoy es una verdadera invasión, un fenómeno fuera de control. Apuntan sobre todo al perfil de los que llegan. El senador Miguel Ángel Pichetto (jefe del bloque del PJ Federal) se animó a romper el silencio y lo políticamente correcto al preguntarse, a fines de 2016, "¿cuánta miseria puede soportar la Argentina recibiendo inmigrantes pobres?". Ardió el país, pero por debajo de la polémica fue patente que muchos pensaban lo mismo, sin animarse a decirlo.
Amontonar en las villas.
Hoy, Pichetto no se corre un centímetro de sus palabras. "Todos los años nos entran 200.000 pobres de los países limítrofes. Esos países ajustan la pobreza mandando gente a la Argentina, incluidos delincuentes. ¿Qué hacemos nosotros? Los vamos amontonando en las villas de la Capital y el conurbano. Es una locura. Pero apenas planteás esto te tildan de xenófobo, nazi y racista".
De las más de 200.000 radicaciones anuales, 176.000 se ubican, efectivamente, en la ciudad de Buenos Aires y en el GBA. En una recorrida por la villa 31, de Retiro, LA NACION pudo ver flameando banderas de Paraguay y de Bolivia. El 53% de los que viven allí vienen de esos países y de Perú. También hay colombianos, chilenos y hasta nigerianos. Algo muy parecido a lo que pasa en otros asentamientos. "Llegué hace cinco años y acá conseguí casa y trabajo, y formé una familia", dice Jorge Humberto, un paraguayo de 29 años que vive en la 31 y es mozo en un bar de Constitución. En Asunción lustraba zapatos. Su mujer, también paraguaya, es empleada doméstica. Tienen un hijo.
"No dejaremos de ser un país receptivo, y de hecho en este momento tenemos el mayor número de radicaciones de América Latina. Pero es hora de preguntarnos qué vamos a hacer con los que vienen -dice Horacio García, director nacional de Migraciones-. Nos contentamos con darles una casucha en las villas. Deberíamos orientarlos, no en forma autoritaria. Por ejemplo, tenemos 7000 ingenieros venezolanos y estamos viendo en qué lugar del país se necesitan profesionales calificados. Para que no se queden acá haciendo changuitas".
José, un contador venezolano de 38 años, llegó hace 10 meses con su mujer, también contadora, y sus dos hijos. Viven en un PH alquilado en Coghlan. Ella consiguió trabajo en una consultora multinacional. Él maneja un remise, y está seguro de que pronto encontrará un empleo en su profesión: "Ya tuve algunas entrevistas. Sentimos mucha gratitud por las oportunidades que nos da este país". José es uno de los 70.000 venezolanos radicados en la Argentina en los últimos dos años. Muchos, pero nada comparado con los 800.000 que huyeron a Colombia, un éxodo sin precedente en la región.
"Un país vacío".
Entre quienes más defienden la apertura a los flujos migratorios está Lelio Mármora, exdirector nacional de Migraciones y uno de los mayores expertos locales en esta materia. "La Argentina es un país vacío, con mucha necesidad de migrantes -dice-. Históricamente, es gente que se incorpora al mercado de trabajo, se integra, progresa. No estamos frente a ningún descontrol o emergencia migratoria. En 1914, el 30% de la población eran extranjeros. Hoy, menos del 5%".
Los bolivianos, sostiene, son un buen ejemplo de integración y de aporte sustancial. "Muchos van a áreas rurales, se desarrollan ahí y van escalando posiciones. La famosa 'escalera boliviana' del progreso. De hecho, se han convertido en los grandes proveedores de productos hortícolas. Los producen y además los venden. Si nos fijamos, en los supermercados chinos los que venden la verdura son bolivianos".
Si se sacara a los bolivianos de las tierras en las que están trabajando, ha dicho Gonzalo Lantarón, del Instituto de Desarrollo y Estudio de Políticas Públicas, "no comés una ensalada por cuatro años".
No solo los bolivianos son eficientes. Un empresario argentino de la industria del petróleo tomó, hace ya años, la decisión de contratar solo paraguayos para las obras que construye en su planta de Neuquén. Dice que son "trabajadores, eficientes, humildes, y no te vuelven loco con planteos gremiales". Además, resultan más baratos que los argentinos: una diferencia de 2 a 1. Recluta a esos operarios básicamente en las villas 31 y 1-11-14. "Dejan a sus familias en Buenos Aires, trabajan a brazo partido tres o cuatro meses y con eso ahorran para comprarse una casa fuera de las villas".
Mármora coincide con los que proponen una mayor organización de los flujos de inmigrantes, porque lo que hay hoy es superpoblación en los barrios más miserables del área metropolitana. "Tenemos una muy buena ley migratoria. Lo que nos falta es una política de administración de la gente que llega", dice.
Para Pichetto, controlar estos flujos es el gran desafío de las democracias modernas. "Si en Europa dejaran entrar a todos los africanos y del sudeste asiático que golpean a sus puertas, los países explotarían".
La ley Giustiniani.
La ley de migración, un proyecto de criterio muy amplio impulsado por el entonces senador socialista santafesino Rubén Giustiniani, fue sancionada en 2003 casi por unanimidad. En el Congreso se la aplaudió de pie porque ponía fin a la norma anterior, mucho más restrictiva, dictada durante el régimen militar de Videla. "Es un ejemplo para el mundo", declaró la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), un organismo de la ONU. Pero hubo más entusiasmo que apuro: pasaron siete años hasta que fue reglamentada por la presidenta Cristina Kirchner.
En 2006 se la acompañó con el programa Patria Grande, un plan de regularización de indocumentados, básicamente del Mercosur y países asociados. En unos meses obtuvieron su radicación 225.000 extranjeros que hasta entonces vivían en el país sin papeles.
"Patria Grande fue un desastre -dice Pichetto-. Les dimos documentos a los delincuentes, narcos y guerrilleros de Sendero Luminoso que nos mandaba Perú. Y otros países también". Pone el ejemplo del peruano Marco Estrada Gómez, actualmente detenido, que lideraba una poderosa red de tráfico de droga en la villa 1-11-14 y en otros asentamientos. "En la Argentina entran narcos y lavadores como Juan por su casa".
La "ley Giustiniani" dio sus primeros pasos en medio de un júbilo generalizado en las esferas del poder y en sectores académicos, para caer poco después en un cono de sombra. Hoy algunos la consideran culpable de las oleadas de inmigrantes, otros le atribuyen una intencionalidad excesivamente reguladora y la mayoría parece no tenerla en cuenta. Legisladores y dirigentes políticos consultados por LA NACION ni siquiera estaban muy al tanto de su existencia o la confundían con el plan Patria Grande. De la vanguardia al olvido en unos pocos años.
El pecado central.
Pero esa ley es la que dicta la política migratoria argentina, que sigue siendo, de hecho y de derecho, de puertas abiertas. "El problema es la falta de reciprocidad -dice el presidente provisional del Senado, Federico Pinedo-. El pecado central de la ley es haber eliminado la reciprocidad como forma de relacionarnos con otros países. Yo me leí las normas migratorias de nuestros vecinos y son mucho más restrictivas que las nuestras. Acá vienen a hacerse tratamientos médicos gratis y cuando nosotros vamos a Bolivia nos duplican el precio de la nafta".
En la Dirección de Migraciones la consideran "una buena ley", aunque señalan matices. "En ciertos aspectos era demasiado benigna. Por ejemplo, si querías expulsar a un delincuente extranjero te llevaba de 8 a 10 años. Un narcotraficante peruano tenía tres condenas y no podíamos echarlo. Eso lo pudimos corregir con el decreto 70 del año pasado. Los procedimientos se han agilizado muchísimo", dice García, el jefe del organismo. Una cámara en lo Contencioso Administrativo declaró inconstitucional el decreto, mientras que otros tribunales fallaron a favor. El caso está en la Corte.
Eduardo Domenech, docente e investigador de la Universidad de Córdoba y estudioso de la inmigración en la Argentina, ha señalado que la "ley Giustiniani" no escapa a una doctrina que va cobrando auge en el mundo con el impulso de la OIM y de otros organismos de la ONU: el control de los flujos migratorios con la perspectiva del interés de los Estados, no de los migrantes. Habla incluso de un "régimen global". Sostiene que esa doctrina, aunque formalmente amparada en la defensa de los derechos humanos, en realidad persigue "la misma finalidad que las políticas más abiertamente restrictivas", de espaldas al drama humanitario.
Giustiniani dice que la ley fue el fruto de un trabajo de dos años, en el que participaron los más diversos sectores, y que recogió la tradición migratoria argentina. "Es una ley modelo, reconocida internacionalmente. La migración es un derecho humano, pero, como lo indica la OIM, debe ser sometida a una lógica regulación. Eso es lo que se está discutiendo en todo el mundo".
"¿Qué es eso?"
Pero en el mundo, sobre todo en los países desarrollados, la normativa se concilia bastante con la realidad. En la Argentina, van por caminos separados.
El año pasado, la ministra de Seguridad, Patricia Bullrich, inauguró en La Quiaca un moderno dispositivo de control fronterizo con cámaras de alta definición y drones que permiten un monitoreo constante de toda el área. Cuando asistía a la puesta en marcha oficial del sistema, la ministra vio, en una de las pantallas, cómo un grupo de bolivianos cruzaba a la Argentina por un paso clandestino. "¿Qué es eso?", preguntó, sorprendida. Se produjo un silencio interminable, hasta que alguien musitó, para salir del apuro, que era "gente que vive ahí".
También en la Cancillería abogan por una política migratoria planificada. "Como la canadiense, que se basa en recibir a los inmigrantes que se necesitan, tanto en número como en especialidad", dice el embajador Luis Sobrón, director de Asuntos Consulares de la cancillería argentina.
Otras fuentes del Gobierno que siguen de cerca la evolución migratoria piensan que quizás ha llegado la hora de revisar el tratado del Mercosur, que hace 10 años liberó la circulación de personas entre los países miembros y sus asociados. "Se ha vuelto un aquelarre", dicen.
Los debates de escritorio o académicos muchas veces se dan de bruces con lo que vive el país en sus confines. La Argentina tiene 237 pasos fronterizos, en su mayor parte "porosos", como admiten las autoridades locales y nacionales. LA NACION atravesó en dos ocasiones la pasarela Clorinda-Nanawa sin que nadie pidiera un documento, ni para salir ni para entrar.
En La Quiaca-Villazón, los puestos de Gendarmería, Migraciones y Aduana del puente Horacio Guzmán funcionan entre las 7 de la mañana y las 12 de la noche. De 12 a 7, el cruce queda virtualmente liberado. "Bueno, así se ha hecho siempre, y no solo acá", explica Carlos Sánchez Mera, a cargo de la delegación de Migraciones en Jujuy.
Situaciones insólitas.
En los dos casos, al igual que en muchos otros pasos internacionales del norte del país (de más de 2400 kilómetros de extensión), el cruce puede llegar a ser más intenso y fluido por las vías informales, que se multiplican por decenas. Incluso a veces ese tránsito hormiga tiene lugar bajo la mirada de gendarmes o prefectos, en una suerte de tutela de la ilegalidad. El Gobierno se propone enviar en el próximo año y medio 6000 efectivos militares a reforzar, mediante apoyo logístico, el llamado "Escudo Norte", decisión que provocó fuertes polémicas.
Se dan situaciones insólitas. A mediados de enero, un camión del Escuadrón 21 de Gendarmería fue fotografiado en Villazón mientras cargaba cemento. Según todas las evidencias, para ingresarlo al país. "Ya han venido otras veces", denunciaron vecinos. En Villazón el cemento cuesta 40% menos que en La Quiaca. Consultadas autoridades de la fuerza, respondieron que desconocían el episodio.
En la cruda cotidianeidad de la frontera, las normas migratorias tienen que lidiar con carretillas que cruzan personas, con una peatonal abierta para ingresar desde Paraguay y con camiones de Gendarmería que contrabandean cemento boliviano.
Autor: Carlos M. Reymundo Roberts. Publicado en Diario "La Nación", 8 de Julio de 2018.
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