Cuando supo que iba a embarcar en el General Belgrano, el cabo segundo mendocino Hugo Zárate le escribió una carta a su madre para avisarle. Es que a pesar de que estaba destinado al destructor Seguí, el comandante de la nave insignia de la Armada Argentina, Héctor Bonzo, había pedido que pasaran al crucero marinos que ya lo conocieran: tenía solo el 60% de sus 1093 tripulantes.
-Yo había estado tres años en el Belgrano, lo conocía bien, conocía a muchos de sus hombres, tenía amigos, sentía que era el más seguro de nuestros barcos, porque estaba acorazado. Me gustaba la idea de volver. Mire lo que son las cosas, el torpedo entró en la parte que no tenía coraza. Los norteamericanos les pasaron buenos datos a los ingleses- recuerda desde Luján de Cuyo, en las afueras de Mendoza.
El gigante de los mares, el que había sobrevivido a las bombas japonesas en Pearl Harbor y que Perón le compró a los Estados Unidos en 1951, en la tarde del 2 de mayo de 1982 no pudo escapar del submarino nuclear inglés Conqueror: fuera de la zona de exclusión fijada por Inglaterra durante la Guerra de las Malvinas, dos impactos lo estremecieron: el primer torpedo dio en el centro y cortó la energía mientras la onda expansiva encerrada por las corazas demolía todo a su paso, el segundo arrancó 15 metros de proa. Se fue a pique en minutos y 323 hombres perdieron la vida en aquel infierno mientras otros 720 serían rescatados de las balsas después de dramáticas horas de búsqueda en las gélidas aguas del Atlántico Sur.
Sin noticias en Mendoza, su madre Romelia temió lo peor. Mucho más cuando en la primera lista de fallecidos aparecía un cabo segundo de apellido Zárate. Solo ese dato, sin mención del nombre. La misma angustiante sensación de Alvaro, su padrastro. Y de sus hermanos Azucena, Raúl e Ignacio.
Ninguno sabía que Hugo no pudo embarcar en el Belgrano: cuando llegó ya estaba completo, pero sí participó del amunicionamiento y regresó al Seguí, que también zarparía enseguida rumbo a la guerra, aunque nadie a bordo estaba enterado. No llegó a escribir una segunda carta y no había teléfono fijo para avisar. “Nunca me imaginé la dimensión que tomaría la primera carta”, recuerda.
Días después del hundimiento, llegó a su casa mendocina en Las Heras el capitán Zalazar, enlace de la Armada con los familiares de los efectivos enviados a la guerra, que se había ganado un respeto porque daba las buenas y malas noticias en persona. Traía un sobre con dinero. Romelia, que se ganaba la vida limpiando casas, no sabía que Hugo había firmado un poder para que les llevaran los sueldos a su familia y en su desesperación creyó que era una especie de indemnización.
El alma le volvió al cuerpo cuando supo que el más chico de sus cuatro hijos estaba vivo: fue el propio capitán Zalazar quien volvió a la casa para confirmar que el cabo segundo Zárate que había muerto era Sergio, no Hugo. Así eran las cosas en la guerra: en un segundo el alivio, un segundo después la pena por la familia del compañero que no volvió.
A bordo del destructor Seguí, Hugo fue parte de la flota de apoyo a las naves que llevaban a los hombres que desembarcarían en Malvinas. Se enteró el 1 de abril de los planes secretos, aunque un hecho algo lo hizo sospechar que algo fuera de lo común ocurría: cuando volvían a la base de Puerto Belgrano de lo que parecía ser una navegación de rutina, les ordenaron que no amarraran, que se unieran al Operativo Rosario con otras naves de la Marina: el Hércules, la Santísima Trinidad y el cabo San Antonio, que trasportaban a los que desembarcarían en las islas, mientras el Seguí, el Piedrabuena y el Bouchard les servirían de apoyo. Luego se enteraría que habían embarcado en esos tres primeros buques comandos anfibios del Ejército y eso nunca había pasado antes.
El 1 de abril, ya en cercanías de las Islas Malvinas, la voz del almirante Busser tronó en los altoparlantes de los barcos argentinos. Hugo recuerda bien aquella arenga.
“Nos dijo que Dios quiso que escribiéramos la historia de la recuperación de las Malvinas. Que después de 150 años de dominio ingles había llegado el momento de reparar esa injusticia. Y dio órdenes de cómo tratar a los habitantes de la isla, que eran argentinos: cualquier acto de robo o pillaje serían juzgados bajo el Código de Justicia Militar, nuestro objetivo era restaurar las islas al Estado nacional. ¿Cómo nos sentimos al escucharlo? Orgullosos le diría. Orgullosos de ser parte, con el pecho inflado”.
Como muchos otros, Hugo no había ingresado a la Armada por vocación sino por la necesidad de tener un sueldo. En aquella Argentina que se desangraba tras el golpe de Estado de 24 de marzo de 1976, la de los desaparecidos y la industria nacional que se venía abajo, la fábrica de muebles a la que entró a los 13 años cerró. Y si su padrastro era ferroviario y sus hermanos conservaban sus empleos (Raúl en el taller de una concesionaria de autos, Ignacio en una pescadería, mientras Azucena era ama de casa) y le tiraban unos pesos, él quería ganarse los suyos. “Tengo algo que le va a interesar al Hugo”, le dijo un día un tío a su padrastro. Y lo llevó a una charla de la Armada en el Teatro Independencia para captar futuros marinos.
El 1 de abril, ya en cercanías de las Islas Malvinas, la voz del almirante Busser tronó en los altoparlantes de los barcos argentinos. Hugo recuerda bien aquella arenga.
“Nos dijo que Dios quiso que escribiéramos la historia de la recuperación de las Malvinas. Que después de 150 años de dominio ingles había llegado el momento de reparar esa injusticia. Y dio órdenes de cómo tratar a los habitantes de la isla, que eran argentinos: cualquier acto de robo o pillaje serían juzgados bajo el Código de Justicia Militar, nuestro objetivo era restaurar las islas al Estado nacional. ¿Cómo nos sentimos al escucharlo? Orgullosos le diría. Orgullosos de ser parte, con el pecho inflado”.
Como muchos otros, Hugo no había ingresado a la Armada por vocación sino por la necesidad de tener un sueldo. En aquella Argentina que se desangraba tras el golpe de Estado de 24 de marzo de 1976, la de los desaparecidos y la industria nacional que se venía abajo, la fábrica de muebles a la que entró a los 13 años cerró. Y si su padrastro era ferroviario y sus hermanos conservaban sus empleos (Raúl en el taller de una concesionaria de autos, Ignacio en una pescadería, mientras Azucena era ama de casa) y le tiraban unos pesos, él quería ganarse los suyos. “Tengo algo que le va a interesar al Hugo”, le dijo un día un tío a su padrastro. Y lo llevó a una charla de la Armada en el Teatro Independencia para captar futuros marinos.
El 1 de abril, ya en cercanías de las Islas Malvinas, la voz del almirante Busser tronó en los altoparlantes de los barcos argentinos. Hugo recuerda bien aquella arenga.
“Nos dijo que Dios quiso que escribiéramos la historia de la recuperación de las Malvinas. Que después de 150 años de dominio ingles había llegado el momento de reparar esa injusticia. Y dio órdenes de cómo tratar a los habitantes de la isla, que eran argentinos: cualquier acto de robo o pillaje serían juzgados bajo el Código de Justicia Militar, nuestro objetivo era restaurar las islas al Estado nacional. ¿Cómo nos sentimos al escucharlo? Orgullosos le diría. Orgullosos de ser parte, con el pecho inflado”.
Como muchos otros, Hugo no había ingresado a la Armada por vocación sino por la necesidad de tener un sueldo. En aquella Argentina que se desangraba tras el golpe de Estado de 24 de marzo de 1976, la de los desaparecidos y la industria nacional que se venía abajo, la fábrica de muebles a la que entró a los 13 años cerró. Y si su padrastro era ferroviario y sus hermanos conservaban sus empleos (Raúl en el taller de una concesionaria de autos, Ignacio en una pescadería, mientras Azucena era ama de casa) y le tiraban unos pesos, él quería ganarse los suyos. “Tengo algo que le va a interesar al Hugo”, le dijo un día un tío a su padrastro. Y lo llevó a una charla de la Armada en el Teatro Independencia para captar futuros marinos.
Los cuatro Exocet del Seguí fueron trasladados a Malvinas y ahí lograron el milagro de disparar dos misiles mar-mar (uno no salió) desde tierra, desde un acoplado que escondían de día y trasladaban de noche a la posición. Si uno no pudo dar en el blanco, el otro sí. “Vieron la bola de fuego en el mar y ahí se dieron cuenta y se abrazaron, no lo podían creer”, relata Hugo sobre la llamada ITB (Instalación de Tiro Berreta). Era el 12 de junio, un buque inglés quedaba fuera de combate, pero la guerra terminaría dos días después. “Fue una sensación triste, amarga, difícil. El ambiente ya estaba raro, con las noticias de los muertos y heridos”, recuerda.
Ahora, a los 61, ya retirado como suboficial principal de armas y sistemas, padre de Natalia (profesora de inglés en Allen y Estefanía (profesora de Educación Física en Punta Alta) siempre cerca de Isabel, su compañera de toda la vida, Hugo Zárate sigue esperando que cada provincia tenga un plan de salud integral para los veteranos. Y que les den la oportunidad de contar la historia a ellos, los que la vivieron, los que volvieron a casa con las ventanillas tapadas con la orden de callarse, los que lloraron a sus compañeros caídos en combate y a los que se suicidaron después. “Esa va a ser la mejor manera de reconocer y recordar a los que ya no están”, dice Hugo y se despide para rendir homenaje a los hombres que un día como hoy, hace 39 años, pasaron a la inmortalidad con el crucero General Belgrano.
Publicado en Diario "Río Negro", domingo 2 de mayo del 2021.
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