URQUIZA, EL HOMBRE QUE HIZO LA PRIMER REFORMA AGRARIA Y POBLÓ LA ARGENTINA DE INMIGRANTES (por Javier Garin)
La política inmigratoria fue uno de los grandes blasones del General Urquiza. Convertido en objeto de desprecio por el fanático revisionismo historiográfico que no le perdona la caída de Rosas y el no haber llevado hasta sus últimas consecuencias el enfrentamiento con la oligarquía de Buenos Aires, con la que terminó pactando un status quo a partir de la batalla de Pavón, los revisionistas ocultan que Urquiza supo adquirir, como Presidente de la Nación y como Gobernador de Entre Ríos, pese a todos los defectos y errores que puedan achacársele, importantes títulos de gratitud frente a la posteridad, no sólo por haber sido el impulsor de la Constitución Nacional, sino por haber promovido la inmigración, consumado una trascendental reforma agraria en su provincia y creado instituciones educativas de primer orden, como el Colegio Nacional de Concepción del Uruguay, que distribuía becas en todo el país y de cuyas aulas de excelencia surgieron varios futuros presidentes de la Argentina. De nada de esto se habla a causa de la censura historiográfica nacionalista, que no admite reconocerle a Urquiza mérito alguno; sólo se habla de que traicionó a Rosas. Pero, mal que le pese al sectarismo historiográfico, Urquiza tuvo la inteligencia de promover el fraccionamiento de la propiedad de la tierra para dedicarla a la agricultura, en abierta confrontación con el modelo de la ganadería extensiva y el latifundio inculto, sólo útil para que paste el ganado, que había sido la nota dominante del modo de producción pastoril defendido por Rosas y los terratenientes porteños. Aunque sea de “antipatria” señalarlo, mientras muchas regiones del país siguieron durante décadas entregadas al latifundio oligárquico ganadero, en las provincias de Santa Fe, Entre Ríos y Córdoba se llenó de granjas y de colonias agrícolas que, en breves treinta años, contribuyeron a que la Argentina pasara de ser importador de granos a convertirse en uno de los principales exportadores de cereales del mundo.
A mediados del siglo XIX, la cuestión inmigratoria es uno de los puntales del proyecto de Estado Nacional. Sobre ello habían insistido el odiado (por el revisionismo) Sarmiento en el Facundo, al señalar el problema que representaba el despoblamiento del territorio, y el menos repudiado (por el revisionismo) Alberdi desde su libro “Las Bases”, en el que hizo célebre el lema: “gobernar es poblar. Ya desde su Preámbulo (que invitaba a todos los hombres del mundo a “habitar el suelo argentino”), y en numerosas disposiciones, la Constitución promulgada por Urquiza sentaba el propósito y las garantías adecuadas para promover la inmigración, asegurando la libertad de trabajo y de culto; su artículo 25 disponía: “El gobierno federal fomentará la inmigración europea y no podrá restringir, limitar ni gravar con impuesto alguno la entrada en el territorio argentino de los extranjeros que traigan por objeto labrar la tierra, mejorar las industrias e introducir y enseñar las ciencias y las artes”. Hacia mediados de la década de 1850 se establecen los primeros emprendimientos colonizadores, que se multiplican con rapidez. Urquiza resulta el precursor, al fundar en septiembre de 1853 la Colonia Agrícola Militar de Las Conchas (luego Villa Urquiza), en inmediaciones del río Paraná, con vascos españoles. En 1856 brinda apoyo gubernamental a la iniciativa del empresario Aaron Castellanos, quien crea en la provincia de Santa Fe la Colonia Esperanza, con familias francesas y alemanas; también datan de entonces la colonia bonaerense de Baradero, de colonos suizos, y la Colonia Agrícola Militar en Bahía Blanca. Pero tal vez uno de los ejemplos más notables de colonización a que da impulso Urquiza es la Colonia de San José en el año de 1857, en campos de su propiedad, con un contingente de 530 personas provenientes del cantón de Valais en Suiza, Saboya y algunas regiones alemanas.
Estos inmigrantes no se dirigían inicialmente a Entre Ríos, sino a Corrientes, pero el gobierno correntino, por desacuerdos con la casa contratista europea, les dio la espalda después de haberlos hecho cruzar el Atlántico, y los recién llegados quedaron a la deriva en la región pantanosa de Ibicuy, entre camalotes, lampalaguas, yararás, mosquitos y aves zancudas. Urquiza se vio precisado a intervenir, y ante la urgencia de ubicar adecuadamente a los colonos, decidió fraccionar sus propias tierras en la zona que hoy corresponde a las ciudades de San José y Colón, en el Río Uruguay, con el asesoramiento del agrimensor Tomás Sourigues, comisionado para ubicar en sus campos el emplazamiento más adecuado; es éste quien sugiere colonizar “el punto donde la Calera del rincón Espiro resulta como puerto, como terreno capaz y como el lugar que menos perjuicio traerá para sus haciendas. (…) Tendrá todas las ventajas que se puedan desear: a sus pies el caudaloso río Uruguay, distante una legua de Paysandú y 6 del Uruguay, dos centros de población donde podrán los colonos expender sus productos. Terrenos fértiles, aguadas, montes, pajonales”. La organización de la colonia es encomendada al inmigrante republicano francés, docente, publicista, masón y hombre de avanzadas ideas, Alexis Peyret. El crecimiento demográfico y la constante llegada de nuevos contingentes inducen a Urquiza a encargar en 1861 a Sourigues el trazado de la ciudad portuaria de Colón, hoy convertida en uno de los más visitados centros turísticos y termales del país. Para fines del siglo XIX, Entre Ríos cuenta con 163 colonias de las más diversas nacionalidades: italianos, suizos, franceses, alemanes, rusos, judíos (los célebres “gauchos judíos” de Alberto Gerchunoff), etc. Todo ello en un clima de tolerancia, conviviendo católicos, protestantes, ortodoxos e israelitas. No sin razón, Peyret había sistematizado sus experiencias con las colonias recomendando “escoger con mucho cuidado las familias”, que deberían estar formadas por “verdaderos agricultores” provenientes de países con tradición agrícola, y que no sólo evidenciasen una “laboriosidad en grado relativamente superior”, sino también cualidades intelectuales “exentas de la superstición y el fanatismo” religioso.
En su primigenia colonia de San José, modelo de las que luego vinieron, Urquiza dispuso la subdivisión de un campo de su propiedad en 200 lotes (“concesiones)” de 16 cuadras (poco más de 25 hectáreas) cada una. Las parcelas eran extensas para favorecer la prosperidad de los colonos y permitirles subdividirlas entre sus descendientes. No se regalaban, sino que se vendían a los colonos con amplias facilidades. Cada familia recibió adelantos de dinero para cubrir el costo del pasaje y sus primeras necesidades, así como útiles de labranza, semillas, animales y alimentos, todo ello reembolsable en cinco años mediante la entrega de la tercera parte de la cosecha. Frente a las miserias europeas, era el paraíso.
Las cuchillas entrerrianas ofrecían un terreno óptimo para la cría de ganado y con variedad de suelos para todo tipo de cultivo. Los valesanos se dedicaron por tradición a elaborar productos lácteos; los saboyanos a cultivar cereales y hortalizas. El emigrado republicano y antibonapartista Alejo Peyret (“el inteligente e ilustrado caballero a quien el General entregó su administración”, en palabras de Wilcken) demostró toda su competencia en la faz organizativa, introduciendo ideas municipalistas, socializantes y democratizadoras. Aunque las tierras se daban en propiedad individual, implicaban una serie de obligaciones estipuladas en los contratos que limitaban el derecho de propiedad, tales como el deber de residir en la colonia y de cultivar personalmente el lote, de contribuir con su trabajo personal para actividades u obras de interés general (apertura o limpieza de caminos, mantenimiento de lugares públicos, etc.), de aceptar los reglamentos de convivencia, de someterse a las decisiones disciplinarias de la administración (que hasta podía expulsar a los colonos que no trabajaran o alteraran el orden); la prohibición de enajenar las parcelas ni introducir nuevos colonos sin consentimiento de la administración; prohibición del expendio de bebidas alcohólicas, etc. Los colonos tenían derecho a participar en la administración a través de una comisión de cinco miembros electos por voto secreto. No era el socialismo utópico, pero era toda una novedad para el país, y funcionó suficientemente bien como para superar múltiples desgracias, mangas de langostas, invasiones de ganado en los cultivos, incipientes enfrentamientos religiosos, etc.
El cuadro de la vida en las colonias sería por completo insuficiente si no se mencionaran algunos datos que figuran en los censos poblacionales y que recoge la tradición oral. Las mujeres, cualquiera fuese su origen, no eran simples amas de casa, sino trabajadoras campesinas: todas ellas hacían labores agrícolas a la par de sus esposos, salvo cuando el avanzado estado de embarazo se los impedía. Los niños, aún de corta edad, también aparecen en los censos como labriegos, lo que demuestra el elevado porcentaje de trabajo infantil, que entonces era considerado normal y no un fenómeno aberrante. Las autoridades dejan constancia en distintos informes de las dificultades para lograr que los niños abandonasen los campos para recibir escolaridad.
Hemos mencionado las invasiones de ganado destruyendo siembras, y esto no es un hecho baladí. Constituía una gran preocupación para Alexis Peyret, que escribió numerosos informes y libros sobre colonización agrícola, producto de su experiencia, y hasta fue designado Inspector General de Migraciones bajo la Presidencia de Roca. El éxito de implantar colonias agrícolas en medio de una zona ganadera dependía de lograr un límite seguro entre las dos actividades en tiempos en que no se había difundido el cerco de alambre. Los sembradíos de los gringos generaban permanentes conflictos con los propietarios de ganado y los arrieros, acostumbrados a recorrer los campos con sus animales sin límite alguno.
No hay registros de crímenes cometidos contra los colonos de manera sistemática, salvo una serie de asesinatos de tiempos posteriores en colonias judías. Las relaciones con los paisanos eran respetuosas, pero no faltaba algún gaucho malo, evadido de la justicia, que intentara robar o agredir a los colonos. A modo disuasorio, Urquiza hizo circular leyendas, que se escuchan hasta hoy, según las cuales, si capturaba gauchos matreros hostilizando las colonias, los hacía degollar inmediatamente en los fondos del Palacio San José. Esta obvia mentira era, sin embargo creída por los gauchos, quienes, por las dudas, evitaban incurrir en el hipotético castigo.
El modelo de San José fue replicado en otras colonias posteriores, detalles más, detalles menos, como como las de 1º de mayo, Hugues, San Juan, San Anselmo, Hocker, El Carmen; etc. En 1870 fue visitada por el Presidente Sarmiento y el gobernador Urquiza; ocasión en la que Peyret pronunció un discurso considerando la “prosperidad de este centro agrícola” como un complemento de la victoria de Caseros.
Y hasta hubo experiencias radicales, como el “Falansterio Durandó”, inspirado en las enseñanzas del filósofo socialista utópico Charles Fourier (1772-1837). Detengámonos por un instante en esta empresa única para su tiempo y el país. La misma se llevó a cabo en doscientas hectáreas antes pertenecientes al inmigrante Louis Hugues, quien había tenido la osadía de instaurar una demanda judicial contra Urquiza y además ganarla; en 1888 su campo fue adquirido por un inmigrante valesano: Jean Joseph Durandó, seguidor de Fourier. Los libros del utopista francés habían denunciado la irracionalidad de la explotación laboral y afán de lucro del industrialismo; abogaban por la cooperación y la armonía entre los hombres y postulaban la transformación pacífica del orden social burgués mediante un esquema asociativo que permitiera el libre desarrollo humano, a partir de unidades (falanges) basadas en el trabajo universal humanizado, creativo y no repetitivo. Creía que de este modo lograría abolir la explotación, la miseria y la alienación, haciendo desaparecer la división del trabajo intelectual y físico, urbano y rural, campesino e industrial. Todo ello ocurriría a partir de unidades experimentales de vida comunitaria, donde 1.600 personas habitarían un edificio común llamado falansterio, rodeado de tierras cultivables. Las tareas se distribuirían según las inclinaciones personales, pero serían rotativas para evitar la rutina; la moneda sería suprimida y en vez de salarios recibirían una parte del producto común. Tales ideas tuvieron un poderoso influjo en el proceso de elaboración de las doctrinas socialistas, como lo reconoce Lenin en su opúsculo “Tres fuentes y tres partes integrantes del marxismo”.
Durandó, además de profesar la utopía falansteriana, era una suerte de místico, profeta que decía estar en comunicación directa con Dios y curandero (entre otros milagros, había curado por imposición de manos la parálisis de su esposa). Instaló su falansterio con unos ciento veinte asociados, sobre los cuales ejercía una personal y misteriosa autoridad, mezcla de socialismo y secta religiosa. Esta colectividad logró la autosuficiencia, con sus sembradíos, huertas, jardines con glorietas, invernaderos, viñedos, colmenas y árboles frutales; sus talleres de herrería, carpintería, zapatería y sastrería; su fábrica de carretas, chatas y sulkys; su horno de ladrillo; su molino harinero impulsado a vapor; su bodega de vinos y depósito de chacinados de elaboración propia; su red de luz artificial a gas, baños con agua corriente, molino de viento y depósito para 10.000 litros de agua; su escuela de primeras letras, artes y oficios, en la que los niños recibían una educación bilingüe francés-español, a la vez teórica y práctica; su notable compañía de teatro dirigida por el artista alemán Kurt Welk, y su orquesta de música muy reconocida que brindaba conciertos en toda la zona. El falansterio comprendía el trabajo comunitario y la formación cultural y espiritual, y su educación era públicamente elogiada por las autoridades y la prensa. Hubo muchos falansterios en el siglo XIX, e imitaciones en el siglo XX por las comunidades hippies; en América del Norte llegó a haber medio centenar de ellos, aunque de breve duración; ninguno tuvo el éxito del falansterio entrerriano, que se sostuvo por más de treinta años, hasta una década después de la muerte de su fundador. Su exitosa organización debió enfrentar la firme oposición de la iglesia, que, desde el cura de Hugues al obispo de Paraná, reprochaba a Durandó su masonería, sus diálogos vespertinos con el “Grand Pere” (Dios), su curaciones mediante imposición de manos y plantas silvestres y su contacto con los espíritus de los muertos; se difundieron todo tipo de leyendas, como que los miembros de la colectividad eran esclavos, porque no cobraban salarios (el concepto de trabajo cooperativo no era bien comprendido entre los paisanos), o que al morir Durandó, en 1916, sus adoradores lo mantuvieron siete días sin enterrar, descomponiéndose a la espera de la resurrección prometida…
Fuera bajo el modelo del trabajo familiar e individual o bajo los ecos del socialismo utópico, lo cierto es que en el curso de pocas décadas el país sufrió una transformación radical, cumpliendo el proyecto de Alberdi y Urquiza. En todo el mundo se habló del milagro agrícola argentino, y a fines de siglo el país llegó a tener el ingreso per cápita más alto del mundo, sobre la base casi exclusiva de la expansión agrícola. Según el Censo Nacional de 1895, la población del país se había duplicado respecto de 1869, y volvería a duplicarse para 1914. Y aunque buena parte de la inmigración se concentraba en la ciudad de Buenos Aires, la Provincia de Entre Ríos pasó de 134.271 habitantes en el Primer Censo Nacional a 292.019 en el Segundo, con un notable predominio de la población rural, predominio que se acentúa en 1895. ¿Por qué? Porque Entre Ríos, a diferencia de la pampa húmeda, sí tuvo su reforma agraria, reemplazando el sistema latifundista por el de colonización. Pero de esto no debemos hablar, no sea cosa que desacreditemos el sistema bien criollo, nacional, patriótico, católico y autóctono de los latifundios ganaderos, exaltando al antipatria de Urquiza, que llenó el país de rusos, protestantes y judíos…
Todo este impensado desarrollo se vio acelerado por los cambios técnicos, la utilización de trilladoras a vapor y nuevas maquinarias que poco a poco reemplazan los arados a mancera, el pico, la pala y la azada. Una anotación del administrador de un establecimiento en Villa Elisa, de noviembre de 1894 nos informa que “ha comenzado la faena de la siega o corte de trigo (…), trabajan en esta 300 máquinas segadoras, (…) cuéntase con 6 máquinas trilladoras (…) Los colonos apúranse a emparvar para trillar lo más rápido posible. (…) Siéntese la escasez de personal para los trabajos de cosecha en que en éste tiempo son bien remunerados los peones y jornaleros”…
Publicado en Facebook 06/03/2020.
Justo José de Urquiza (Talar de Arroyo Largo, hoy Arroyo
Urquiza, Virreinato del Río de la Plata, 18 de octubre de 1801-Palacio San
José, cerca de Concepción del Uruguay, Entre Ríos, 11 de abril de 1870) fue un
militar y político argentino.
En 1819 se instaló en la pujante villa Arroyo de La China,
actual Concepción del Uruguay, dedicándose a la actividad rural y comercial,
para la cual demostró una enorme capacidad. Su hermano mayor, Cipriano de
Urquiza, fue secretario y luego ministro del primer gran caudillo entrerriano,
Francisco Ramírez.
En 1820 tuvo su primera hija extramatrimonial; más tarde
tendría muchos más hijos ilegítimos. Una ley sancionada durante su presidencia
legalizaría varios de ellos. Le fueron legalmente reconocidos 23 hijos por la
Ley Federal N.º 41 en donde ponía en un pie de igualdad a los 11 hijos
legítimos con los extramatrimoniales que tuvo de soltero (hay versiones que
señalan que tuvo entre 105 y 114 hijos en toda su vida).
En la década de 1820, contando ya con una fortuna que lo
respaldaba, se interesó en la política en un período especialmente turbulento
en la historia de Entre Ríos. Como muchos jóvenes del interior, su partido era
el Federal.
En 1826 fue electo por los vecinos de Concepción del Uruguay
para representarlos como diputado en el congreso provincial. Dirigió la
oposición a la Constitución Argentina de 1826, que fue rechazada por su
provincia.
Fue varias veces gobernador de la provincia de Entre Ríos,
líder del Partido Federal y presidente de la Confederación Argentina entre 1854
y 1860. Fue un comerciante y empresario de fuste, dueño de cuantiosas riquezas en su provincia Entre Ríos.
El 1º de mayo de 1853 se sancionó la Carta Magna que fue
jurada el 9 de julio en todas las capitales provinciales.
El Congreso Constituyente se hizo cargo del Poder
Legislativo, designó a Paraná capital de la República hasta que se uniera
Buenos Aires, aprobó con Francia e Inglaterra un tratado de libre navegación de
los ríos.
En marzo del año siguiente, los Colegios Electorales de las
provincias eligieron a Urquiza Presidente de la Confederación Argentina,
acompañado por Salvador María del Carril como Vicepresidente. Asumieron el 1º
de mayo de 1854.
Fue asesinado durante la presidencia de Domingo Faustino
Sarmiento.
Ese mismo día eran asesinados en Concordia también sus hijos
Justo Carmelo y Waldino; los dos eran amigos íntimos de López Jordán, lo que
parece probar que los asesinos no actuaron por orden de López Jordán.
En vida, Urquiza fue condecorado por Brasil con la Orden
Imperial de Cristo (en 1851)89 y la Gran Cruz de la Orden Imperial de la Cruz
del Sur (en 1856).
Sus restos descansan en la Basílica de la Inmaculada
Concepción, en Concepción del Uruguay, provincia de Entre Ríos, República
Argentina. Los pequeños poblados de la zona llevan nombres como: 1º de Mayo (de
1852), Pronunciamiento (01/05/1852), Caseros(por la Batalla), San Justo, San
Cipriano (nombre de su hermano y uno de sus hijos).
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