La dictadura
del virus.
Si bien nadie sabe cuánto tiempo pasará hasta que esta gigantesca nube tóxica que es el coronavirus sea parte de la nueva normalidad, ya no cabe duda de que tendremos que acostumbrarnos a su presencia maléfica. POR JAMES NEILSON.
Si bien nadie sabe cuánto tiempo pasará hasta que esta gigantesca nube tóxica que es el coronavirus sea parte de la nueva normalidad, ya no cabe duda de que tendremos que acostumbrarnos a su presencia maléfica. Para incredulidad de algunos y consternación de muchos, ha resultado ser más fuerte que cualquier movimiento político, ejército, culto religioso o departamento científico.
Hasta ahora, la preocupación principal de los diversos gobiernos ha sido impedir que los hospitales de su jurisdicción se vean aplastados bajo un alud repentino de enfermos, de ahí los esfuerzos denodados por “contenerlo” o “aplanar la curva”, pero todos saben que no les será dado eliminar el virus por completo que, como otros con los cuales hemos aprendido a convivir, continuará segando vidas durante muchos años más. Esperan que dentro de algunos meses los científicos logren producir una vacuna, pero aun cuando lo hayan hecho, para reducir por algunos puntos la tasa de mortalidad tendría que ser más eficaz que las usadas para combatir la gripe estacional.
Los políticos responsables de liderar lo que muchos llaman “la guerra” contra Covid-19 entienden, o deberían entender, que de prolongarse la emergencia que han declarado, los costos no sólo económicos sino también para la salud de las cuarentenas que tantos han ordenado podrían ser mayores que los innegables beneficios sanitarios; sociedades depauperadas y, con toda probabilidad, asoladas por conflictos no estarán en condiciones de asegurar a sus habitantes la atención médica que muchos necesitarán.
¿Será tan diferente como vaticinan algunos el mundo que convivirá con el coronavirus? De estar en lo cierto quienes prevén una gran depresión mundial debido al colapso abrupto de una multitud de actividades que, sumadas, hacen posible la civilización moderna, sí lo será. Además de las fábricas que apenas funcionan y las empresas agrícolas que no pueden vender lo que producen, se han frenado el turismo y los viajes de negocios, los restaurantes no pueden abrir las puertas y se han cancelado tantos miles de acontecimientos deportivos que los canales especializados tratan de llenar el vacío difundiendo videos de los celebrados en otros tiempos; los nostálgicos, agradecidos
En un esfuerzo por estimular economías que han caído en coma y ayudar a los que han visto desaparecer sus empresas o sus empleos, muchos gobiernos, incluyendo a los más “neoliberales”, se han puesto a gastar cantidades fenomenales de dinero que no tienen. Bienvenidos a una época, que es de esperar será breve, de lo que Milton Friedman llamaba “dinero helicóptero” en que muchos millones dependen de billetes repartidos por el gobierno local. Una vez comenzada la recuperación, podrían cancelar los programas en tal sentido, pero en algunas sociedades, acaso muchas, la tentación de institucionalizar partes de ellas será fuerte.
También lo será la de intensificar los regímenes de control social que están configurándose. Para satisfacción de muchos políticos, hasta en sociedades orgullosas de su espíritu libertario relativamente pocos están rebelándose contra las medidas severas, más propias del Medioevo que de la modernidad, que están tomando gobiernos que, a veces con pesar, no confían para nada en el buen sentido de los ciudadanos. Puesto que el virus está para quedarse, a los gobiernos no les faltarán pretextos para seguir disciplinando a la gente con el apoyo de la mayoría asustada. No sorprendería, pues, que virtualmente todos los países se hicieran más autoritarios de lo que eran, lo que provocaría la reacción de los convencidos de que lo que están defendiendo los políticos no es el bien común sino los intereses de los grupos a los que pertenecen.
La sensación generalizada de que estamos por ver muchos cambios, sin que nadie sepa muy bien cómo serán, es de por sí perturbadora. Aunque antes de la llegada de la peste, la frustración de los muchos que perdían terreno en un período signado por avances tecnológicos vertiginosos y la globalización económica ya planteaba una amenaza al orden establecido, a pocos se les ocurría que estaba en peligro de desplomarse de un día para otro. Merced al coronavirus, que en muchos países ha asestado un golpe violento a los esquemas imperantes, los contrarios a un statu quo que pareció destinado a durar no podrán sino creerse frente a una oportunidad para adueñarse de por lo menos una parte del futuro.
Lo mismo que en los meses finales de las dos guerras mundiales, los habrá que procurarán sacar provecho de la incertidumbre para concretar fantasías de “un mundo mejor” que, a juzgar por lo sucedido en el pasado, podrían culminar en inmensas tragedias, lo que sería el caso si después de una etapa en que los epidemiólogos están llevando la voz cantante, sobreviniera otra propicia para los ingenieros sociales o políticos con ideas contundentes acerca de lo que convendría hacer.
Con todo, hay algo que no está por cambiar en los años venideros: la gran competencia entre Estados Unidos y China por el predominio mundial. Se trata de una rivalidad un tanto extraña, ya que encabeza la superpotencia norteamericana un aislacionista que cree que el resto del mundo debería cocinarse en su propia salsa y que a menudo parece resuelto a reducir al mínimo su propia influencia internacional.
Así y todo, a pesar de su voluntad de dejar que los demás países, incluyendo a los del Oriente Medio, se arreglen solos, y el desprecio que siente por sus aliados naturales de la Unión Europea, Donald Trump está claramente dispuesto a hacer cuanto pueda para frenar la expansión de China, razón por la que da a entender que en su opinión el régimen de Xi Jinping fue directamente responsable de la pandemia que hoy en día está provocando más estragos en Estados Unidos que en el país en que hizo su primera aparición.
Que una plaga que se originó en un mercado ruinoso de la ciudad china de Wuhan haya hecho de Nueva York, la metrópoli más emblemática del computarizado sistema financiero internacional regenteado por Estados Unidos, su nuevo epicentro no carece de ironía. Asimismo, mientras que en China hay señales de que el coronavirus ha sido contenido -puede que sean dudosos los números oficiales, pero parecería que los apoya la evidencia anecdótica-, en Estados Unidos ha logrado eludir todos los controles. Trump dista de ser el único norteamericano que compara la irrupción del virus con el bombardeo japonés a Pearl Harbour y el ataque islamista a las Torres Gemelas de Nueva York.
Con todo, al optar Trump, al igual que casi todos los demás mandatarios occidentales, por aplicar medidas muy similares a las elegidas por la dictadura china, ésta se ha anotado un triunfo propagandístico internacional muy importante. También han tenido un impacto positivo desde el punto de vista de los chinos las ventas a países en apuros como los europeos de barbijos y equipos de testeo, algo que ha podido hacer porque, gracias a la globalización, posee una proporción desmedida de la capacidad manufacturera del mundo.
Para Trump, el que tanto depende de la industria de un rival estratégico es una aberración imperdonable que atribuye a la miopía de antecesores que creían que andando el tiempo China se transformaría en una democracia cabal. Asimismo, para los norteamericanos y muchos europeos, ha sido humillante, y aleccionador, enterarse de que sus propios países no estaban en condiciones de producir enseguida cantidades suficientes de artículos sencillos que, en principio, no deberían haberles ocasionado dificultades significantes.
Hasta hace apenas un mes, no habían imaginado que la desindustrialización podría tener consecuencias tan lúgubres. Han reaccionado proponiendo un grado mayor de autarquía, sobre todo cuando se trata de suministros tan fundamentales como los médicos. Así pues, de resultas del coronavirus, el mundo se hará mucho más proteccionista de lo que era ya que en adelante ningún país podrá darse el lujo de depender de otros cuando sea cuestión de bienes considerados esenciales.
Entre muchas otras cosas, la pandemia nos ha enseñado que, hay que tomar medidas drásticas con extrema rapidez si hay motivos para sospechar que una persona ha sido infectada por un virus peligroso que hasta entonces nadie había detectado. Nunca sabremos lo que habría ocurrido si las autoridades chinas hubieran prestado atención a la advertencia del médico de Wuhan Li Wenliang -que poco después de ser silenciado por el régimen murió de coronavirus-, pero lo más probable es que se hubiera producido un episodio menor de interés sólo para los especialistas en el tema, no el inicio de un brote que sembraría la muerte en Europa, América del Norte y, al parecer con furia decreciente, en la Argentina y otros países latinoamericanos, aunque nadie descarta la posibilidad de que en los meses próximos se multipliquen los casos. Con todo, aunque es razonable afirmar que la decisión instintiva de un régimen dictatorial de ocultar una verdad que le era ingrata está en la raíz de la catástrofe que todos estamos sufriendo, al desempeñar el papel de pioneros en la lucha contra el mal que ellos mismos liberaron, los jerarcas chinos podrían sacar provecho del error gravísimo que cometieron.
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