La primera aparición que encontré en Internet es de 2010 y la registra una página de derecha nacionalista ligada a los servicios de inteligencia. Un forista anónimo lamentaba allí la era de decadencia a la que Perón había empujado a la Argentina luego de 1946 y añoraba el país previo. “Esta patria tiene que volver, aunque tengamos que matar a la mitad de la población!” El título elegido para su posteo era “ARGENTINA: antes de convertirse en peronia”.
Todavía una rareza por entonces, el neologismo “Peronia” comenzó a circular en redes sociales con cierta frecuencia en 2014, en boca de antiperonistas ideológicamente bien a la derecha. Frustrado por las noticias, uno de ellos exigió ese año en Twitter: “Cambien el nombre del país a Peronia”. Como en el de 2010, también en este caso “Peronia” aparecía como denominación alternativa de la Argentina.
El vocablo sólo se popularizó en los últimos dos o tres años, difundido por guardianes del macrismo como Federico Andahazi o Fernando Iglesias y por una pléyade de tuiteros y tuiteras de la misma orientación. En julio de 2018 llegó a trending topic, índice de la frustración de ese sector por las dificultades que viene experimentando el gobierno de Macri, siempre adjudicadas al peronismo y su influjo, que no es sólo el de la “pesada herencia” kirchnerista sino el de “setenta años” de historia, como gusta decir el propio presidente. El economista ultraliberal Germán Fermo la llevó también a los titulares de los diarios para quejarse amargamente de los obstáculos culturales y políticos que supuestamente impiden que la Argentina progrese por la vía neoliberal que él propone: “La República de Peronia es el reflejo de nuestras acciones como ciudadanos”.
¿Qué rasgos distinguen a los y las habitantes de ese país? Su baja laboriosidad, su propensión a los piquetes y a las demandas irracionales y su indolencia ante problemas fundamentales como la dependencia de los subsidios, el déficit fiscal, el exceso de empleados públicos, la demagogia de los políticos, el mal funcionamiento de las instituciones, la corrupción, en fin, “el populismo”, ese fantasma ubicuo que amenaza a todo el mundo pero especialmente a la Argentina, infectada por décadas de prédica peronista. Los publicistas conocidos no suelen dejarlo por escrito pero sobrevuela de manera implícita (y se hace explícito entre las tuiteras y tuiteros anónimos): los habitantes de Peronia son “los negros”, lo que explica y resume todas sus demás deficiencias.
Las innovaciones en el vocabulario suelen revelar procesos culturales profundos y “Peronia” es un excelente ejemplo. Como vocablo, realiza una operación muy significativa: transfiere sobre la nación entera los vicios tradicionalmente asociados a una de sus partes, los peronistas. El problema ya no es el peronismo: es Peronia, es el país, su constitución íntima, sus prácticas, su cultura, sus valores. La palabra “Peronia” indica que la nación está dislocada, que su realidad esencial actual no coincide con la imagen atemporal de lo que debería ser o con lo que alguna vez habría sido en algún pasado ya remoto. El problema de la Argentina es ella misma, son sus habitantes, es su ser Peronia en lugar de ser otra cosa, un país serio, un país como debió haber sido y no es.
Distanciamiento y autodenigración
Quien imagina vivir en Peronia se coloca obviamente por fuera de esa nación deforme. No acepta reconocerse a sí mismo como parte de la realidad esencial del país: lo mira no con mera distancia crítica, sino desde un distanciamiento luctuoso. Porque quien cree vivir en Peronia no es un extranjero: vive en la tensión de ser y no ser parte, al mismo tiempo, de esa nación dislocada de la que es habitante a disgusto.
No caben dudas de que el vocablo se expande en esta coyuntura específica marcada por el retorno al pesimismo de quienes creyeron que Macri resolvería los problemas del país rápidamente por la fuerza de la sensatez recuperada y el fin de la corrupción (que por otro lado no fue tal). Pero de Peronia podría escribirse una historia de corto, mediano y largo plazo. El corto plazo remite al contexto de 2001. Pablo Semán analizó hace tiempo las estrategias de “expatriación simbólica” y de “distanciamiento” respecto de la nación mediante las cuales una porción de los argentinos lidió con la realidad amarga de la crisis. Para esa porción, la crisis ya no pudo explicarse por motivos coyunturales o situando la culpa afuera (en los políticos o el FMI): el problema era la propia Argentina. El país se les aparecía no como espacio de contención, no como el hogar del yo, sino como obstáculo a la realización personal.
Sobre el “ADN de los argentinos” se dirigía entonces el reproche de estar marcado por una ineptitud histórica que impedía desde tiempos remotos que el país se convirtiese en lo que supuestamente son los “países serios”. La revista Barcelona captó con humor esa actitud de distanciamiento en su eslogan: “Una solución europea para los problemas de los argentinos”. Ya que se la imaginaba genética, se trataba de una tara de imposible superación, por más que se manifestara, al mismo tiempo, la voluntad o la ilusión de que la Argentina fuese algún día otra cosa. Algo que no es pero debería ser. La argentinidad como reproche.
El mediano plazo en esta prehistoria sería naturalmente el del surgimiento de la disyuntiva peronismo-antiperonismo. En ese momento, en la inesperada irrupción de los “cabecitas negras” –que invadían la ciudad no se sabía salidos de dónde–se manifestó con toda claridad el desfasaje entre una nación imaginada y otra que se mostraba de un modo que para muchos era inaceptable.
No era la Argentina civilizada, razonable, bien alineada y blanca en la que creían hasta entonces vivir. Era otra cosa, diferente, ominosa, con la que descubrían con disgusto estar compartiendo el espacio. No estuvo disponible en 1945 el nombre “Peronia”, pero la nación dislocada que Peronia nombra ya estaba anunciada allí.
A su vez, la irrupción del peronismo se interpretó, para los antiperonistas, según categorías anteriores que se habían usado en tiempos de las guerras civiles entre unitarios y federales: era el resurgimiento de una antigua “barbarie” mal extirpada. No era otra que la que los unitarios habían identificado en la década de 1830, haciendo una interpretación peculiar del conflicto que protagonizaban pronto popularizada por Sarmiento en su Facundo, posiblemente el libro más influyente de la historia argentina.
Como ya lo habían hecho los unitarios, Sarmiento invitó a interpretar las luchas de partidos como si fuesen un enfrentamiento dramático entre dos tendencias históricas. Era la “civilización” tratando de abrirse camino en un terreno todavía dominado por la “barbarie”. Los unitarios eran los representantes de la primera, mientras que los federales lo eran de la segunda. Pero ambos partidos expresaban a su vez realidades étnicas, sociales y culturales más profundas. La civilización venía de la mano de las clases letradas de las ciudades (especialmente de Buenos Aires), que representaban una avanzada de la cultura y de las costumbres europeas, portadoras del progreso. La barbarie, por el contrario, se hacía fuerte en el espacio rural y entre los pobladores criollos mestizados de clase baja. No era, en fin, el combate de dos partidos sino de dos países diferentes y contrapuestos.
En esa narrativa maestra de la historia argentina que se difundió entonces se encuentra la prehistoria más remota de Peronia, el primer impulso a imaginar una nación dislocada, con una de sus partes que impide a la otra –la mejor, la que merecería desarrollarse y no puede– florecer.
Peronia y la grieta
Una nación desarticulada, incapaz de construir una visión de sí misma que pueda albergar y contener a sus habitantes. Una nación bifronte en la que una de sus partes exige que la otra deje de ser lo que es. Que deje de ser. Punto. “Peronia” es índice de ese carácter dislocado de la nación argentina. Y se trata de un rasgo que no nació ahora sino que nos acompaña desde hace mucho tiempo y habita en las propias narrativas maestras con las que este país aprendió a imaginarse a sí mismo.
La “grieta”, como la llamamos hoy, está ciertamente ensanchada por desacuerdos que son político-partidarios. Pero también, sin duda, conecta con desacuerdos anteriores y con nuestra dificultad a la hora de construir una imagen del “nosotros” capaz de albergar a todos. Y quiero insistir en este punto: no se trata meramente de una cuestión de preferencias partidarias. El problema con la idea de “Peronia” no es que sea antiperonista, que rechace al peronismo como partido, algo que sería perfectamente legítimo (y, si me permiten, también bastante justificado). El problema con “Peronia” es que es índice del desfasaje entre un país mental y un país real que no puede o no quiere ajustarse a sus expectativas. Es prueba de desacuerdos más profundos y antiguos acerca de cómo es el “nosotros” argentino, acerca de qué cuerpos humanos tienen derecho a representarlo y de cuál es su historia.
Esa tensión se ha tramitado con frecuencia a través de impulsos autodestructivos. Es una obviedad resaltar hoy que la idea de una lucha de la civilización contra la barbarie colaboró de manera decisiva en el salvajismo con el que el Estado argentino lidió con algunos partidarios del federalismo, con los pueblos originarios y, en general, con las clases bajas. ¿Cómo no barrer de la escena a esa Argentina si era la que obstaculizaba a la otra, a la Argentina civilizada? Similares fantasías de aniquilación de aquello que se percibe sobrante, ajeno en lo propio, se adivinan también en el ciclo de violencia de Estado que se abrió en 1955 con el bombardeo sobre Plaza de Mayo. Ese episodio fue facilitado por esa mezcla de angustia e irritación que producía la sensación de estar compartiendo el espacio nacional con una mitad indeseable, que no debería estar allí, esos “cabecitas negras” que sólo eran factor de atraso e irracionalidad.
Borges decía que los peronistas eran “incorregibles” (lo que implícitamente invitaba a pensar que la solución no podía ser otra que quitarlos físicamente de la escena). “Peronia” transfiere hoy sobre el conjunto del país ese juicio de valor que antes sólo merecían aquellos que apoyaban a Perón. Introyecta en grado máximo dentro de la definición de la argentinidad las figuras del bárbaro o del cabecita negra –que antes, después de todo, todavía podían imaginarse figuras otras, diferentes del “nosotros”–, al tiempo que invita al individuo (argentino) a distanciarse de la (esa) nación.
¿Habrá que concluir ahora que los que somos incorregibles somos los argentinos en general? Si eso fuese así, acaso la única solución que quede sea la de “matar a la mitad de la población”, como imaginaba el forista de 2010, para que los pocos que quedaron incontaminados por Peronia puedan empezar a construir una nación de nuevo con la otra mitad acaso recuperable.
Las palabras son armas. “Peronia” es un arma.
Publicado en ADN Río Negro, 23 de julio de 2018.-
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