La humanidad tuvo que experimentar mucho, desde que los asirios aplicaban una presión con los dedos sobre las carótidas del paciente hasta que el éter y el cloroformo hicieron su aparición en el siglo XIX, para dar con la fórmula civilizada de la anestesia.
Mitigar el dolor es algo que, en el mundo de la ciencia, progresó en base al ensayo y el error. En el campo político, no ha habido progreso en la búsqueda de la anestesia. Los gobiernos que quieren liquidar una herencia populista o comunista no tienen más remedio que recurrir a analgésicos primitivos, como la presión en las carótidas, para hacer algo menos dolorosa la cirugía. La recompensa, tras el desagradabilísimo pero transitorio dolor, como lo demuestran algunos casos de Europa central, el Báltico y América Latina, es el éxito.
Argentina requería, cuando Mauricio Macri asumió el Gobierno, cirugía mayor. Como él entendía que no hay éter ni cloroformo sino analgésicos primitivos para desmontar un Estado populista, evitó la cirugía. Lo atormentaba la idea de salir de la Casa Rosada huyendo de la turba en helicóptero, como lo había hecho Fernando de la Rúa, el último de esos gobernantes no peronistas que nunca terminan sus mandatos. Al haber ganado las elecciones por un pelo y sin mayoría en el Congreso, sentía que carecía de legitimidad para hachar el gasto público, embridar la emisión monetaria, despedir a los ciento de miles de empleados públicos que el kirchnerismo había incrustado en el Estado majaderamente, cortar las amarras de la actividad privada y reducir a la mitad la carga tributaria.
Se concentró en cosas menos traumáticas y de rápido efecto benéfico, como levantar los controles de cambio y capitales, invitar a los inversores a apostar por la Argentina, volver a los mercados internacionales, devolverle decencia a la vida pública y ecuanimidad a las instituciones. Esto bastaría, pensaba, para atraer cuantiosas inversiones, lo que permitiría encauzar las finanzas del Estado gradualmente. Los peronistas sensatos (oxímoron donde los haya) se plegarían a Macri y se rompería el maleficio por el cual ningún Gobierno no peronista sobrevive.
No me atrevo a decir si Macri se equivocó en el cálculo político: no descarto que si hubiese aplicado alta cirugía su Gobierno habría sucumbido y los culpables originales del desastre estarían regresando al poder (en ese país la frase de Mark Twain según la cual sólo la muerte y los impuestos son inevitables queda trunca: allí son inevitables la muerte, los impuestos y el peronismo). Pero sí sé que no atacar de manera rápida e integral la herencia populista ha ayudado a incubar la crisis que se ha desatado: la moneda ha perdido más de la mitad de su valor en pocos meses, la inflación superará, según informes oficiales internos, el 40 por ciento, la deuda ha crecido 30 por ciento en un año, la economía está en recesión y el Gobierno ha tenido que elevar los impuestos y volver a tocar la puerta del FMI.
Macri tiene tiempo todavía para lograr la reelección en octubre de 2019 y felizmente la miliunanochesca corrupción de Cristina Kirchner de la que dan cuenta las cotidianas revelaciones lo ayuda mucho, recordándole a la gente que el pecado original no es suyo. Pero, con apenas 30 por ciento de respaldo y una clase media bastante encabritada, es demasiado arriesgado creer que la reelección está asegurada por contraste con el pasado reciente. Quizá ha llegado la hora de soltar el tigre a la calle apostando por reformas drásticas y dando la batalla de su vida para convencer al país de que le renueve la confianza.
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